POR QUÉ NO ES NECESARIA UNA CONSTITUYENTE
Como bien señala la izquierda, los problemas del Perú empezaron hace doscientos años, cuando la élite criolla diseñó una república a su medida, dejando excluida del desarrollo a gran parte de la población. Al acabar las guerras de la Independencia, en 1824, en un país con una población de 1,3 millones de personas, Lima no llegaba a los sesenta mil habitantes, de los cuales 80,9 por ciento eran blancos europeos y criollos. Y hacia 1867, al menos el 87 por ciento de la población peruana era analfabeta. Con razón Humboldt dijo que Lima estaba más cerca de Londres que del Perú.
Esa situación empieza a revertirse empezando el siglo pasado. Para 1920, en vísperas del centenario de la Independencia, la población limeña estaba por llegar a los trescientos mil habitantes. Para 1940, se había pasado el medio millón. En 1970, esa cifra se multiplicó por cinco, y la capital llegó a los tres millones. Hoy se dirige a los once millones.
Y así como de representar el cinco por ciento del país Lima pasó a ser casi un tercio de la población peruana, con una poderosa impronta provinciana (el 78 por ciento pertenece a los sectores C, D y E), también los equilibrios sociales y políticos han cambiado drásticamente en el país. La cara del Perú es otra, sobre todo desde 1968. Aquella vieja oligarquía criolla que instaló la llamada “república aristocrática” y que gobernó el Perú durante un siglo, había sido borrada del mapa para dar paso a nuevos ricos y poderosos, provenientes en su mayoría de las inmigraciones extranjeras y provincianas, una nueva élite empresarial.
Por su parte, la representación política, a partir de los años ochenta, se democratizó. No más los congresistas provendrían exclusivamente de las élites limeñas o provincianas, y aunque se tuvo mandatarios provincianos desde siempre, hacia los años 2000, también la presidencia de la República pasaría a manos de candidatos de innegable extracción popular. Aunque ni el primer Alan ni el propio Fujimori formaban parte de ninguna élite cuando llegaron al poder.
Lo que no ha cambiado gran cosa, en cambio, es el paradigma económico heredado de esa élite criolla que fundó la república: el mercantilismo, el modelo mediante el cual el Estado y las élites económicas conforman una alianza de mutuo beneficio, cada vez más disimulado y sofisticado, por supuesto. En este paradigma, bien expresado en el antiguo adagio latinoamericano “Vivir fuera del presupuesto [público, se entiende] es vivir en el error”, el bienestar social, el cierre de brechas, ha sido lo último que ha importado en doscientos años.
Ya en la década de los años cincuenta, ante la presión de los movimientos de masas (el APRA, la izquierda marxista y el desarrollismo) por mejores condiciones para la población, Pedro Beltrán intentó introducir la fórmula que permitiría al país superar ese modelo mercantilista: la tecnocracia liberal. Pero no fue debidamente comprendido, hasta que, a inicios de los años noventa, el equipo económico que acompañó a Alberto Fujimori retomó esa senda mediante las medidas de liberación de la economía que se aplicaron, y que una década después llevaron al Perú por la senda del crecimiento macroeconómico.
Sin embargo, el proceso de liberación económica, que había primero planteado Mario Vargas Llosa desde el Movimiento Libertad a fines de los años ochenta, se vio trunco ante la inercia poderosa del mercantilismo, con un nuevo protagonista: las élites empresariales, de la mano con el Estado.
Pese a ello, la estabilidad monetaria y el crecimiento económico que este proceso liberalizador trajo consigo en manos de la tecnocracia, permitieron al Perú alcanzar metas largamente acariciadas desde los días fundacionales de la República. Así, para la década del 2000-2020, la pobreza y extrema pobreza se habían reducido de 59 a 20 por ciento y de 11 a 3 por ciento, respectivamente; mientras que para 2018 habíamos alcanzado una alfabetización cercana al 97 por ciento.
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La crisis sanitaria por el Covid-19 se encargó de aterrizarnos más allá de las cifras macroeconómicas y algunos índices sociales, para mostrarnos que pese a toda la estabilidad y crecimiento logrados, los sucesivos gobiernos nacionales y regionales de los últimos treinta años habían sido incapaces de transformar esa oportunidad en un cierre de las brechas sociales y de la vulnerabilidad de quienes ya habían traspuesto el umbral de la pobreza; es decir, desperdiciaron la oportunidad de ofrecer bienestar a la población, traducido en más y mejor educación, atención universal con salud pública de calidad, seguridad ciudadana, infraestructura para el desarrollo, regulación eficaz de los servicios públicos y una administración de justifica eficaz.
Esa es la deuda social del Estado para con el país. No es la generación o distribución de riqueza, que siempre termina en distribución de pobreza, sino la gestión responsable y, sobre todo, honesta de los recursos generados en beneficio de todos los peruanos. Por el contrario, los últimos treinta años fueron escenario de los escándalos de corrupción política más grandes de nuestra historia, y con razón el ochenta por ciento de la población prefiere mantenerse al margen de ese país formal, que no mueve un dedo si no es para sus intereses particulares.
La sensación de hartazgo de la población, multiplicada en muchas regiones y comunidades postergadas, aunque también presente en ese 78 por ciento de limeños de los estratos C, D y E, tiene un asidero: presidentes, gobernadores regionales, alcaldes, congresistas han demostrado que siguen gobernando bajo el paradigma mercantilista, como a inicios de la República. Y eso sigue excluyendo a las mayorías del bienestar prometido.
No obstante, en el legítimo rechazo al estatus quo se producen tres fenómenos que distorsionan su evaluación situacional: uno, el endose de la responsabilidad únicamente al gobierno central, cuando tenemos administraciones regionales desde hace casi veinte años; dos, la suposición de que ese es solo un problema provinciano y no capitalino también; y, tres, la falacia de que es un problema de naturaleza económica, cuando en realidad se trata de un problema de índole política.
El modelo de libertad económica no es el que ha fallado: es el sistema político. Cualquier modelo económico tiene por objeto generar riqueza y estabilidad monetaria, y en eso el modelo peruano de los últimos treinta años ha sido eficaz. En cambio, el sistema político tiene como fin administrar los recursos con responsabilidad y eficacia, y ha fracasado por corrupto. ¿Qué toca cambiar entonces? ¿El modelo económico o el sistema político?
Por eso, la propuesta de una Asamblea Constituyente resulta innecesaria y peligrosa, toda vez que los sectores de izquierda manifiestamente se han propuesto derribar el modelo de libertad económica como si fuese el origen de la crisis nacional, para reemplazarlo por otro que ha fracasado una y otra vez en cada país en que se ha querido imponer. Esta izquierda utiliza el justo hartazgo de la población para proponer un remedio peor que la enfermedad, un "nuevo" sistema político y económico que aquí mismo, hace cuarenta años demostró ser un fracaso y nos llevó a la ruina hacia mediados de los años ochenta.
Sería necio echar por la borda lo logrado con tanto esfuerzo en las tres últimas décadas. Tomemos el toro por las astas, exijamos las reformas políticas básicas a este Congreso de cara a las elecciones adelantadas de 2024, elijamos al gobernante y Congreso que garanticen mejor la continuidad de esas reformas hasta conseguir un sistema político que permita gestiones honestas, sensatas y comprometidas con el bienestar de los peruanos.
En eso concentremos nuestras energías, no en la destrucción y no en peligrosas propuestas constituyentes que sectores de izquierda o derecha usen como coartada para instalar modelos colectivistas nefastos o perpetuar el mercantilismo.