Ética y cosmética
Adornar y adornarse es asunto natural en el ser humano. Algo ancestral nos empuja a lustrar los objetos exteriores y a lustrarnos nosotros también. El adorno posee una intencionalidad de distinción, de armonía y de belleza. El adorno busca resaltar aquello que nos hace distintos y, a la vez, configurar un conjunto que sea armónico y bello.
Lo cosmético pone orden a esa intención de destacar lo distinto de cada cual y de hacerlo armónicamente para resultar bello. Ornato, belleza y orden son las tres características que los griegos apreciaban en el cosmos y que derivaron a esa idea de cosmética. Así conceptualizada, la cosmética resulta una de las pocas características que nos ha sido común a toda la especie humana, independientemente de la cultura y de la época. De Oriente a Occidente, de tribus selváticas al mundo más rabiosamente urbano, la cosmética como forma de adornar lo distintivo, mostrar la belleza particular y proporcionar un orden, ha estado siempre presente y ha servido como forma de expresión, de identificación y de ordenación.
Esa concepción griega de lo cosmético poseía la intencionalidad de trasladar el cosmos ordenado, ornamentado y bello que nos preside a la mundanidad y a lo puramente terrenal. Pero en ese viaje, lo cosmético ha ido desprendiéndose progresivamente de profundidades para evolucionar hacia una identificación cuasi plena con lo superficial.
Hablamos de cambios cosméticos cuando se operan solo en la superficie, cuando no penetran más que la mera apariencia. Decimos de una decisión que es puramente cosmética cuando su intencionalidad es alterar lo irrelevante que se ve para que lo relevante, que es invisible, permanezca igual.
Este cariz y deriva de lo cosmético como trasunto que encuentra su punto y su final en lo epidérmico, tanto metafóricamente como en la realidad, marida a la perfección con la dinámica ultrarrápida que nos imponemos en nuestro mundo actual en la que la milésima de segundo es la unidad temporal por la que se miden las cosas. Esto hace que la apariencia se convierta en el fin en sí mismo, en un universo en el que se desarrollan técnicas de todo tipo y pelaje para causar una primera y, probablemente, última buena impresión. En una sociedad fugaz la apariencia es el único acceso que nos podemos permitir a las cosas y a las personas.
En este escenario, lo cosmético pasa a ser la técnica esencial que maquilla, que adorna y ornamenta lo epidérmico, lo superficial, que termina siendo principio y final de todo. Donde no hay cadencia solo hay aceleración, donde solo hay aceleración, solo hay superficie, donde solo hay superficie, solo hay epidermis y apariencia, donde solo hay epidermis y apariencia, solo hay cosmética.
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De ahí que la cosmética inunde ahora todos nuestros campos y todas nuestras edades. Lo cosmético está imbricado en la concepción de la política, de la economía, de la comunicación, de la cultura, de la educación y, por supuesto, de nuestro físico. Lo cosmético se expande a todas las edades, del viejo al joven, del adolescente al adulto. Y es que, si la apariencia manda, no debería causarnos extrañeza que sea lo cosmético, comprendido como el ornato de lo epidérmico, la técnica fundamental que se cultive hoy día, bien sea para integrarse en la tribu, bien sea para diferenciarse dentro de ella.
Aunque lo cosmético opera en la epidermis y puede ser removido fácilmente al estar en esa primera capa de la piel (nuevamente, metafórica y real), sus efectos permanecen mucho más de lo que desearíamos, aunque no seamos conscientes de ello. Lo cosmético puede ser borrado en apariencia, porque es eso, pura apariencia, pero en realidad ese borrado no es total, pues la acumulación y abuso de lo cosmético acaba afectando a la raíz. Igual que la piel sobre abusada de cosméticos se deteriora indefectiblemente, también el cuerpo social se daña cuando todo es cosmético, cuando solo manda la apariencia.
En el mundo cosmético de la apariencia, donde todo se quita y se pone rápidamente, el cinismo y la desconfianza encuentran su caldo de cultivo fundamental. La idea lampedusiana del cambiarlo todo para que todo permanezca igual se convierte en un mantra silenciosamente interiorizado que hace del cinismo una manera de desempeñarse por la sociedad, una estrategia inherente al auge de lo cosmético que se despliega frente a la desconfianza que mostramos ante un universo que solo es apariencia, y que no tiene su correlato coherente y significativo más allá de lo epidérmico.
Igualmente, lo cosmético convertido en valor cultural, en manera de vivir, posee una afectación sobre lo ético tanto en su especificidad como en su temporalidad. En su temporalidad, lo ético queda comprendido en microespacios temporales y se hace presa del cortoplacismo. Los juicios éticos se producen conforme a marcos temporales cada vez más inmediatos y cortos, afectando al devenir de nuestras vidas en el largo plazo, en eso que no nos es hoy visible pero sí lo será mañana con consecuencias nefastas (léase catástrofe climática, por ejemplo). Pero también afecta a la especificidad de lo ético, a lo que es juzgado, pues solo se juzga la eticidad de lo que es aparente, de lo que es fácilmente visible aquí y ahora, pero no se ahonda en lo que no es epidérmico, que queda ajeno a lo ético para ser simplemente materia de lo judicial.
En este mundo cosmético no deberíamos olvidar que, si existe la superficie, es porque también existe una profundidad que necesita ser atendida.