La escuela de Olga y Leticia Cosettini Mirar el pasado para recrear el presente Dora Ciappini
Dora me invitó a escribir el prólogo, y aquí se lxs comparto para invitarlxs a leer este hermoso recorrido pedagógico que edita Chirimbote
Prólogo
La escuela tiene memoria de cuerpos dóciles, temerosos, disciplinados; incluso de cuerpos agazapados, dubitativos, haciéndole trampa a la norma. Las hay también biografías escolares que nos confiesan la irrupción de cuerpos insurgentes, soñadores, subversivos. En los días de interrupción de la presencialidad física en las escuelas, por causa de una pandemia que está azotando al mundo entero y en nuestra tierra experimentamos con enorme angustia e incertidumbre, nos preguntamos por la presencialidad escolar, por esta mutación que estamos viviendo en lo cotidiano, en la relación entre nuestros cuerpos. Esta situación nos ha conmovido, nos ha interpelado como sujetos, como escuelas, como humanidad.
La escuela es de cuerpos presentes, allí donde nos cruzamos las miradas, se percibe el aliento, suenan timbres o campanas. Pero también hay escuela sin edificio, abonando a la existencia de una escuela territorio, como afirma la querida colega Marcela Martínez ( en http://aulaabierta.unahur.edu.ar/la-escuela-comoterritorio/)
Tengo en mi memoria escolar un fuerte olor a amoníaco, de cuando formábamos cada mañana en el patio de mi colegio secundario, el busto de un Sarmiento que nos vigilaba y la sensación de que no sólo fruncía el ceño, sino también su nariz, porque ese olor tan profundo me es imposible separarlo de aquel ritual de entrada. Aunque también mi memoria, algo más lejos, registra olor a merienda, de una escuela complementaria a la que asistía de más pequeño luego de cumplir con la mañana de mi escuela pública, ahí en el distrito escolar 12 en las cercanías de Paternal, un hermoso barrio porteño. Aroma de una merienda entremezclada con sabor a té y galletitas, que recuerdo como caricia, que preparaba con amor Doña Delia. En ese sitio –que en los noventa supe que le quedaba poco tiempo de vida– se desarrollaba una escuela complementaria que llamábamos “shule”, perteneciente a una parte de la comunidad judía argentina. ( Los shules fueron escuelas idiomáticas y complementarias en idish adheridas al Idisher Cultur Farband (ICUF) entre 1941 y 1968, en nuestro país, y luego siguieron funcionando, pero la enseñanza idiomática perdió fuerza y fue desapareciendo. Se trataba más de un espacio de formación recreativo, social. Un trabajo de Nerina Visacovsky analiza esta iniciativa pedagógico cultural, que estuvo muy en sintonía con el legado de las diversas experiencias que relata Dora en este libro. Ver en file:///C:/Users/Gabriel/ Downloads/17-Texto%20del%20art%C3%ADculo-99-1-10-20191120.pdf )
A unas cuadras, esos mismos días, Dora, tal como nos cuenta en este libro, ejercía su tarea como maestra en la Escuela Fishbach, en aquella institución que conocíamos como “Villa Mitre”, refiriendo a su ubicación. Dora recupera esos tiempos con la precisión y el detalle de quien planifica el viaje escolar de sus estudiantes. Con especial cuidado, atendiendo diversas cualidades de aquella propuesta pedagógica que fundó el pastor Parrilla junto a un grupo de docentes en la década del 60 y que iba a constituirse en un proyecto institucional educativo que recorrió (y lo sigue haciendo) varias generaciones. La Fishbach que nos relata Dora ensaya una escuela que siempre ha intentado celebrar en el día a día la humanidad que supone construir lazos solidarios en una sociedad que hace rato tiende a mutilarlos. En los días más oscuros de nuestra patria, durante la última dictadura, tengo el recuerdo de mi madre, activista y militante política, yendo a reunirse con los del Villa Mitre, la escuela de Parrilla. Porque esa escuela a la que yo asistía, igual que la Fishbach, eran refugios para quienes eran perseguidos/as o resultaban una amenaza para la maquinaria depredadora de la dictadura que arrasó con una generación y tantos sueños de justicia y cambios. La escuela de Parrilla se edificó sobre cimientos de amor fraterno, centralidad de cada chico/a como sujeto de derecho y la enseñanza de la práctica de la libertad de la mano de la solidaridad. Fue pionera en la educación sexual como pilar del proyecto pedagógico institucional, cuando aún era palabra prohibida en buena parte de nuestra sociedad y sus escuelas.
