LOS FALSOS DILEMAS QUE NOS DIVIDEN

LOS FALSOS DILEMAS QUE NOS DIVIDEN

Hoy me bloquearon en Twitter. No puedo decir que quien lo hizo fuese una amiga, pero sí un contacto que me pareció interesante, a quien he guardado y guardo respeto pese a las discrepancias políticas. Confieso que, en más de una ocasión, he preferido no comentar publicaciones suyas con las que no estaba de acuerdo, y que en cada caso evalué si de verdad era necesario hacer pública mi discordancia y decidí muchas veces que no, que prefería mantenerme en contacto con ella para conocer sus puntos de vista.

Esta vez en cambio, después de darle algunas vueltas, decidí responder un comentario suyo en esa red social en que, con un listado de hechos, concluía que vivimos en un régimen cuasi dictatorial. Le señalé en mi retuit que eran medias verdades y expliqué por qué pensaba eso. Me respondió y, acto seguido, me bloqueó, reacción que me dejó consternada. No que antes no me hubiesen bloqueado –quizás con justa razón en algunos casos por la vehemencia de algún comentario–, pero en esta ocasión el sentimiento derivaba de una comprobación que resulta en extremo dolorosa: los peruanos no nos estamos escuchando.

Si lo hiciéramos, tal vez otro sería el cantar en nuestra sociedad. ¿Pero por qué no lo hacemos? Quizás porque tenemos temor de comprobar que nunca tenemos “toda” la razón y que probablemente nuestro contrincante ocasional enfoca algún punto de una manera que no habíamos considerado, desafiando la “verdad” que teníamos por absoluta.

Pese a la consternación, me he detenido a leer la última respuesta que recibí de esta conocida tuitera antes de bloquearme. Ella señala que los asesinados fueron acribillados y que las necropsias confirman muerte por proyectil de arma de fuego. A continuación, asegura que, si eso me parece “ok”, entonces “no compartimos valores”. No tuve ocasión de replicarle que no me parece “ok”. Que jamás podría parecerme “ok” y que, en ese punto al menos, claro que compartimos valores. No entiendo de dónde deduce ella que puedo justificar o minimizar esas muertes.

Y es que no nos escuchamos. Estamos siendo incapaces de leer al otro con detenimiento, tratar de quitarnos nuestros anteojos para ponernos el ajeno, y hacemos deducciones y lanzamos afirmaciones con las que ahondamos el abismo que nos separa. Este artículo trata de acoger ese punto de vista contrario (o aparentemente contrario) e invita –ilusamente quizás– a que todos hagamos lo mismo.

Porque, en efecto, las veinticinco muertes son injustificables. Las circunstancias en que se produjeron tienen que ser esclarecidas y los responsables, si los hubo de manera calificada o culposa, deben ser juzgados y condenados. Y no por el fuero militar como si se tratase de faltas de función, sino por la justicia común, por jueces penales de la República. ¿Ves, estimada tuitera, que no me parece “ok” y que sí compartimos valores? No queremos volver a los años 80 y 90, cuando se pasaron por agua tibia execrables crímenes cometidos por miembros y grupos de las fuerzas del orden.

Pero tampoco queremos volver a los años 80 y 90 cuando grupos de personas se creyeron por encima de la ley en nombre de su causa “revolucionaria” y cometieron terribles actos terroristas con el fin de imponer su proyecto político, llevándose por delante vidas humanas y bienes públicos y privados, agudizando los problemas socioeconómicos del país.

No queremos volver a esos tiempos en que esos execrables crímenes también quisieron pasarse por agua tibia, con aliados políticos en distintas instancias llamando a sus autores “luchadores sociales” y justificando sus acciones en nombre de la “justicia social”.

No queremos ni lo uno ni lo otro. ¿Compartimos valores también en eso estimada tuitera? ¿También creemos que, así como el Estado no tiene permiso de quitar la vida de nadie en nombre del orden social, igual ningún ciudadano tiene permiso para poner como carne de cañón a niños y adolescentes, agredir salvajemente a policías y civiles, secuestrar, incendiar, destruir, bloquear vías y aeropuertos; apedrear ambulancias, camiones de bomberos y vehículos de transporte público con pasajeros; exponer al peligro y dejar morir a pacientes que viajan para delicadas operaciones o tratamientos; todo en nombre del hartazgo o, lo que es peor, para respaldar a un presidente que ha roto el orden constitucional o imponer una agenda política?

¿Estamos de acuerdo en que la justicia penal debe juzgar y condenar a quien cometa esos actos, sin distinguir si son militares, policías o “luchadores sociales” del “pueblo”?

Necesitamos escucharnos. Porque señalar que hay excarcelados por terrorismo y miembros de las organizaciones de fachada de Sendero organizando la violencia desatada en el país no significa terruquear a los ciudadanos que protestan –a menos que estos ciudadanos participen de los actos violentos– ni cerrar los ojos ante la postergación socioeconómica en que vive una gran parte del país a causa de la corrupción, indolencia e ineptitud de los sucesivos gobiernos nacionales y regionales.

Porque respaldar la sucesión presidencial tras la vacancia del expresidente golpista tampoco significa ser aliados de Dina Boluarte. Ni creer que el Congreso actuó en legítima defensa del orden constitucional implica que se quiera permitir a los actuales congresistas que permanezcan en sus curules en caso de adelanto de elecciones. Así como tampoco negarse a una Constituyente implica desconocer que existe la necesidad de reformas políticas que cierren el paso a la inestabilidad, corrupción, falta de regulación y al ingreso de nefastos candidatos a los puestos públicos.

Los peruanos necesitamos escucharnos. Llegar a consensos sin necesidad de renunciar a convicciones. Abandonar los falsos dilemas que nos dividen. De lo contrario será imposible salir de esta crisis sin que un bando u otro se sienta en obligación de recurrir a la brutalidad. A menos que eso sea lo que se esté buscando.

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