La Armada imposible
¿Alguna vez ha sopesado el peso que la suerte puede haber jugado en el logro de alguno de sus triunfos? ¿O se ha quejado de la mala fortuna por alguno de sus descalabros? Si tuviera que establecer un porcentaje que adjudicar a la suerte, como factor del éxito o del fracaso en sus proyectos, ¿qué cantidad le asignaría? ¿Estaría más cerca del 30% o del 10%?
En ocasiones pregunto a mis alumnos cómo distribuirían los porcentajes que atribuyen a diversos factores relacionados con el éxito en la vida. Muchos, asociados con posturas que podrían denominarse naturalistas, dan una importancia decisiva a la genética, y piensan que determina el 90% de nuestro destino. Les suelo responder que en ocasiones el 10% restante puede ser decisivo para marcar el porvenir personal. Otros dan más importancia al entorno, la educación y el desarrollo que los individuos experimentan, especialmente en la infancia y primera juventud.
En todo caso, podría considerarse que la familia en la que hemos nacido, y por tanto nuestro código genético, así como el medio en el que vivimos los primeros años son resultado del azar, algo que escapa nuestro control. No elegimos las familias en las que nacemos, aunque terminemos amando a nuestros parientes. Por otro lado, la iniciativa personal permite compensar nuestro entorno doméstico: «Los amigos son la forma que Dios tiene de disculparse por nuestras familias», dice una cita atribuida al gran dramaturgo estadounidense Tennessee Williams.
La suerte tiene indudablemente un papel, a veces insospechado, en nuestra vida. En la medida en que abramos nuevas oportunidades, exploremos nuevas iniciativas o conozcamos a personas distintas estamos ampliando las posibilidades de que sucedan cosas, y por lo tanto de buscar la buena suerte. Por ejemplo, ¿aprovecha la oportunidad para saludar a un desconocido en un ascensor, o de hablar con los colegas de su empresa cuando se cruza con ellos por un pasillo? ¿Establece conversación con el viajero sentado en el asiento contiguo del avión? ¿Responde a mensajes desinteresados de remitentes lejanos en las redes sociales?
Mi experiencia es que cuando alguien culpa sistemáticamente a la suerte de sus fracasos, suele haber cierta responsabilidad no reconocida. Se suele decir que los emprendedores exitosos han sido anteriormente fracasados en serie, que nunca se han dado por vencidos, ni han imputado sus reveses a un mal sino. Por otro lado, la gestión de riesgos tiene como objetivo minimizar el impacto que lo imprevisto puede tener en una estrategia empresarial.
El caso de la Armada Invencible en 1588, ideada por el rey español Felipe II, es uno de los episodios de la Historia donde más se habló del papel de la suerte como factor decisivo de la derrota. También es uno de los ejemplos más palmarios de superioridad moral, en el que Felipe II entendía que su misión se identificaba con la divina, y que el resultado potencialmente beneficioso sería propiciado por la Providencia.
Geoffrey Parker, el hispanista inglés experto en este periodo, cita palabras textuales de Felipe II y añade su descripción del reinado del monarca: «Espero en Dios […] que os dará mucha salud y vida, pues se empleará en su servicio y en el mío, que es lo mismo». Dos décadas más tarde, pidió al Consejo de la Inquisición que siguiera haciendo «lo que tanto conviene al servicio de Dios y al mío, y a la autoridad del Santo Oficio, que no se puede dividir lo uno de lo otro». Estas afirmaciones representaban una forma de imperialismo mesiánico. Felipe II creía ser poseedor de un mandato directo para defender la fe católica urbi et orbe. Este mesianismo político, del que también vemos casos en la actualidad, se fundamenta en la firme creencia de que se está en posesión de la verdad, y lleva a poner todos los medios, sean legítimos o ilícitos, para alcanzar los objetivos que se entienden divinos.
El imperio español en aquella época abarcaba territorios desde las Filipinas -que llevaban el nombre de su rey- hasta América del Sur, de forma que alguno de los escudos reales portaban la leyenda “nihil nunquam occidit”-nada se oculta nunca, haciendo referencia a que el sol nunca se ocultaba en sus dominios. Curiosamente, Felipe II dirigía ese vasto imperio de una forma extremadamente centralizada desde su despacho en el Escorial, el palacio al norte de Madrid. Contaba con un sistema de comunicación que conectaba los centros claves de su territorio. Los mensajeros a caballo podían recorrer 160 km de media al día, de forma que, por ejemplo, un correo de Paris a Madrid podía recibirse en ocho días. El rey gestionaba directamente sus comunicados, y podía escribir, de media, más de 100 notas al día, un trabajo administrativo inmensamente arduo e inusual para un monarca. Además, el Imperio contaba con la red de embajadores y de espías, más extensa de la época, con agentes desde el Vaticano a la Corte de Isabel I en Inglaterra.
