LA MUJER QUE DEBÍA QUERERME, de Leonardo Moledo (Análisis de Héctor Zabala en Realidades y Ficciones)
LA MUJER QUE DEBÍA QUERERME
Leonardo Moledo ©
Hace años que vivo entre las paredes de este colegio. Cada tanto, mi padre viene a verme y —en contadas ocasiones— pasa una tarde entera conmigo. La última vez que estuvo aquí, me trajo una gran noticia: “Me es imposible quererte”, dijo, "absolutamente imposible, pero son cosas que sobrevienen con la edad y las preocupaciones.” Se reclinó en el asiento mientras daba una larga chupada a su pipa. “Pero para un niño pequeño es indispensable que lo quieran”, agregó, después de que su mirada se hubiera perdido por un tiempo, “así que, cuando regrese de mi próxima expedición, contrataré a una persona para que te quiera.” Puso su mano sobre mi cabeza y se marchó.
Todo aquel invierno lo pasé pensando cómo sería la persona que mi padre contrataría para quererme. Durante las largas y monótonas clases, o durante los fines de semana, cuando todos mis compañeros se iban con sus padres y el colegio quedaba en silencio y los dormitorios vacíos, me dedicaba a imaginarla y a adornarla con las más hermosas cualidades. Mi padre era explorador, hacía viajes largos y difíciles a los lugares más lejanos, donde descubría montañas nuevas y pájaros extraños, no aquellos repetidos y grises que se observan desde las ventanas del colegio. Nunca había querido contarme nada de sus viajes, y yo los inventaba para mis compañeros, que me escuchaban sin creerme, aunque lograba infundirles cierto respeto, cierto atisbo de mi propia importancia.
Nunca nadie me habló de mi madre.
Cuando llegó el verano, supe que mi padre había vuelto, cargado de riquezas y, fiel a su promesa, un día llegó al colegio, preguntando por mí, la persona encargada de quererme. Cuando la vi, corrí hacia ella alborozado y haciendo grandes fiestas, pero ella se mantuvo fría y distante hasta que habló con el director del colegio, encargado por mi padre de pagarle sus honorarios. Mi padre había sido generoso, y la mujer derramó sobre mí torrentes de cariño inauditos, que me hicieron sentir feliz y orgulloso. Cuando mis compañeros, llegados el fin de semana o las vacaciones, se marchaban con sus padres, me miraban con envidia pensando en las dos o tres horas —en general al anochecer del domingo— que yo pasaría con la mujer que debía quererme.
Nunca me interesó su nombre, la llamé siempre de esa manera: la mujer que debía quererme. Era una mujer de mirada firme, de cuarenta años tal vez —pero cualquier cifra de años me parecía absurda entonces—, flaca y de huesos largos y duros, que fumaba cigarrillos negros y sin filtro, con un olor penetrante que me recordaba el olor ácido del tabaco que fumaba mi padre. Su profesión era querer niños, y —según me dijo— había tardado largos años en perfeccionarse.
Ahora, la mujer que debía quererme —me contó— se ocupaba de muchos niños, a quienes quería tanto como lo permitieran las posibilidades económicas de sus padres. Nunca se cansaba. Siempre estaba presta, y era esta eficiencia en su trabajo, esta capacidad de dar y regular el cariño la que le aseguraba sus elevados honorarios.
Un día, mi padre apareció sorpresivamente en el colegio, y estuvo encerrado durante horas con el director. Luego de eso se marchó después de haber pasado su mano de explorador sobre mi cabeza, y sin hablar una sola palabra. La mujer que debía quererme me explicó que mi padre era jugador y que había perdido en la mesa de juego el producto fabuloso de sus últimos viajes: se quejó de que su sueldo estaba atrasado varios meses, y mi padre no había dicho nada sobre lo que haría. El director del colegio, que me miraba con aire dubitativo, confirmaba lo que ella decía. Y efectivamente, la mujer que debía quererme empezó a ajustar su cariño a la nueva situación de mi padre: durante las tres horas del atardecer del domingo que me correspondían plenamente, se mostraba cortante, me rechazaba, me mantenía lejos y me obligaba a vagar por los corredores y dormitorios vacíos como lo había hecho antes. La mujer que debía quererme se lamentaba amargamente de haber prodigado su cariño durante todos estos meses a cuenta de promesas que no parecerían cumplirse más, y se negaba a seguir queriéndome ni un minuto más, a menos que se le pagara lo que se le debía. El director trataba de calmarla sin mucha convicción ni eficacia.
Pero las cosas cambiaron repentinamente: mi padre se presentó una vez más en el colegio lleno de regalos para el director y con un abultado cheque para la mujer que debía quererme, doblando sus honorarios. Aquella fue la última vez que lo vi: había ganado muchísimo dinero en un casino lejano. Durante un tiempo, la mujer que debía quererme me brindó un caudal de ternura tan intenso que pensé que estaba viviendo en verdad un cuento de hadas, que no podría resistirlo.
Pero el destino se ensañó con mi padre. Cuando volvía de una expedición, los indios atacaron el navío en el que viajaba y le robaron todas sus riquezas. Mi padre se vio obligado a trabajar para otra gente. Durante un tiempo pudo seguir pagando —cada vez menos— a la mujer que debía quererme, cuyo cariño fue disminuyendo hasta desaparecer. Hacia el final solo se dirigía a mí con palabras secas e hirientes como púas, que me hacían huir aterrado hasta el extremo del salón donde pasaba las tres horas del atardecer del domingo.
