La coherencia entre decir y hacer
En un mundo hiper globalizado e hiper informado, ¿es posible que coexistan diferencias entre lo que decimos, lo que creemos y lo que hacemos? ¿Hay espacio para esa escisión de la identidad? ¿Qué costo pueden tener estas inconsistencias?
Con el avance de las tecnologías, hoy nadie escapa al “archivo” y todos somos susceptibles al juicio moral por lo que hemos dicho o hemos hecho. Quizás por eso las instituciones de todo el mundo sufren una pérdida de su credibilidad y, por consiguiente, de su autoridad como figuras de referencia.
Lo genuino es hoy, quizás, más valioso de lo que ha sido nunca. El mundo entero demanda líderes que vivan aquellos valores en los que dicen que creen.
Las últimas décadas estuvieron plagadas de lo que el autor Bernardo blejmar llama “palabras vacías”, discursos “vaciados de sentido por el hablante”.
Estas palabras vacías se extendieron ampliamente en los ámbitos organizacionales como un lenguaje requerido. ¿Cuántas veces nos topamos con conceptos como “poner el foco”, “transmitir la visión”, “alinear objetivos” o “generar sinergias”, que pretenden decir mucho, generalmente sin estar diciendo nada claro?
¿Qué efectos generan estas palabras vacías en aquellos que deben ejecutar una tarea, pero desconocen completamente el propósito de lo que hacen y las expectativas que se tienen sobre ellos?
En el libro El Sueño de la Crisálida, de Vanessa Montfort , una ejecutiva de marketing colapsa en el medio de una reunión con clientes: “Las mismas cáscaras de palabras, los mismos enunciados sin vísceras se propagan por las empresas como una lepra imparable, (...) y se repiten en cada reunión. He sentido una especie de mareo, un déja vú, la repetición de lo ya existente, porque no hay tiempo para la contemplación, sino para seguir; creo que ya empiezo a confundir unas campañas con otras. Podrían ser intercambiables. Ni un atisbo de personalidad. Quiero decir, ni un destello de la persona que habla y piensa dentro de esta colmena”.
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Las palabras dichas sin convicción por parte del hablante, las palabras que no logran transmitir ningún rasgo genuino de su esencia o humanidad, generan inevitablemente distancia, porque son palabras que, “rozan pero no tocan, aburren, crean sospecha”.
En contraposición, existe lo que Blejmar llama “palabras plenas”, refiriéndose a aquellas que tienen un sentido, que “aluden a un compromiso del hablante con lo que dice y pretende hacer”. Estos son los discursos que logran conectar con otros.
Algo similar a lo que proponía el mismísimo Winston Churchill, uno de los grandes líderes y comunicadores del siglo XX, quien decía que el orador debe ser “la encarnación de las pasiones de la multitud. Antes de que pueda inspirar en ella cualquier emoción, debe ser arrastrado él mismo por ella. Cuando provoque su indignación, su corazón estará lleno de cólera. Antes de que pueda inducirla a derramar lágrimas, deben correr las suyas. Para convencerla de algo, primero tendrá él mismo que creer en ello”.
Las personas confiamos solo en aquello que decodificamos como auténtico, verdadero y sincero. Lo que entendemos como vago, engañoso o pretensioso, instantáneamente despierta en nosotros un recelo.
Por eso los nuevos liderazgos, fuertemente humanistas, se consolidan desde su autenticidad y congruencia entre las palabras y las acciones. Son líderes que son, ante todo, personas, que abrazan -puertas adentro y puertas afuera- sus virtudes, sus falencias, y sus convicciones.
Quienes ejercen un management humanista efectivamente viven los valores de su empresa u organización, y se consolidan por goteo: sus actitudes de todos los días van calando y dejando huella en su entorno de trabajo.
Esa coherencia e integridad construyen credibilidad y, por consiguiente, confianza. Y esa es la clave de los nuevos líderes humanistas para tener una influencia real sobre las personas de su entorno.
Un buen líder debe ser, necesariamente, un buen comunicador. Y ninguna comunicación es asertiva sin una coherencia entre lo que se dice, lo que se cree y lo que se hace.