Espacios de certidumbre

Espacios de certidumbre

El ser humano se lleva mal con la incertidumbre. Por eso, cuando hablamos de ella, la acompañamos de verbos como soportar, tolerar, aceptar, … Incluso las autoayudas de turno, cuando proclaman la importancia de abrazarla, no dejan de interpretarla como algo a lo que hay que esforzarse por acercarse, igual que si nos proponen abrazar algo o alguien que nos produce un profundo desagrado.

Existe una única certidumbre que es la de la muerte, el resto es incerteza. Aun sabiéndolo racionalmente, a las personas nos es imposible vivir con esa realidad y buscamos certezas pues, como recordaba Viktor Frankl, lo incierto nos sume en una existencia provisional cuya duración se desconoce. La provisionalidad sin fecha de caducidad es como una muerte en vida porque sumerge a las personas en una parálisis permanente, en una incapacidad de dotarse de una idea de porvenir, y, con ello, de una idea de sentido. La provisionalidad sin fecha de caducidad convierte a quien se deja inundar de ella en un ser incapaz de asomarse al mundo, lo ahoga en una sensación de ajenidad donde se percibe y siente extraño al devenir del mundo “normal”, se encuentra temeroso de él e incapaz de asumir su ritmo y manera.

Nuestros tiempos actuales se enredan precisamente en esa incertidumbre y provisionalidad sin fecha de caducidad. Gobernantes, medios de comunicación y organismos varios conjugan sus mensajes beligerantes e hiperbólicos con realidades preocupantes no vividas en mucho tiempo (pandemias, guerras, ascenso del problema climático, crisis energética) que se suman a otras crisis ya recurrentes como la económica, y se aderezan con el componente tecnológico que proclama las virtudes de la fugacidad, la obsolescencia y la virtualidad. El resultado de este cóctel nocivo es la instalación de la sociedad en una provisionalidad que no caduca, pues a un acontecimiento le sigue otro y luego otro, y entre ellos no hay más conexión que el temor de un futuro peor que invita a que lo mejor sea no moverse, quedarse como uno está.

La derivada consecuente es la búsqueda irracional y fútil de remedios preventivos y el abuso de remedios evitativos (desde el hiperconsumo a la medicalización antidepresiva) que no acaban con la incertidumbre ni con la provisionalidad sin fecha de caducidad. No terminan con ella porque son precisamente la provisionalidad y la incapacidad de ver cuándo finalizará lo que mueve nuestro sistema productivo y económico actual. El asunto es mantenernos constantemente preocupados, ansiosos de prevenirnos y desazonados permanentemente para, de esta manera, prolongarnos en un estado de ajenidad que nos impide repensar y establecer nuevos cauces de vida como individuos y como sociedad.

Un ser racional ha de admitir la incertidumbre como hecho de vida y existencia, pero no convertirla en sentimiento. Una cosa es saber de lo incierto y otra es sentirse incierto. Saber de lo incierto implica un acto racional de reconocimiento a la par que de toma de distancia. Sentirse incierto supone interiorizar sentimentalmente la incertidumbre hasta hacerla un estado ánimo que nos perturba, paraliza, angustia y desvive. Quien sabe de lo incierto convive con ello sin rehuirlo, no permite que tome su control. Quien se siente incierto desoye cualquier tipo de responsabilidad de su vida y abandona toda esperanza para zambullirse en la tristeza, en la melancolía y en la sumisión.

La inundación mediática de peligros e incertidumbres ha empapado nuestras mentes y nuestros corazones de una provisionalidad sin caducidad de la que hemos de salir por nuestra propia salud y bienestar, tanto individual como social. Hemos de recuperar nuestros propios espacios de certidumbre, sentirnos ciertos dentro de la realidad incierta.

Necesitamos de las dos cosas. Un mundo totalmente cierto sería el reino del desasosiego y de la parálisis tanto como lo es un mundo en el que nada es cierto e interiorizamos el sentimiento de incertidumbre como parte de nuestro ser. Para recuperar el espacio de certidumbre hemos de comprender que, cuanto más lejos está el acontecimiento que nos preocupa de nuestra actuación, más multiplicamos la angustia de la incertidumbre. Hemos de otorgar protagonismo en nuestra vida a aquello sobre lo que podemos actuar, y centrar en ello nuestra naturaleza inevitable de preocupación. Solo de esta manera podemos hacer la transición de la preocupación a la ocupación, porque sobre lo que se actúa ya no hay incertidumbre.

En esa recuperación del espacio de certidumbre en un mundo incierto, conviene recordar cuatro factores que acompañan a la incertidumbre: el qué (el hecho que la provoca), el cuándo (el momento temporal), el dónde (el lugar espacial) y el cómo (la forma en la que puede ocurrir ese hecho). Cuanta más capacidad de actuación tengamos sobre el hecho incierto, más fácil es que podamos contestarnos al qué, al cuándo, al dónde y al cómo, y con ello habilitar un espacio de certezas.   

En este universo multi conectado que habitamos resulta fundamental establecer nuestro propio “condado” de certidumbres, nuestra propia zona de ocupación, y pasar en ella buena parte de nuestro tiempo. Cuando no existen límites en los que podamos actuar, hacemos nuestra la incertidumbre consustancial a la vida que azota a todos en diferentes formas y maneras, interiorizamos la incerteza no solo propia, sino también la ajena, y creamos un estado de ánimo triste y permanente que nos despide de la vida significativa y agradable.

Es momento de recuperar espacios de certidumbre.

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