Cómo medimos nuestra eficacia

Cómo medimos nuestra eficacia

Debemos encontrar un espacio en nuestra vida para medir nuestra eficacia. Si estamos haciendo lo que vinimos a hacer. Si estamos logrando lo que dijimos que íbamos a lograr. Si servimos para lo que dijimos que servíamos.

Mientras la seguridad nos permite comprobar si retrocedemos o si estamos alterando lo que somos, la eficacia lo hace respecto de nuestro propósito. ¿Estamos avanzando hacia nuestro fin? ¿Estamos mejor que antes?

El mayor obstáculo en la mejora continua somos nosotros mismos, como empresas o como personas. En ambos aspectos hay algo recurrente. Hacemos un cambio para mejor, incluso creamos hábitos para ello, y allí nos quedamos de nuevo. Creamos una nueva “zona de confort” en la que no nos medimos. Muchas empresas y personas (algunas ya con algún éxito, otras de manera constante) se estancan en un lugar para siempre. Viven haciendo lo mismo sin preguntarse cómo podrían estar mejor. Incluso sin preguntarse qué sería o qué significaría estar mejor. ¿Por qué pasa esto?

 Antes de explicarlo vale una aclaración. Todos los argumentos de este libro obedecen a conocimientos asimilados de distintas fuentes y, de algún modo, contrastados con experiencias personales o colectivas de gestión. En este caso no sucederá lo mismo porque se trata de conocimientos sobre los cuales no tengo herramientas para validar. Me pueden parecer, desde muy afuera, que tienen mayor o menor sentido. Esto me pasa en general con las denominadas neurociencias de las cuales vamos a tomar prestada la respuesta. Esta no sólo me resulta verosímil sino que también, por sus efectos, la puedo comprobar en nuestras experiencias de gestión.

Ahora sí. ¿Por qué nos cuesta tanto mejorar? La resupuesta corta es porque el cerebro humano ama el ahorro. Pero la explicación tiene más miga.

 Aparentemente todo el sistema vital del ser humano se sostiene en un sistema de ahorro. Se aprovecha todo cuando se lo tiene y se gasta lo menos posible para posibles emergencias o situaciones donde no se tenga. Así el cuerpo almacena energía para poder abastecerse en caso de emergencia.

 También se dice que lo que más gasta energía es el cerebro. Pensar demanda mucha energía y, por esta razón, el cerebro busca constantemente “atajos”. Busca resolver las cosas siempre de la misma manera. Si no encuentra la solución en la forma en la que lo hace, busca en la memoria los casos de éxito para utilizar lo que ya funcionó. Buscar una solución “nueva”, no sólo es la última de las alternativas, sino que será evitado a toda costa porque reclama un gasto adicional de energía. El cambio activa todas las defensas del cerebro que intentará de mil maneras evitarlo. El cuerpo adopta una posición defensiva ante el cambio.

 Esto explica también la importancia de la formación de hábitos. El cuerpo debe asimilar las soluciones del “hilo de oro” sin pensarlo. Aunque luego deberá confrontarlo para poder volver a mejorar. Mejorar supone luchar contra los propios hábitos todas las veces.

 Esto nos hace ver que, de algún modo, la seguridad es enemiga de la eficacia. Mientras más nuestro cuerpo se asimila a los hábitos nuevos generados, más difícil será la mejora. Tendemos a crear nuevas zonas de confort.

Por esta razón, la presencia real y constante del propósito o fin es esencial para la mejora. El cuerpo y el cerebro deben sentir constantemente la tensión del fin. Nuestro sistema nos tiene que dar herramientas de funcionamiento y de control que nos aseguren no sólo nuestra seguridad sino también nuestra eficacia. 

 

(Tomado de la tercera parte del libro “El Hilo de Oro” de Pablo T. Lamas)

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