Emigrar con canas

Emigrar con canas

En Venezuela acostumbraba a bajar todos los domingos a las playas de la Guaira, en esa arena mis hijos se revolcaron hasta que le crecieron raíces. Sembraron ese acento sabroso, pidieron la bendición al menos cuatro veces al día, aprendieron andar en bicicleta al mismo tiempo que asimilaban cada trancazo en el camino a la casa, hasta que un día el retorno se prolongó más de la cuenta.

Tuve que dejar los adornos de mi vida en la casa donde crecimos como familia. Dejé cada “cumpleaños feliz” en la sala, las discusiones sobre política en el comedor, todos mis colores en cada flor del jardín y a mis dos hijos justo en el lugar donde comenzó todo; mi corazón.

Sí, como muchos venezolanos tuve que arrastrar por el suelo de Maiquetía mis maletas ligeras de peso para el viaje hacia México, pero repletas de nostalgia y fortaleza para adaptarme a mi nueva vida. En este plan voy de la mano con uno de mis hijos, pero hay dos que aún se quedan en la diáspora venezolana.

Antes del viaje conocía el proceso que viven los jóvenes emigrantes. Ellos lo dejan todo, carrera universitaria, puestos de trabajo, familia y sueños. Algunos están dispuestos hacer lo que nunca hicieron en su país; limpian pisos ajenos, trabajan de meseros y una buena propina es la bendición de ese día, ayudantes de cocinas quienes jamás frieron un huevo. Pero durante este proceso de conquista; sus miedos, nostalgias, frustraciones, pronto serán sanados, porque para los jóvenes socializar es una regla, ellos van camino a defender aquello que les fue arrebatado: oportunidades para triunfar.

Pero poco o nada se habla de aquellos que hemos emigrado metiendo la vida en un par de maletas con las canas a cuesta. También he dejado mi empleo, a mis alumnos, muchos años de experiencia en mi país, sin embargo, a quienes llevamos las canas al aire nos cuesta conseguir trabajo, entonces me hago la siguiente pregunta:

¿Qué puede hacer una persona de 50 años en un país como México?

“Hay que bailar pegado”, los amigos quedaron para las redes sociales, las salidas a comer helados se piensan dos veces porque la gasolina, las casetas de peaje y los estacionamientos son muy costosos. Definitivamente lo pensamos antes ir a “dar una vueltica”; así comienzas a refugiarte con las cuatro paredes de una casa sustituta. Agradeces al país que te acogió, pero extrañas todos los días al tuyo y la vida que has dejado embalada en la casa de Caracas. La nostalgia se te sienta al lado y quieres regresar, hasta que prendes el televisor y ves las noticias, es allí donde te invade el temor de que quizás no tengas tiempo para ver a una Venezuela libre.

Mi hijo mayor me ha traído hasta este destino, él ya tenía tres años de experiencia como inmigrante, yo apenas tengo uno y medio; me despedí de mis otros dos hijos con la firme promesa de reencontrarnos en tres meses y ya voy para dos años sin abrazarlos. Ellos son mi primer y último pensamiento del día, los extraño hasta cansarme de llorar, porque sí, todos los días derramo una que otra lágrima por los hijos ausentes, por las familias que parecemos un mosaico roto, por la Venezuela que dejé con sus guacamayas azules revoloteando por un cielo que no tiene comparación. 

Mientras tanto, respiro y valoro esta vida que Dios me ha concedido. Mañana después de 18 meses en México veré la playa, sí la misma que visitaba el mar todos los domingos ha tenido que esperar año y medio para volver hacer la cita con la arena y el agua salada.

Mi destino está a seis horas de camino; pero no importa, me voy a sentar a la orilla del mar y quiero divisar el horizonte porque sé, que a 5.000Kms está mi país y allá con mis canas, mis recuerdos, mi vivencia y mi arraigo me estará esperando algún día, no para despedirme, sino para arroparme con las alas de las guacamayas, las hojas de sus árboles coloridos y mi hermosa bandera tricolor con las siete estrellas que en las noches de calma las busco en el cielo estrellado de México.

 

 

 

 

 


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