La bicicleta naranja

La bicicleta naranja

A mí me gustaba llamarlo “Gordo”, pero Lucho era mi primo favorito. Tal vez porque fue la primera persona con la que tuve que aprender a compartir. Tal vez porque fue el primero que me hizo llorar, aquella vez que me tiró tan fuerte del pelo que no pude contener un grito finito. Tal vez porque fue el primero que me prestó sus juguetes, el primero que me abrazó y me secó las lágrimas cuando me caí de la escalera y el primero con el que guardé secretos. Secreto de infancia no tiene importancia… Petacón, gordo, de mejillas rosadas y con su infaltable remera de Spiderman, Lucho tenía cuatro años cuando se mudó a mi casa, cuando sus juguetes empezaron a ser míos, cuando mis libros comenzaron a ser de él, cuando ir al baño se convertía en una maratón olímpica por ver quién llegaba primero al picaporte de la puerta blanca.

Pato era el más pequeño. De piel muy blanca y cabellera rubia con flequillo para el costado, el enano no medía más de un metro. Cachetón, flaco y con manos chiquitas llenas de lunares, Pato llegó a nuestras vidas cuando soplamos la velita número siete. “Mantequita”, le pusimos con Lucho. Y claro, si había llegado años después a usurpar nuestros lugares de niños favoritos en la casa. Claro, si se convirtió en el “bebé mimado” del abuelo, aquel que comenzó a comprarnos caramelos de fruta en lugar de gomitas porque al “mantequita” no le gustaban. Claro, si quería meterse en nuestro mundo, que era nuestro, salí, no te metas, no entendés, sos chiquito todavía. Y el grito de la abuela diciéndonos que nos dejáramos de joder, que aprendiéramos a compartir o sino la Señora Chancleta iba a hacer presencia en el living.

Una vez por mes, con Lucho y Pato guardábamos los juguetes en una cajita debajo de mi cama, porque “los otros” siempre los rompían. Los otros eran mis hermanos, decía la abuela. Yo no los conocía. Lo único que hacían era pelearnos y decirnos que éramos negros y pobres, y lloraban toda la tarde para volver a su casa. Entonces mi mamá les decía que subieran al auto, que era tarde, que papá tenía que descansar. Y se iban antes del mate cocido. Mi mente de niña no terminaba de comprender que no era tradicional vivir lejos de mis padres y de mis hermanos, mucho menos que vinieran una vez por mes a visitarme, como si fuera casi una obligación. Lo único que tenía en claro era que en el colegio yo decía que mis primos eran mis hermanos, que con Lucho y Pato jugábamos a la familia, a la bolita en la vereda, trepábamos el níspero del patio y hacíamos tramperas para los pajaritos con ayuda del abuelo. Siempre nos embarrábamos las patas. O los pies, como decía la abuela, corrigiéndonos.

La bicicleta naranja arribó a nuestro patio un día muy caluroso de enero. Un regalo tardío de Papá Noel, que aparentemente se había olvidado de la dirección de casa y dejó una nota: “paso más tarde, no encontré el arbolito”. ¡Qué tonto! Recordábamos, sentados en la casita del árbol que nos había construido un tío, comiendo las uvas de la parra y pegando figuritas en el álbum de Pokémon, ese que mis hermanos tenían de más y que nos regalaron. El grito del abuelo nos había despertado de nuestros pensamientos: “¡vengan gurisada, que vino Papá Noel!”, y la escalera de la casita nos quedó tan chica, tan lenta y molesta, que trepar y bajar por las ramas fue más sencillo.

Esperábamos paquetes, por lo menos tres, tres cajitas, tres bolsitas, tres ojotas, tres algo. Pero había uno solo: el abuelo venía con la bicicleta en una mano y en la otra traía caramelos de fruta. Abrazamos sus piernas (porque nunca pudimos llegar hasta sus hombros) y volvió a entrar. Allí estaba: anaranjada, con la pintura saltada, con el manubrio un poco chueco y un par de CDs entre los rayos de las ruedas. Parecía que había dormido una larga siesta y se había levantado toda despeinada, boba, atolondrada. Tenía cicatrices, marcas de una vida a ruedas, como la de la rodilla de Lucho, esa vez que se cortó con el machete, o como la de Pato en el hombro, esa vuelta que el ventilador se cayó y no llegamos a empujarlo. Nunca habíamos tenido una bicicleta: mi mamá decía que eran muy caras y que Papá Noel no podía pagarlas.

