LA TRAMPA DE LA IDENTIDAD Por: Rosario Aquím Chávez
“Oh, amigos míos, no hay ningún amigo”.
Con estas palabras conmovedoras, comienza Derrida, su libro Políticas de la amistad. Es una frase atribuida por Montaigne a Aristóteles y, utilizada por Derrida sobre todo, para hablar del vínculo constante en la historia de occidente entre: política y exclusión.
Derrida analiza la visión dicotómica de lo político en Carl Schmitt, la misma que se reduce a la división entre amigos y enemigos de la polis propia. De ahí que, para Schmitt, la historia de la modernidad haya sido considerada como una época de decadencia y de ruina, en la que lo político desaparece y con ello, la promesa del orden. En su afán de recuperar el orden, occidente inventa muchas formas de sobrevivencia de lo político, entre ellas, la amistad, como principio político fundante. Sin embargo, consecuente con el sistema de poder moderno/colonial/patriarcal/androcentrado de occidente, esta amistad, cercana a la fraternidad, es siempre entre hombres: varones amigos, varones hermanos: amigos-hombres-de sangre, por la sangre. La diversidad de la polis, se homogeniza en la identidad de la comunidad de amigos blancos, de los iguales por raza y por sangre, de los incluidos en la poli-tica, en contra de los enemigos, de los excluidos.
¿Y quién es el enemigo? El enemigo es la alteridad radical, distinta del hombre: la mujer, y a través de ella, todo otro que se le asemeja en razón de estigmatización por raza (el indio, el negro, el judío, el árabe), por sexualidad (el gay, la lesbiana, el trans, el intersexuado), por edad (niño, el anciano), etc. todos aquellos que por la mezcla de sangre, por infantilización, por opción sexual comparten con ella, la duda misantrópica sobre su humanidad, todos ellos son: el enemigo excluido.
Así, la identidad de los amigos, marca la frontera infranqueable entre la pertenencia y la no pertenencia, entre lo que se incluye y lo que se excluye, generando en el excluido un sentimiento de otredad, que no es otra cosa que, vivir la experiencia de pertenecer y no pertenecer, ser y no ser al mismo tiempo, en un devenir identitario que, sin embargo, no puede con la propia existencia irreductible. Y es que, la identidad, no es algo que se da o que se recibe, sino que se padece, porque no se pertenece. En el sufrimiento de otredad de la irreductible existencia de la mujer-indio-negro-gay-lesbiana-trans-intersex, se inventa un yo, que a su vez, se inventa una unidad identitaria integrada y coherente, como decía Foucault. Un yo, que es una ficción, que suprime la espectralidad que nos habita y prohíbe toda identidad, ya que su sentido radica en la apropiación de atributos, en la neutralización de la otredad, en la propia mismidad. “Ese aparente yo que se intenta asumir es una ficción, lo propio de la identidad es la no-apropiación que deviene de esa presencia-ausente de la otredad en la mismidad al modo de fantasma.[1]
Esa otredad de la mujer-indio-negro-gay-lesbiana-trans-intersex, es la negación de una afiliación, de una raza, de una sexualidad, de una herencia que se asume irremisiblemente en la experiencia singular de la vida. Estos seres otros, han sido signados con varias marcas identitarias de pertenencia a una comunidad (feminista, indígena, afrodescendiente, TLGBI) y, es en esa misma marca identitaria, que se ha urdido la trampa, el estigma de su exclusión.
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Una historia de destierro, exilio y rechazo, ha dejado su huella en estos cuerpos, son marcas e inscripciones que esta corporeidad lleva consigo en su ser, siempre otro, otredad, extranjero: enemigo.
[1] Mónica Cragnolini, “Para una melancolía de la alteridad: diseminaciones derridianas en el pensamiento nietzscheano”, en: Revista de la sociedad española de estudios sobre Nietzsche, Barcelona 2001, p. 5