Una de las obsesiones filipinas era la conversión de Inglaterra, que desde el reinado de Enrique VIII había erradicado el catolicismo como religión oficial. Para lograr su propósito, se pensaba que el plan más eficaz era la invasión de Inglaterra, deponer a Isabel I y entronizar a su prima Maria Estuardo, católica y reina de los escoceses, entonces recluida. Tras varios años de lo que Parker califica como “guerra fría” entre España e Inglaterra, la reina Isabel, escudándose en su Consejo Privado, firmó la ejecución de María Estuardo, que aceleró los planes de conquista de Felipe II.
La Armada, cuyo presupuesto se cifró en 7 millones de ducados (lo que sería equivalente hoy a unos 1.4 billones de euros), aunque el coste real fue muy superior, reunió a más buques de los que nunca se habían reunido bajo una sola flota y mando: 132 barcos salieron desde la península ibérica, al mando del Duque de Medina Sidonia, y se esperaba que fueran complementados por decenas de otros navíos que zarparían de Países Bajos, comandados por el duque de Parma. El plan, pergeñado por el propio Felipe II, consistía en que las expediciones de Medina Sidonia se encontraran en el Canal de la Mancha y de allí emprendieran incursiones en la costa británica, llegaran a Londres y prendieran a la reina. Sólo había un leve error de partida: no se había decido ni el lugar ni la fecha convenida para ese encuentro. O bien se había dejado al albur de la Providencia la selección de ambos, o se confiaba excesivamente en la capacidad de comunicación entre los dos almirantes de la flota, y el rey, que seguía recibiendo y dando órdenes desde su despacho en el palacio del Escorial.
La flota de Medina Sidonia llegó al sur de Inglaterra pero optó por no desembarcar en el puerto de Plymouth, donde hubiera podido obtener una ventaja. Por el contrario, algunas de sus naves entraron en combate con las inglesas, y Medina Sidonia optó por abandonar las desahuciadas y continuar hasta el puerto de Calais, en la costa francesa, donde esperaba reunirse con Parma. No contaba con que su colega había recibido los mensajes tardíamente y que, en el ínterin, su flota se había desplazado, por lo que el encuentro se hacía imposible. En Calais es donde empezaron los infortunios. La flota inglesa comenzó a desplegar brulotes, pequeños navíos cargados de pólvora y aparato incendiario, que al llegar a sus blancos generaban una potente explosión con propagación de las llamas. Estos ataques espantaron a las tripulaciones españolas, que emprendieron una desbandada descontrolada. A partir de esa fecha se inicia una huida de la Armada, primero hacia el Mar de Norte, después a las costas escocesas, virando hacia el Oeste en dirección a las costas occidentales de Irlanda. Aunque era el mes de Agosto, se desató una secuencia de tempestades inusual, posiblemente causadas por un fenómeno como la corriente del Niño, de forma que las condiciones de navegación eran extremadamente adversas, y las temperaturas cayeron dramáticamente, aumentando las enfermedades y muertes en las tripulaciones poco preparadas para esas circunstancias. Por otro lado, las dificultades de la navegación por corrientes desconocidas, y por las costas abruptas del oeste de Irlanda, amplificaron los peligros.
En este periplo, cualquier desembarco presentaba peligroso, porque los ingleses, y muchos irlandeses, aprovechaban la oportunidad para el pillaje o para entregar a los marinos españoles, muchos de los cuales fueron ejecutados sumariamente. De los barcos que salieron originalmente de España, regresaron algo más de la mitad, aunque en muy malas condiciones, y perecieron o desaparecieron más de 500 marinos.
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Parke explica que si se hubiera dado más autonomía a los dos almirantes, de forma que pudieran incursionar en territorio británico por separado, la misión hubiera tenido más posibilidades de éxito. Sin embargo, añade que se produjeron otra serie de errores, de los cuáles se puede aprender también de cara a la dirección de empresas:
-En primer lugar, la obsesión del rey Felipe II por la microgestión y por controlar todos los detalles de la operación, incluso sin tener experiencia en el combate naval, que poseían sus capitanes más expertos. A ello se une el desprecio por el asesoramiento de sus consejeros, a los que no prestaba atención, confiado en que su inspiración procedía o estaba amparada por Dios. Explica Parker que “Según las modernas teorías organizativas, el sistema corporativo menos eficaz y menos exitoso es el modelo de «gestión de crisis», en el que el líder intenta gestionar todo de forma dictatorial y sin compartir información, reduce a los empleados de todos los niveles a simples peones y luego, al verse abrumado por la carga de responsabilidades, reduce los objetivos de la organización a solucionar los sucesivos retos y a tratar de evitar los errores. Este estilo de liderazgo, que se ha llamado mentalidad de cero defectos, fue el que adoptó Felipe.”