Lucho fue el primero que se subió. Dio una vuelta por la casa, otra por el árbol de nísperos y se detuvo debajo de la parra. “Te toca a vos, Tocino”. Tocino era yo. Con la boca llena de caramelos, me levanté del piso y me acerqué a la bicicleta. Estaba oxidada. Apoyé las manos y quedaron naranjas. Capaz era su forma de saludarme. Mantequita me pidió que lo lleve en el fierro del medio y accedí. No era tan difícil, che. Di la vuelta por el árbol y frené de golpe, con tanta mala suerte que terminamos embarrados hasta el cuello.

Después nos retaron y casi que cobramos. El patio de la abuela había quedado un desastre. Nos mandaron a bañarnos y a quedarnos quietos. Así lo hicimos. La vereda de casa, llena de piedritas chiquititas y hojas que a veces se dormían y caían de los árboles, era nuestro lugar favorito para la merienda. Allí estábamos los tres sentados, cada uno con su taza de Power Rangers, con su mate cocido con leche y su pedazo de bizcochuelo marmolado, ese que a la abuela le gustaba hacer cuando podíamos comprar harina. Y ahí nos dimos cuenta. ¡Qué tontos! ¡Qué tonto Papá Noel! Y más tonto el abuelo, que pensó que con caramelos de fruta iba a tapar la vergüenza que sentía de no haber podido comprar un regalo para cada uno.

Esa tarde, mi mamá y mi papá llegaron con los otros. Ellos también traían bicicletas. A la luz del sol brillaban tanto que nos teníamos que tapar los ojos. Los asientos eran gigantes, tenían espejitos y plásticos arriba de las ruedas, además de un canasto adelante. La abuela nos mandó a jugar hasta que estuviese la cena. Los otros andaban muy rápido y encima hacían trampa: con Lucho perdimos todas las carreras. Cuando nos sentamos a comer, los otros no quisieron comer la ensalada de la abuela y ella se escondió en el baño a llorar. Yo lo supe porque, cuando volvió, tenía los ojos muy verdes. En un momento el abuelo dijo que los de la fábrica no le habían pagado y mi mamá nos mandó al patio. Con Lucho y Pato trepamos la parra de uvas y bajamos un racimo, pero los otros no quisieron compartir con nosotros.

Cuando mamá, papá y los otros se fueron, juntamos los platos y los lavamos. A Lucho y a mí nos divertía usar detergente. A la abuela no tanto: siempre le rompíamos algo. Las burbujitas que salían por el pico del envase nos encantaban, y a veces jugábamos a que vivíamos en alguna de ellas y volábamos lejos. Lejos de nuestra casa, de nuestras piezas compartidas y de nuestro mantel con agujeros. Lejos de nuestra hamaca hecha con una goma de auto y una soga. Lejos de nuestro único par de zapatillas. Lejos de las noches donde nos dormíamos sin comer. Lejos del abuelo postrado en una cama y la abuela trabajando hasta tarde. Pero jamás lejos de nuestra vereda, nuestras costumbres, nuestros abrazos en cada cumpleaños, donde tal vez no recibíamos regalo alguno, pero teníamos la suerte de que los abuelos se sentaran con nosotros a pegar figuritas en nuestro álbum de Pokémon. Y jamás, pero jamás, lejos de la bicicleta naranja, nuestra compañera de compras, caídas, lágrimas, risas y carreras.

Pasaron más de veinte años. La bicicleta también fue azul, plateada y verde. Fue nuestra, pero también de los demás, de mis hermanos, que eran muy torpes y no sabían charlar con ella, y también de los otros primos, aquellos que se caían y que le pegaban, como si ella tuviera la culpa de que sean tan inútiles. También fue de los abuelos, que allá por el 2001 no tenían un mango para regalos de Navidad y se la compraron al flaco Julio, el de enfrente, que se las dio a pagar. También fue de mis tíos, que nos regalaban stickers para que se los peguemos en los caños. “Para tunearla”, decían. Fue de todos. Y es de todos. Porque a pesar de que ahora sea verde, tenga ruedas nuevas, los stickers hayan sido borrados, el manubrio sea el correcto y sea toda una señorita elegante, para nosotros siempre va a ser aquella anaranjada, la loca, la infantil. Nuestra compañera de tardes soleadas y de calles de tierra. ¡Qué tonta la bicicleta si pensó que la íbamos a olvidar!

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