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Dora recoge todo un legado de experiencias y recorridos del humanismo pedagógico que nos ha marcado a varias generaciones de docentes y nos sigue iluminando camino y sentidos. Legado como el de Parrilla en la Fishbach, pero también de los maestros Luis Iglesias y Jesualdo Sosa, que nos enseñaron uno con su Didáctica de la libre expresión, en la provincia de Buenos Aires, y el otro con su Periódico escolar El Marrón”, en la querida tierra oriental del Uruguay. Ambos embelleciendo la pedagogía de la ruralidad escolar, y dándoles protagonismo a las niñas y a los niños y su condición de sujetos y constructores de su propia vida, felicidad y libertad.
Cada uno de estos retazos de escuela y pedagogía fueron bocanadas de aire fresco que sacudieron los cimientos más rígidos y autoritarios de un sistema educativo que solía ser piloteado por los herederos del cuerpo médico escolar y el disciplinamiento autoritario que con soberana elocuencia describe Adriana Puiggrós en su “Sujetos, Disciplina y Currículum en los orígenes del sistema educativo argentino”, lectura que recomiendo especialmente a cada docente. Dora también nos convida con los diversos sabores de lo que conocimos como escuela Serena, ese lugar en el mundo en que las hermanas Olga y Leticia Cosettini y otras colegas enaltecieron la traición a aquellos mandatos oscuros, que empuñaban la avaricia de mantener encadenados/as a quienes desearan involucrarse con la aventura de las preguntas. Especialmente las más impertinentes, esas que incomodan y abren el fuego de la curiosidad, esas que brotan cuando se les propone a los chicos/as ser escritores de su libertad y no meros repetidores de un relato ajeno que sólo les cuentan de lejos y en potencial. Dora destaca una clave de las tantas que las Cossettini tenían como llaves para una escuela emancipada: “el punto de partida para que funcione el proceso de aprendizaje sigue siendo el mismo: uno que enseña y que no deja de aprender y otro que aprende y a la vez enseña”.
Otro gran educador, el profesor Ovide Menin, recuerda esa alquimia que ambas hermanas hicieron de su impronta pedagógica, recordándolas en su paso indeleble por la escuela Serena: “Es que la cabeza de Olga no existe sin las manos de Leticia. En aquel ensayo irrepetido de escuela serena argentina, entre ambas estamparon, de manera cuasi simbiótica, teoría y práctica pedagógica, a punto tal de que, aun con temperamentos tan distintos, lograron aglutinar a un conjunto de educadores insólitos que hoy forman parte, ellos también, de la historia silenciosa de aquella institución escolar”.
Como sostiene en sus palabras la educadora Amanda Paccotti, su discípula y también educadora, Olga traspasa la frontera de cada época haciendo de la Red Cossettini una voz que se mete en cada sala de maestras y maestros sin pedir permiso, para dar rienda suelta a la mejor travesura de enseñar a pensar en nombre propio, de saborear la relación con la naturaleza y los pares para arriesgar ensayos que sirvan para construir una sociedad mejor. Como afirma Paccotti, recuperando la voz de las hermanas: “Somos testigos de que los maestros y las maestras, en estos tiempos tan grises, hacen frente a través del cooperativismo escolar, el respeto y la escucha incondicional a la palabra de los niños, niñas y jóvenes e intentan desacartonar los planes y directivas tantas veces alejadas de la realidad, con proyectos creativos adaptados a la actualidad”.
Dora nos invita a recorrer varias aristas del legado de estas tradiciones humanistas y democráticas de diversos educadores y las experiencias que realizaron, dejando huellas en su propia práctica como educadora y en tantas escuelas de diferentes lugares de nuestro país que acompañó y continúa caminando, que recogen los frutos de aquel humanismo pedagógico y se animan a recrear, enriquecer, compartiéndonos la palabra de sus hacedores en el relato de sus propias travesías institucionales.
Este Mirar el pasado para recrear el presente, con el que titula el libro, es un ejercicio necesario y especialmente gratificante que Dora nos propone para seguir intentando correr el horizonte de lo posible, como suele recordarnos el cantautor Silvio Rodríguez cuando nos cuenta y canta “he pretendido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado…”.
Representante Legal del Instituto Leopoldo Marechal
2 añosQué bueno, ya comparto la publicación