Docentes como domadores de emociones
Culminó la pesadez del ciclo lectivo. Cerramos el año. ¡A descansar! Se acabó la tortura. Hago la plancha hasta las fiestas. Ya no me aguantaba más a estos pibes... Son las frases que se escuchan por estos días en los que, efectivamente, el ciclo lectivo ha llegado prácticamente a su fin.
Mi labor como docente se construye, entre otras cosas, desde la observación. Me observo y observo al resto. En esta "auto-observación" trato de ser crítica y rigurosa conmigo. Algunas cosas las hice mal y no deben volver a ocurrir: establecí prejuicios sobre mis alumnos los que empañaron un poco mi labor, no administré el tiempo con eficacia (tardé en calificar, en devolver trabajos, fui lenta en las clases), me dejé ganar por el desánimo en un curso en particular y me costó mucho remontarlo.
Todo lo que hice mal partió de mí. De mi emocionalidad. Ya he comentado muchas veces que debemos lograr una conexión emocional entre los estudiantes y el conocimiento, planificar procesos de desarrollo de habilidades en que la emoción sea el canal para incrementar dichas habilidades, conocimientos, aprendizajes. Puse tanto énfasis en los estudiantes que dejé de lado a los docentes, me dejé de lado.
¿Qué hacer cuando la emoción nos juega en contra? ¿Qué hacer cuando no podemos separar, desde nuestra perspectiva, el aspecto emocional del trabajo que debemos desarrollar? Fácil: fallamos. Preparar las clases es una carga, calificar es un peso, disfrutar de los temas y actividades que nos gustan (por algo somos profes de determinadas asignaturas), imposible. Nos encerramos en la emoción menos beneficiosa en este caso (no digo negativa porque todas las emociones son necesarias en nuestra vida) y nos quedamos girando en un círculo en que lo único que pasa en clase es el tiempo.
¿Cómo solucionar ese problema?:
- Reconocer que la responsabilidad es nuestra como docentes y no del grupo en cuestión.
- Aceptar que somos nosotros los que tenemos que cambiar la estrategia y no los estudiantes.
- Pensar nuevas formas para relacionarnos -tantas y tan diversas como sean necesarias-, para cambiar el clima, para suavizar las tensiones, para lograr algún avance en el estudiantado.
- Tratar de no tomarlo como algo personal, después de todo ellos no tienen la culpa de nuestra vocación... No toca a nosotros, siempre, intentar el cambio.
- Levantarse del golpe al orgullo que es reconocer que estamos equivocados, que hicimos las cosas mal y tratar de no dejarnos llevar otra vez por emociones que nos paralizan, ciegan y angustian.
- Frustrarse un poco, lo necesario, para querer mejorarlo todo.
- Pensar más, trabajar más, crear más, involucrarse más, redoblar esfuerzos.
Los docentes nos hacemos docentes en el aula. Nunca el día en que rendimos la última materia, hacemos la última práctica o nos entregan en diploma. Nos hacemos en el trabajo cotidiano, cuando se cierra la puerta del salón y hay 36 almas esperando que trabajemos para ellas, para acrecentar sus habilidades, despertar su curiosidad, despejarles dudas, mostrarles cosas nuevas, corregirlas, hacerles descubrir otras opciones, agradecerles, felicitarlas, cuidarlas....
No quiero convertirme en alguien que reproduzca algunas de las frases con las que comencé este texto. No quiero que el sistema me coma. No quiero volver a cometer los mismos errores que cometí este año ni mucho menos dejarme ganar por el desánimo porque creo que nuestro trabajo es valioso, hermoso, un privilegio, necesario, útil...
Para ello, creo que los docentes debemos convertirnos, fundamentalmente, en domadores de emociones: látigo en una mano, silla en la otra, mirada atenta y proceder alerta. ¡A domarlas! Fundamentalmente a aquellas que no ayudan a construir, a aquellas que nos desaniman, a aquellas que no permiten que establezcamos puentes entre los estudiantes y nosotros, las que no nos dejan avanzar y nos quitan la energía y las ganas de lograr que nuestros estudiantes progresen.