Hasta que mi padre no tuvo ya más dinero y el cariño de la mujer que debía quererme desapareció del todo. El director trató nuevamente de convencerla de que esperara, pero ella argumentó que debía marcharse; había obtenido un suculento contrato para querer a tres niños que vivían en una casa llena de cuadros y tabiques, y no podía aguardar un solo instante más. El último cheque de mi padre apenas alcanzó para una despedida muy breve y seca. La mujer que debía quererme se fue del colegio para siempre.
El director me llamó y me dijo que esperaría aún los tres meses del verano para ver si mi padre reunía los medios para seguir pagando mi alojamiento, pero que en tanto debía abandonar el dormitorio principal y permanecer en una habitación al fondo, a donde no se permitía entrar a los otros niños. Le expliqué al director que mi padre estaba por descubrir un tesoro en unas islas lejanas, y que cuando regresara todo se arreglaría, y le agradecí su paciencia y generosidad. El director sonrió e hizo un movimiento de cabeza.
Pasé los tres meses en aquella habitación calurosa y pequeña, pero cuando el verano hubo terminado sin que mi padre volviera, comprendí que tenía que marcharme. No recordaba lo que había más allá del colegio, solo me imaginaba una gran llanura cubierta de pastos, una ciudad de donde había venido la mujer que debía quererme, y después las islas donde mi padre buscaba los tesoros.
Me alcanzaron mi ropa en una valija pequeña. Fui hasta la oficina del director, para despedirme. El director me dio la mano y me deseó suerte y felicidad y triunfos en la vida. Me explicó que estaba muy ocupado, que no podía salir de su despacho, y que no podía acompañarme hasta la puerta.
ANÁLISIS DE “LA MUJER QUE DEBÍA QUERERME” DE LEONARDO MOLEDO
Héctor Zabala ©
Este cuento, publicado en la revista argentina El Péndulo (Nº 14) de febrero de 1987, es sencillamente genial. En términos concisos (hay una gran economía de palabras), pero con cinismo cuenta la historia de un chico abandonado a su suerte. Hace gala del absurdo como principal herramienta narrativa: un padre ausente tratando de compensar la orfandad materna (y paterna) sustituyéndola con una profesional “que debe quererlo”. Por supuesto, ese amor es directamente proporcional al monto de sus honorarios. Un amor que se transforma en desamor en cuanto dicho monto toma el carácter de crédito dudoso o incobrable.
Un punto importante es que no hay un solo nombre propio en todo el relato y escasas referencias de tiempo y lugar. Tan anónimos y tan universales son sus personajes. Nunca sabremos quiénes eran, cómo se llamaban, el chico, el padre, la mujer, el director del colegio. El único dato aproximado sería el de la edad de la mujer contratada aunque no es del todo seguro. Tampoco sabremos nunca de qué colegio se trata ni del país en que ocurre y —si somos estrictos— ni del continente. En cuanto a la época, debe situarse en una en que ya existían casinos, lo cual abarcaría desde el siglo XVIII a nuestros días.
Este anonimato no es casual. Apunta a lo insignificantes y descartables que somos los humanos sin un amor genuino que nos contenga, nos cobije.
Al mejor estilo de Ernest Hemingway, podríamos agregar que este cuento sugiere también su historia no contada. Quizás sus historias no contadas. Por ejemplo, qué fue de la madre del chico, un ser nacido naturalmente para quererlo. ¿Acaso murió, lo abandonó, fue asesinada, se volvió loca? ¿Cómo fue que la mujer sustituta se hizo una profesional del amor, casi una prostituta fina no sexual? ¿Por qué el padre, el otro ser nacido para amarlo naturalmente, tampoco puede quererlo?
Pero más allá de la historia particular, el relato —entiendo— apunta a una metáfora más amplia. Una en la que estaría involucrada la historia misma del mundo moderno. La figura del niño carente de afecto sería la imagen de una humanidad huérfana de todo. Conformada por individuos que solo somos simples números, anónimos unos respecto de otros, sin importar bajo qué régimen político, social o económico nos desarrollemos. Individuos que solo valemos por lo que pagamos o puedan sacar de nosotros. Un mundo con instituciones deshumanizadas, desnaturalizadas, no importa si estatales, privadas, educativas, sociales, religiosas o como sean. Se nos asigna un papel socioeconómico como individuos y si no cumplimos acabadamente con ese papel, quedamos fuera del circuito, no existimos.
El último párrafo, cuando el director asevera no tener tiempo de acompañar al chico hasta la puerta de calle, es más que significativo. Lo deja abandonado a toda suerte de peligros pero al mismo tiempo le desea hipócritamente un futuro venturoso. Una conclusión contundente del nivel de desamor, de desnaturalización que hemos alcanzado como especie biológica; ninguna manada de lobos sería tan cruel con un cachorro, por ejemplo. Nos muestra así, descarnadamente, el grado de decadencia a que ha llegado la sociedad humana.
Ver más en REALIDADES Y FICCIONES - Revista Literaria Nº 39:
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