El futuro de China después de ser la gran fábrica de Occidente

El futuro de China después de ser la gran fábrica de Occidente

Acaso de un modo sólo comparable a la impresionante transformación de la Unión Soviética tras la Primera Guerra Mundial, China ha quemado etapas históricas a una velocidad vertiginosa. Tras la implantación del comunismo, el fin del catastrófico Gran Salto Adelante, la pobreza y el rápido crecimiento de su economía gracias a su demografía, China afronta ahora una nueva fase que, en muchos sentidos, ha de definir su papel en el futuro: de un país manufacturero e industrializado a uno orientado a los servicios.

¿Cómo ha cambiado China? De la respuesta a esta pregunta no sólo depende su porvenir, sino también el de su entorno y el de Occidente, que durante décadas ha encontrado en China una forma de deslocalizar industrias y producir de forma barata para mercados ricos. El crecimiento de otros países que sirven a idénticos propósitos, la gestación de la clase media y su capacidad para convertirse en un referente tecnológico son cuestiones que pueden definir las décadas por venir.

De ahí que sea interesante observar en qué aspectos claves ha cambiado o está cambiando la enorme economía china, cuáles son sus debilidades y sus riesgos y cómo se amolda un sistema político iliberal y no democrático a los intereses de una población cada vez menos pobre y, quizá, más interesada en la participación política. El paso del mundo subdesarrollado a la vanguardia del planeta se ha realizado en escaso medio siglo. ¿Qué le depara el siguiente medio siglo?

El principio del fin de la deslocalización

La campaña presidencial estadounidense ha vuelto a poner sobre la mesa un viejísimo debate sobre la naturaleza de la economía globalizada. El movimiento demográfico que apoya a Donald Trump lo hace, a priori, sobre la base de la decadencia de un determinado sector de la clase trabajadora blanca, perjudicada en su mayoría por la retirada de fábricas estadounidenses en beneficio de China y otros países del sudeste asiático. Siguiendo el debate norteamericano y la preeminencia de Trump en los medios de comunicación, pareciera que la deslocalización es un elemento central al futuro próximo de la economía global.

Nada más lejos de la realidad. Si bien es cierto que la economía China se ha beneficiado enormemente de su capacidad de ofrecer un gigantesco volumen de mano de obra barata a industrias multinacionales, el proceso, aún no revertido, es insostenible a medio y largo plazo. La entrada en la Organización Mundial del Comercio en 2001 permitió al régimen comunista acceder a los mercados internacionales, servir de piso para la deslocalización de numerosas industrias y liderar el sector manufacturero gracias a su privilegiada posición en el continente asiático y a su excelente cadena de intermediarios y modelos de escala.

 Los trabajadores chinos ya no son tan baratos como antes, y los salarios en los países occidentales han caído. La brecha entre un mundo y otro se ha estrechado

Al margen de las consecuencias que haya podido tener en la clase trabajadora europea y estadounidense, el impacto de la industria deslocalizada ha cambiado la sociedad china. La prosperidad ha permitido florecer a una clase media urbana cuyas aspiraciones salariales han crecido. Pese a la relativa carencia de regulaciones laborales, los trabajadores chinos ya no resultan tan baratos: cobran más, lo que, unido al descenso de los salarios de los trabajadores occidentales, ha reducido significativamente los beneficios de deslocalizar una fábrica. Las ventajas son menos claras.

Lo explica Ben Heineman Jr. en The Atlantic. De forma paralela al aumento de salarios en los países asiáticos (que dominan alrededor del 46% de la producción manufacturera global), hay otros elementos que explican el posible declive de la deslocalización. Por un lado, la automatización: los trabajadores cada vez son menos necesarios. Si en 1980 el 20% de la fuerza laboral mundial trabajaba en el sector industrial, hoy la cifra se ha reducido al 9%. Más robots implica que la inversión en salarios es menos determinante.


Por otro lado, las ventajas de integrar el proceso productivo. La deslocalización se ha basado también en la externalización de servicios. En vez de fabricar uno mismo la carcasa del teléfono, se delegaba en una tercera empresa, también china. Las multinacionales se han dado cuenta, sin embargo, que les resulta más ventajoso tener un control total del proceso: desde la creación de los objetos en sí mismos en fábricas poseídas por la empresa hasta la integración del sistema logístico y de innovación en un mismo lugar físico, cercano, accesible.

 Los procesos de integración, han descubierto las empresas, son más productivos y promueven más la innovación que la separación

Dicho de otro modo: les resulta más eficiente tener la fábrica, el departamento de I+D y el call center en un mismo lugar, antes que separados (Nearshoring) a miles de kilómetros de distancia, con sus consecuentes gastos logísticos.

A la suma de los factores anteriores (reducción de la brecha salarial, innovación tecnológica y transformación del proceso productivo), hay que añadir el alto coste mediático y social de la deslocalización (malas condiciones laborales de los trabajadores asiáticos, que a menudo se salda con sus propias vidas) y la progresiva adopción de regulaciones. Y no sólo eso, sino el crecimiento del mercado asiático. China ya no produce para exportar, sino para su propio mercado interno, en el que las multinacionales tienen una posición prominente (y es gigantesco).

