El dogma del pragmatismo
“Las palabras adecuadas hay que reelegirlas constantemente a base de verdades nuevas y de la nueva situación en que se encuentra la gente que debe oírlas. El uso político de la verdad desnuda está muy limitado a los que están muy acostumbrados a ella: sin las palabras adecuadas con qué vestirlas las verdades no cuentan políticamente. Elegir las palabras para usarlas en el momento oportuno supone que se sabe mucho sobre la gente que debe oírlas”. (Charles Wright Mills, 1943).
Cuando el canciller Guido Di Tella leyó su mensaje ante la Asamblea de las Naciones Unidas sabía que estaba vistiendo sus palabras para enfrentar una situación nueva: el abandono de la Argentina del Movimiento de No Alineados (“movimiento nostálgico y del pasado”, en palabras de Di Tella), y el alineamiento estratégico con los Estados Unidos por parte del gobierno presidido por Carlos Menem.
Es dable recordar la conceptualización de nuestra política internacional durante el último proceso militar. Argentina era una “Nación occidental y cristiana”. Esta definición de voluntarismo simplista engalanaba los vericuetos de una diplomacia contradictoria. Las piezas del tablero internacional dibujaban esquemas de difícil solución política a finales de los años setenta, y el protagonismo de nuestro país en ese juego era casi nulo. La llamada Doctrina de la Seguridad Nacional abría sus tentáculos sobre el continente, devorando a su paso a los regímenes que no vieran en el “Occidente Cristiano” al modelo ético en el cual debieran reflejarse las sociedades de entonces.
Los Estados Unidos se aprestaban al recambio de su administración en el inicio de la nueva década. El frustrado desenlace de los rehenes mantenidos en Irán, sumado a la inminente invasión a Afganistán, demostraban una debilidad alarmante de la diplomacia norteamericana. Ronald Reagan sería el encargado de devolver el orgullo nacional a su pueblo, imprimiendo un giro copernicano a la política exterior.
Argentina, por su parte, se embarcó en el conflicto bélico del Atlántico Sur en una clara demostración política de su pendular diplomacia estratégica. Haber supuesto la neutralidad estadounidense frente al desafío a su principal aliado en la OTAN, mientras el conflicto Este-Oeste no vislumbraba su desenlace, demostró la falta de visión y manejo político en los hombres que tomaron la decisión de recuperar las Islas Malvinas.
Por su parte la administración alfonsinista a través del canciller Dante Caputo enfocó la escena internacional con un claro objetivo inicial: blanquear la imagen argentina en el mundo luego de la derrota de Malvinas y la caída del régimen militar. ¿Cuál era la imagen y qué modelo de país se presentaría al mundo? Esto quedaría claro a partir de julio de 1989 en los inicios del menemismo cuando la Unión Cívica Radical volvió a la oposición.
La primera visita del presidente Alfonsín a los Estados Unidos se vio caracterizada por una marcada diferencia de criterios con su par norteamericano. El tratamiento de la crisis de Centroamérica y la negociación de la deuda externa de la región sellaron la crónica de un divorcio anunciado. Las renacientes democracias latinoamericanas contemplaban con cierto asombro el despegue económico chileno en los años finales de la dictadura del general Pinochet. En la óptica estadounidense la Doctrina de la Seguridad Nacional seguía constituyendo un buen antídoto contra la democracia trasandina.
Los “demoledores” del Muro de Berlín de hicieron suyas las palabras de Ralph Miliband cuando en 1985 expresara que “para que hubiera adoctrinamiento no es necesario que haya control monopólico de la oposición; sólo es necesario que la competencia ideológica sea tan desigual que brinde una ventaja abrumadora a uno de los lados contra el otro. Y ésta es precisamente la posición que prevalece en las sociedades capitalistas avanzadas”.
Es así que en los inicios de la última década del siglo XX comenzó a cultivarse el dogma del pragmatismo como fórmula superadora de cualquier otra filosofía de gobierno. En tal sentido el politólogo australiano Kenneth Minogue apuntaba que “la ideología participa de todo el oportunismo de cualquier uso político del lenguaje. El hilo de sus argumentos es perfectamente capaz de deslizarse de una connotación a otra, dejando una estela denotaciones mutiladas a su paso. A veces los giros y vueltas de la teoría y los accidentes de la historia dejan a las palabras apuntando a todas las direcciones”.
Tal vez entonces, la lucha dialéctica entre los accidentes de la historia y los giros y vueltas de la teoría sea la causa eficiente en la cual se hundan las raíces del pragmatismo, cuya acción práctica no consistiría en someter a juicio o crítica las realidades políticas existentes, sino en trascenderlas sintetizando su valor conjunto.
A pesar de que los hechos producidos en Europa del Este tras la disolución de la Unión Soviética sirvieron como estímulo político para los adalides del marketing de la retórica, es bueno recordar la idea central del discurso de John Kennedy pronunciado en la Universidad de Yale en 1962: “Los problemas nacionales más importantes de nuestro tiempo no se relacionan con choque básicos de filosofía e ideología, sino con medios y arbitrios, soluciones complejas a problemas difíciles y pertinaces. Lo que está en juego hoy en nuestras decisiones económica no es una gran guerra de ideologías contrarias que arrasará al país con pasión, sino la administración práctica de una economía moderna”.
Medios y arbitrios para solucionar los problemas del Estado (principalmente los vinculados a su política exterior) no sólo deberían basarse en un lenguaje definido, sino hallarse respaldados en una indispensable política de consenso interno en los temas que preocupan el interés de nuestras generaciones.
Ricardo H. Bloch. Septiembre de 1991.-