El detonante
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Walter echó el contenido del cubo por la borda, con cuidado de no mancharse, y lo volvió a introducir por el tambucho. Tras respirar algo de aire fresco por última vez, asió la escotilla y la cerró sobre su cabeza, quedando sentado en una plataforma que le dejaba la vista a la altura de los ventanucos del pequeño puente. El guyanés corrigió el rumbo y aumentó velocidad.
La embarcación era artesanal, construida por el propio Walter, y el aseo se había averiado. Durante aquel viaje, los dos tripulantes estaban haciendo sus necesidades en el cubo y, una o dos veces al día, reducían velocidad, ponían un rumbo cómodo y lo echaban por la borda.
El narcosubmarino estaba diseñado para ser casi invisible. Su nombre podía llevar a engaño, ya que no se sumergía completamente, sino que se trataba de una embarcación afilada y alargada, parecida a la forma que tenían las lanchas deportivas, pero que apenas levantaba un palmo del agua.
La reducida altura la hacía casi imposible de detectar por el radar y muy difícil de hacerlo a la vista, salvo que se hiciera desde el aire: la estela de espuma blanca no se podía camuflar.
Hacía años, e incluso décadas, que los narcos usaban este tipo de lanchas para transportar su mercancía por la costa oeste del continente americano, pero Walter había fundado una pequeña empresa que se dedicaba a atravesar el Atlántico.
El guyanés sonrió al acordarse de las acaloradas discusiones en algún foro de Internet, en el que supuestos expertos aseguraban que era una travesía imposible. Una imposibilidad muy lucrativa…
Las narcolanchas eran capaces de transportar entre una y cuatro toneladas de cocaína, lo que hacía más que rentable los viajes. Sus contrapartes colombianas solían hacer viajes sin retorno, abandonando las embarcaciones al llegar a destino, pero Walter era un apasionado de su trabajo y tenía en mente planes ambiciosos.
Asegurando que las embarcaciones volvían no solo podía reutilizarlas, sino que sus tripulaciones iban cogiendo experiencia, disminuyendo los problemas en el futuro.
En lugar de mandar a un par de indocumentados pescadores que era la primera vez que se montaban en un narcosubmarino, Walter tenía un selecto grupo de hombres que habían hecho la travesía varias veces, conocían los puntos más peligrosos y marinaban sus embarcaciones con seguridad.
El punto de destino era el archipiélago de Cabo Verde, donde las lanchas de Walter dejaban la mercancía en manos de la organización que se encargaba de introducirla en Europa. El guyanés desconocía los métodos que usaban y, realmente, le importaban bastante poco, pero suponía que la carga iría escondida en barcos mercantes y pesqueros.
Si bien no hubiese tenido problema en hacer las entregas directamente en el Viejo Continente, era más sencillo dejar la parte de distribución en manos de sus socios.
Walter comprobó que la narcolancha seguía a rumbo y echó un vistazo por los ventanucos para comprobar que no había nada raro alrededor. Al no levantar más que unos centímetros de la superficie, su horizonte era muy limitado, por lo que se obligaba a mantenerse atento.
El guyanés solía dejar a sus hombres que hicieran los viajes solos, mientras él coordinaba desde Guyana y se encargaba de la construcción de los nuevos prototipos.
Ya llevaba varios modelos de narcolancha y tenía a punto un proyecto con el que pretendía revolucionar el negocio. Sus navegaciones se limitaban a las pruebas de las nuevas embarcaciones y, en este caso, de un nuevo ingenio.
Los primeros viajes habían sido tranquilos, pero, con el tiempo, las autoridades caboverdianas se habían dado cuenta de que grandes cantidades de droga pasaban por sus islas y estaban poniendo los escasos medios de los que disponían a trabajar para impedirlo.
Walter estaba convencido de que seguía teniendo ventaja: sus embarcaciones eran casi imposibles de localizar y los posibles puntos de desembarco tan numerosos que era muy complicado que los cogieran, pero no estaba dispuesto a perder la iniciativa, y menos, sabiendo que sus clientes, a uno y otro lado de la cadena de distribución, no estaban dispuestos a dejar pasar el más mínimo desliz, como ya habían dejado claro en alguna ocasión.
Cabo Verde estaba usando su único patrullero, un moderno diseño holandés, para intentar encontrar las narcolanchas antes de que llegaran a las playas. Walter sabía que la policía también estaba haciendo esfuerzos por seguirle la pista a la droga en tierra, pero ese no era su problema.
Su preocupación era el Guardião y, mientras que pretendía seguir evitándolo a toda costa, llevaba meses trabajando en una solución por si se encontraba con él en algún momento. La solución descansaba en esos momentos en el compartimento de carga, a proa de la narcolancha.
Había tenido que reducir el cargamento para aquel viaje; debía asegurarse de que el ingenio sobrevivía a una travesía y seguía funcionando, antes de extenderlo a todas sus embarcaciones y explicar a sus hombres el funcionamiento.
—¡Kyllian! ¡Comprueba que la carga sigue bien trincada! Solo quedan unas horas; no vayamos a tener un susto ahora.
—¡Voy, jefe! —contestó el chaval que le acompañaba en aquella navegación.
Walter cogió el teléfono móvil con la tarjeta de Cabo Verde y lo acercó a los ventanucos para comprobar si cogía cobertura. Debían estar suficientemente cerca y la confirmación de la llegada a sus contactos la hacía por teléfono, para evitar ser escuchados.
El guyanés lo pegó a uno de los pequeños cristales que le dejaban mirar hacia afuera, pero enseguida volvió a bajar la mano.
Un barco de casco gris se perfilaba a estribor de la narcolancha, acercándose desde su popa al mismo rumbo que ellos.
«¡Maldita sea!»
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