-Los buques ingleses tenían más agilidad y navegaban más rápido. Muchos de los navíos españoles se construyeron rápidamente para la misión, y como suele suceder con los proyectos que se ejecutan precipitadamente, tenían muchos fallos que dificultaban las operaciones de artillería y la logística a bordo. Además, la calidad de la pólvora y del armamento español también se cuestionó.
-También se ha hablado de la mayor pericia marinera de los mandos y la marinería inglesas, frente a la incompetencia de algunos capitanes de la Armada, que habían sido ascendidos por su linaje y no por su experiencia.
-Además, las tripulaciones de la Armada procedían de diversos países: había marineros alemanes, italianos, portugueses, españoles y africanos, entre otros. La diversidad cultural puede ser una importante ventaja competitiva si se sabe gestionar adecuadamente, pero en el fragor de la batalla, aquellas naves debían ser una especie de Babel moderna.
En los casos de desastres como el de la Armada, una de las reacciones por parte de la comunidad agraviada es la búsqueda de un chivo expiatorio. En este caso, no se tardó mucho tiempo en culpar primero al Duque de Parma, por no haber acudido al encuentro de Medina Sidonia. Sin embargo, Parma contaba con suficiente documentación, todos sus mensajes y testimonios, que probaban que había estado dispuesto a zarpar desde los puertos de Flandes para implementar la misión, y el problema fue la tardía comunicación, que le impidió encontrarse a tiempo con la otra mitad de la flota.
Seguidamente la opinión pública señaló a Medina Sidonia, especialmente por su presteza por llegar de vuelta del desastre al puerto de Santander y ocuparse de sus asuntos personales, sin reparar en las necesidades perentorias de los muchos marineros heridos que regresaban con él. La falta de pericia de Medina Sidonia se mostró también en diversos episodios de combate, donde le faltaba decisión y empatía con sus mandos.
Finalmente, la última responsabilidad residía en el rey Felipe II, al que se atribuye la célebre expresión “no mandé mis barcos a luchar contra los elementos”, haciendo referencia a las inesperadas tempestades a las que se había enfrentado su flota. Ciertamente el tiempo imprevisto fue el principal factor sorpresivo, pero existieron muchas otras causas que concurrieron en el desastre.
Quizás la lección de este significativo episodio histórico es el perjuicio que la superioridad moral puede tener para los líderes, que niebla el juicio y hace confiar el éxito a la Providencia o al destino. Las guerras de religión en Europa continuaron durante el siglo siguiente. A esos conflictos hace referencia el filósofo John Rawls, cuando explica que la convivencia en una sociedad con diversidad de creencias y distintas religiones, solo se puede alcanzar mediante la tolerancia y lo que denomina un “consenso solapado” (“overlappping consensus”). Este consenso se alcanza mediante el compromiso en áreas morales, que preservan la libertad personal, siempre que no haya daño a terceros, aunque no coincidan con las creencias de parte de la población.
Desgraciadamente, todavía se viven episodios de superioridad moral o de mesianismo político en distintas partes de nuestro planeta. La historia se repite, y parece que no aprendiéramos de circunstancias pasadas.
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Vicepresidente en Fundación Conocimiento y Desarrollo (FCYD)
7 mesesesclarecedor
Corporate Security Manager
7 mesesGracias por este virtuoso escrito Don Santiago. Como oficial naval, solo quisiera mencionar un análisis de Robert Graves (Las Islas de la Imprudencia), que por cierto puede ser discutible en rigor histórico, quien señala que una desventaja de las flotas españolas ante las inglesas es, que en las primeras, los marinos operaban el buque y además, llevaban tropa de ejército para enfrentar las batallas, mientras que las segundas, componían sus tripulaciones con hombres que navegaban, maniobraban la jarcia y combatían a la vez. Muchas gracias por su contribución en esta loable analogía.
Director Académico LAMPRO USA - Partner at ALTADIRECCION CAPITAL LATAM
7 mesesExcellent article, as always, dear Santiago Íñiguez!
Global Leadership Consultant | AI Integration | Transforming Organizations in the Digital Age | Adjunct Professor of Management | Researcher | Published Author
7 mesesDisfruto mucho de estas publicaciones. Son más oportunas e importantes que nunca...
In House Clinical Research Associate 2
7 meses❤️