 Se acabó el offshoring. Ahora es Nearshoring.

Innovación y ciencia: los pasos a seguir por China Si resulta improbable que el futuro de China pase por continuar exprimiendo su infinita y enorme máquina exportadora, ¿cuáles son las alternativas que tiene en el camino? He aquí donde entra en juego el proceso de inversión en otros sectores (Países) que las autoridades chinas han alentado durante la última década. Desde ideas de posibilidades innovativas limitadas, como la creciente, gigantesca burbuja inmobiliaria en la que el país se ha sumergido durante los años recientes, hasta la toma del podio de la investigación científica en un tiempo récord.

Este último, por ejemplo, es un modelo interesante. Lo explica la BBC en este fantástico reportaje: hace tan sólo un puñado de años, China estaba a la cola en investigación científica. Desde entonces se ha puesto a la cabeza (segundo líder en publicación de papers), con proyectos tan impresionantes como el radiotelescopio más grande del mundo, submarinos capaces de llegar a las profundidades más remotas del fondo oceánico o investigaciones de carácter genético capaces de devolver la vista a personas ciegas.

China lleva un lustro de freno económico. En 2017, su crecimiento interanual tocó un mínimo histórico en las dos décadas anteriores, y en 2019 continuará así

China quiere cambiar, y es consciente de que lo necesita para seguir siendo competitiva y puntera en el mundo que está por venir. Su transformación no está exenta de problemas o dificultades. El año pasado, por ejemplo, los mercados chinos se vinieron abajo: la intervención de las autoridades gubernamentales y la devaluación de la moneda china manifestaron ciertas debilidades estructurales en la economía financiera china, además de una preocupante volatilidad. El crecimiento interanual registró un mínimo histórico: un 6,9%, el más bajo desde principios de los '90.

Lo cierto es que el crecimiento de China se ha ralentizado de forma notable durante el último lustro. ¿Consecuencia del progresivo giro de la economía china, orientada ahora al consumo interno y a los bienes de consumo y servicios antes que a la exportación barata al resto del mundo? Posiblemente. Pero las cifras importan: China aún está un paso por detrás, en términos de riqueza, del resto del mundo desarrollado. Y el modelo autoritario del partido comunista chino se sostiene sobre el vertiginoso crecimiento de la economía.

De ahí que sus cifras de crecimiento para 2022 (un 7,5%) tan sólo estén diseñadas para mantener la ficción. Lo más probable es que China continúe creciendo mucho durante los próximos años, pero a menor ritmo (para 2022, quizá un 6,7%). Como apunta Bloomberg, aún hay espacio para el crecimiento, pero encuentra otro problema en el futuro cercano: el inicio de la decadencia demográfica de China, cuya política de hijo único y estandarización de la tasa demográfica al modelo occidental le va a convertir en un país viejo.

China ahora puede pasar de una economía exportadora a una centrada en su gigantesco mercado interno, en proveer de bienes y servicios

De modo que, ¿cómo pueden afrontar los dirigentes chinos la necesidad de seguir creciendo rápidamente sobre un modelo que dependa menos de las exportaciones y que se amolde a su nueva realidad social y económica? En McKinsey ofrecen algunas pistas. Una importante es el consumo interno. China cuenta con unas tasas de consumo menores al del resto de países occidentales, y necesita activarlo. El giro hacia una economía de bienes y servicios es posible ahora que el 75% de la población urbana china es clase media (el éxodo rural ha sido clave).

El estado necesita que los chinos compren coches, viajen, y adquieran productos para sus casas y vidas diarias. Por su parte, se ha encargado de facilitar la movilidad a nivel interno, invirtiendo en infraestructuras el 8% de su Producto Interior Bruto anual (una cifra incomparable al resto de países de su escala). Por ahí se cuela también el comercio digital, en el que China, gracias en gran medida a gigantes como Alibaba, no tiene competidor. Su predominio se cimenta tanto en el mercado interno como en el exterior, y prueba la progresiva importancia que el mercado de bienes (y servicios) está ganando en China.

A lo anterior hay que sumar el papel de China como banco financiero del resto del planeta. Mientras una sustancial parte de la gigantesca deuda de Estados Unidos pertenece a China (alrededor de 1,4 trillones de dólares), y sus inversiones y préstamos a países de otros lugares del mundo han crecido un 44% desde 2007. La situación es especialmente evidente en África, donde el gigante asiático ha puesto dinero allí donde ha hecho falta (son las constructoras y los emprendedores chinos los que están construyendo infraestructuras y levantando proyectos en el África sub-sahariana, no Europa o Estados Unidos). Es sólo una pequeña parte de su gigantesco pastel inversor.

Todo ello mientras renueva, moderniza, reorienta y mantiene su mercado manufacturero. China sigue acaparando alrededor del 40% del mercado global de exportaciones en sectores tan relevantes como el calzado o los textiles. El ocaso de las industrias deslocalizadas en el país aún está por llegar, y pese a que la transformación de su economía es una realidad (manifestada, de forma quizá más evidente, en su menor dependencia del carbón y alucinante nueva inversión en energías renovables, donde ya es líder mundial), la industria manufacturera va a seguir espoleando el crecimiento chino durante años.

De cómo salga de ella depende el futuro de China.

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