El terraplanismo de la sexualidad
El conocimiento del ser humano sobre el mundo y sobre sí mismo ha ido creciendo en progresión geométrica en los últimos quinientos años. Para ello, la ciencia moderna se ha ido diversificando y especializando, a la par de desarrollar epistemologías, metodologías y lenguajes apropiados para sus campos de estudio, que garanticen la máxima rigurosidad y el menor sesgo posible. En ese desarrollo, un conjunto de disciplinas ha estudiado también la sexualidad en los últimos cien años.
En su tarea, el conocimiento científico se ha topado con no pocas resistencias derivadas de la instalación de conocimiento precientífico en las sociedades muy arraigado. Uno de los ejemplos más elocuentes es la subsistencia, a medio milenio de conocerse la redondez de la tierra, de los llamados “terraplanistas”, personas y grupos de personas que siguen asegurando que la esfericidad terráquea es un invento. A los tales no importa ningún argumento o prueba; toda evidencia que se les ponga delante será siempre tachada por alguna razón, descalificadas las comunidades científicas que las desarrollan y despreciado todo el conocimiento al respecto. Sencillamente, para ellos, es casi materia de fe.
Así subsisten a la fecha muchas expresiones de pensamiento mítico precientífico. Sin embargo, de la mano con ese oscurantismo, camina otra clase de resistencia que proviene de una mirada simplista y decimonónica de lo que es el conocimiento científico. Este otro grupo no niega la evidencia científica, pero se acoge solamente a la que sirve de sustento a sus prejuicios, sin importar si esa evidencia ha sido superada por otra más contundente a posteriori y solo representa un estadio del conocimiento o un conocimiento no concluyente, o –como rezago del positivismo del siglo XIX– avala como científico solo aquello que proviene de la llamada prejuiciosamente también “ciencia dura”.
El campo de la sexualidad humana es uno de los territorios en que esta resistencia a la verdad científica tiene lugar con mayor estridencia. Tradicionalmente opuestos a los resultados para el conocimiento de la “ciencia dura” –la evolución de las especies, por ejemplo, o el origen del universo–, los negacionistas de la diversidad sexual arremeten contra esta apelando casi siempre a la “biología”, entendida por aquella que miraba la sexualidad de una manera exclusivamente binaria hasta mediados del siglo pasado, época en que muchos de estos negacionistas recibieron su educación básica.
En contraparte, todo el conocimiento multidisciplinario desarrollado por las ciencias de la conducta (psicología, psiquiatría), de la sociedad (sociología, antropología) o de la medicina (neurociencia, genética, neuropsicología), de la mano con la “ciencia dura” y con reflexión filosófica por medio, es despreciado y calificado como “ideología de género”. La base para esta descalificación es el dogmatismo en relación con el mismo conocimiento biológico de hace más de un siglo que, por entonces, estos mismos grupos humanos despreciaban por convicciones religiosas, considerando que atentaban contra la verdad de la creación divina. Vaya paradoja.
El dogma judeocristiano instaló hace 1500 años en Occidente la mirada binaria, heteronormativa y primacista masculina de una sexualidad meramente procreativa y culposa. Aunque en su lugar de origen –Europa– su resistencia al conocimiento científico ha ido cediendo terreno, se mantiene vigente en minoría; en cambio, subsiste con mucho mayor vigor en lugares como América Latina y los Estados Unidos. Desde allí se diseminan narrativas negacionistas del conocimiento actualizado sobre sexualidad humana equivalentes al terraplanismo. Es un “terraplanismo” de la sexualidad.
Por sorprendente que parezca, siguen calificando la homosexualidad, la bisexualidad y las identidades transgénero como “desviaciones”, “perversiones” y “trastornos mentales”, pese a que las ciencias de la conducta, tras casi un siglo de investigación, han descartado que sea así. Señalan que la exclusión de estas formas de diversidad sexual del listado de trastornos mentales fue un “consenso político” acordado en un “referéndum” como si se tratase de un complot y no, efectivamente, del consenso científico de quienes tras un siglo de investigación no encontraron ninguna base para seguir patologizando desde los rezagos de una ideología religiosa lo que es simplemente una característica normal humana.
Siguen hablando de la “disforia de género” para referirse a la condición de las personas trans, cuando la psicología actualizada ha abandonado esa terminología para hablar de “incongruencia de género”. Y no se trata de un eufemismo político para hablar de lo mismo: el enfoque es distinto, porque la incongruencia es nada más que la autoconciencia disidente de la asignación de género recibida en la niñez sin que implique necesariamente un rechazo hacia la propia persona.
Además, el autorrechazo llamado disforia no es exclusivo de personas trans ni por asuntos de género: toda persona que rechaza algo de sí mismo sufre de alguna forma de disforia y en cierta manera no hay ser humano que no la haya sufrido. El autorrechazo de género es un trastorno que las personas trans sufrimos cada vez menos a medida que vamos entendiendo que la incongruencia de género no es ninguna anomalía o condición de qué avergonzarse y que vivir en la clandestinidad, que es lo que en realidad ocasiona el sufrimiento psicológico de cualquiera.
Continúan señalando que “solo hay hombre mujer porque así Dios los creó” haciendo caso omiso a toda la evidencia científica sobre la intersexualidad, una condición biológica que desdice el binarismo tradicional y que comporta al menos dos por ciento de los nacimientos en el mundo. Le siguen llamando “errores” o “anomalías” a pesar de que la ciencia médica lo ha descartado por tratarse de una interpretación sesgada de los datos, puesto que las personas intersex que han podido vivir como tales sin intervención quirúrgica no autorizada al nacer (que la OMS califica como tortura) no reportan ningún problema de funcionalidad distinta a la de cualquier otro ser humano.
Desde otro plano, hacen mofa de orientaciones como la bisexual y pansexual, o de identidades como el género fluido o el no binario, cuando ya desde el famoso informe Kinsey –fruto de la investigación realizada por el científico Alfred Kinsey y otros colegas norteamericanos a fines de 1940 e inicios de 1950– se sabe que en la realidad, las identidades y orientaciones sexuales humanas heterosexuales "puras" conforman una minoría en un amplio espectro de posibilidades; dato refrendado hoy por la neurociencia, que como explica la científica Daphna Joel, citada por la neuropsicóloga peruana Alejandra Hernández Muro, entiende al género como un mosaico
Ciertamente llegará el día en que los “terraplanistas” de la sexualidad, igual que sus congéneres del terraplanismo original, comporten apenas un pequeño grupo humano negacionista, radical y fanatizado, cuya influencia en las conductas sociales será igualmente mínimo; pero, en el entre tanto, hoy, el daño que infligen a las personas sexogenéricamente diversas –lesbianas, gays, bisexuales, trans, intersex, queer, asexuales y demás identidades– todavía es sustancial, real, palpable y sumamente peligroso, toda vez que cuenta con líderes políticos, mediáticos y religiosos que se encargan desde sus posiciones de poder de ponerse sobre la ley para incitar a la discriminación en la sociedad.
Por ello, es necesario que las fuerzas vivas humanistas de la sociedad, sin importar su orientación política, filosófica o religiosa, alcen su voz y pongan freno a esta clase de terraplanismo de la sexualidad, exigiendo que se cumplan las leyes que protegen a las personas de la discriminación por identidad de género u orientación sexual. Callar, en este caso, es hacerse cómplice.