EL AMOR

EL AMOR

* COMIENZO DE UNA NOVELA, (CON UN TÍTULO UN POCO ENGAÑOSO)


La vida del ingeniero Ariel Costa Bernal sufrió un sacudón la tarde del domingo seis de abril. Llamaron a la puerta y cuando atendió, se encontró con un muchacho que lo saludaba preguntándole si ahí vivía el señor Ariel.

—Soy yo, —dijo, buscando reconocer al muchacho, hurgando en la memoria.

—Soy Bruno, tu hijo—, ¿puedo pasar?

El hombre quedó atónito un instante frente al marco de la puerta. La luz otoñal entraba rabiosa, a raudales, impregnando el apacible ambiente de la sala con destellos dorados y la tristeza de las despedidas que rebotaban sobre las superficies de cristales y bronces. Puso a funcionar mecánicamente los antiguos gestos de la cortesía tomando uno de los bolsos que el muchacho había depositado en el piso. Por dentro la mente no se detenía. Las palabras, sueltas, resonaban dándose golpes a los tumbos: “muchacho” e “hijo” no parecían hallar forma de aceptarse. Se repelían. Apagó el televisor que estaba mirando antes, para evitar el aturdimiento, se sentó de nuevo con las manos sujetado la cabeza, trató de sonreír detrás de una mueca, y adoptó el arte defensivo que había ensayado todos sus cincuenta y tres años para evitar exponerse al crudo de la carne cuando la sentía desnuda y a punto de empezar a sangrar gota a gota.

—Mamá me pidió que te entregara esto, —dijo Bruno tendiéndole un sobre blanco.

—¿Quién es tu mamá?—apenas balbuceó.

—Amalia Herrera.


La memoria. En el oscuro antro de aquellas cavernas del pasado el nombre quedó suspendido. Recordaba vagamente una especie de aventura de fin de verano con una muchacha llamada Amalia, que había desaparecido de su vida tal como había entrado: sin hacer preguntas ni buscar respuestas. 

Tomó el sobre tratando de minimizar el temblor que le agitaba levemente la mano. Rasgó el papel observando la actitud del muchacho que se mantenía sereno, sentado apenas en el borde del sillón, mirándolo fijamente y aumentando así su incomodidad.

Querido Ariel: —comenzaba la carta, y esa familiaridad lo aturdió más, ¿Por qué razón un fantasma del pasado volvía a su vida como si nada, sin pedir permiso? —Mucho tiempo me guardé el secreto de nuestro hijo, yo había decidido tenerlo y asumí eso como una obligación personal, ni siquiera el hombre con quien después me casé y tuve dos hijas más sabía quién era el padre de Bruno. Supongo que no te acordarás de mí. Aquella noche los dos estábamos muy borrachos después de la playa y la guitarra, los dos fuimos irresponsablemente felices, supongo. Pero la felicidad se quedó conmigo, y viéndolo crecer a Bruno me recordaba constantemente tus ojos, tu sonrisa, tu cuerpo. Nunca dije nada ni te reclamaría nada, ya que la decisión de tenerlo fue mía. Mi profesión me permitió darle la vida que todo niño se merece, nunca le faltó nada salvo un padre. Pero desde hace un año las preguntas de Bruno acerca de su padre se fueron haciendo insistentes. Yo lo comprendo, también golpearía todas las puertas que hiciera falta para saber quién soy.

Por esa razón he decidido enviarlo contigo, sé que estás separado y quizás, me hago esa ilusión, pueda hacerte compañía el tiempo que necesiten para conocerse. Cuando Bruno lo quiera, volverá con nosotros”.

Dobló el papel con lentitud como si plegara los rincones de viejos recuerdos. Había tenido varias aventuras de joven, después se casó buscando en el matrimonio la estabilidad de una familia, pero una vieja pendencia consigo mismo no le daba tregua ni un día. Por las noches toda esa guerra interior se ensañaba con el sueño, daba vueltas en la cama sin poder dormir hasta que una tarde habló en Estela y le pidió poner fin al matrimonio. Meses después se separaron, y el ingeniero volvió a recuperar la libertad que necesitaba para vivir. Mantenía una amistosa relación con Estela, su ex mujer. Tenía amistades, como todos, pero especialmente tres amigos que habían sido sus camaradas de colegio: Juan Carlos abogado penalista, Eduardo también abogado, y Fuentes que vivía en un depósito de chatarras y a pesar de su vocación bohemia —había renunciado a tener familia y a la vida social en general— era el más sensato de los cuatro. En el trabajo siempre se había desempeñado con estricto trato profesional porque el mundo de las constructoras no le atraía especialmente, todos parecían estar más interesados en perfiles de metal, porcelanatos y griferías que en las relaciones personales.

De su familia ya no quedaba casi nada. Los padres habían muerto, igual que su único hermano que le dejó una sobrina adolescente, que era su afecto más querido y a quien cuidaba como si fuese el único brote nuevo de un árbol a punto se secarse. La sola voz de Julieta tenía el don de resucitar la vida, con el pasado y sus tardes apacibles en la vieja casa familiar. Julieta vivía allí, en la vieja casona familiar que había heredado su hermano fallecido y después le quedó a la viuda. Julieta sobrevivía en esa casona que se había vuelto casi siniestra por el descuido, las malezas que cercaban la entrada y las paredes de un pálido amarillento que el herrumbre iba demoliendo. Vivía con la madre, que al haber perdido a su esposo se entregó lentamente al alcohol. El trato con su cuñada Gabriela no era fácil. La viudez le fue depositando el barro de las amarguras que se disparaban en forma de furia o burlas en el momento menos pensado. Julieta siempre se sobreponía a todo.


Bruno lo observaba en silencio cuando Ariel volvió de sus recuerdos.

Tenía la misma complexión física que él cuando era joven: delgado, con el tórax firme y los tegumentos de la piel recalcando cada relieve de los huesos, un delicado vello rubio y brillante le cubría solo el borde del antebrazo. Tenía las mismas piernas firmes. Los músculos parecían latir bajo la tela de los jeans y aquella mirada profunda lo intimidó. El hijo parecía querer leer en los secretos del padre aquello que siempre permanecía en tinieblas, aún para Ariel.

—Bueno, me parece que debería mostrarte un poco de la casa, para que puedas manejarte con libertad.

(...)

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