Las relaciones entre victimario y víctima - Daniel Waisbrot
RAMAS DEL FEMICIDIO
Las relaciones entre victimario y víctima
Texto extractado del artículo “Femicidios”, que apareció en la revista Psicoanálisis de las Configuraciones Vinculares, vol. XXXVI, 2013.
“Admitir que, en situaciones de violencia contra la mujer, pueda haber un entramado de alianzas inconscientes no implica en modo alguno eludir la responsabilidad del victimario ni poner en entredicho la condición de víctima del que ha sido pasible de esa violencia. Muy por el contrario, muchas veces la violencia se desata cuando se rompe algo de esa alianza”, advierte el autor de esta nota.
Por Daniel Waisbrot
Dado que el femicidio está sostenido en una compleja red que implica el discurso patriarcal dominante, la exclusión de la mujer, su objetalización, su nadificación; dado que se sostiene en un discurso social que llega a producir estampitas con la imagen santificada del femicida serial Ricardo Barreda; dado que, finalmente, las implicancias sociales, políticas y jurídicas del femicidio desbordan lo interdisciplinario, cabría preguntarse si el psicoanálisis vincular tiene algo para decir en esta vastedad de problemas. Es más, podríamos preguntarnos si pensar en cuestiones vinculares en relación con el femicidio no desdibujaría el bien común construido en torno de la noción de que existen víctimas y victimarios. Podríamos, insisto, preguntarnos si pensar en los pactos y acuerdos que organizan alianzas inconscientes entre los sujetos de un vínculo no implicaría de alguna manera una “disculpa” para los asesinos. Pero suponer un entramado de pactos y alianzas inconscientes no implica en modo alguno eludir la responsabilidad del victimario ni poner en entredicho la condición de víctima del que ha sido pasible de esa violencia. Muy por el contrario, muchas veces la violencia se desata cuando se rompe algo de esa alianza. Eludir, al teorizar, la violencia del “algo habrá hecho” resulta crucial a la hora de atender situaciones de violencia.
Lo cierto es que a nuestros consultorios llegan muchas veces parejas violentas. Veamos algunas alternativas para poder pensar estas escenas que, aunque no necesariamente terminen en un femicidio, muchas veces comprometen al analista en una escucha especialmente atenta a detectar su potencialidad. Hace ya veinte años, Janine Puget e Isidoro Berenstein definían la violencia en la pareja como “un acto vincular cuyo objetivo es el deseo de matar, eliminar psíquica o físicamente a otro sujeto, o matar el deseo en el otro, lo humano en el otro, transformándolo en un no sujeto al privarlo de todo posible instrumento de placer y por ende de existencia. Sólo impera el deseo de uno que se transforma en soberano. No admite la existencia de otro” (Puget, J. y colaboradores, “El status psicoanalítico de la violencia social”, Congreso de la Asociación Psicoanalítica Internacional, Ámsterdam, 1993).
De las diversas formas que adquiere la violencia de género dependerán las herramientas del dispositivo psicoanalítico que podremos utilizar, mientras sean viables. Será tarea del analista reconocer cuándo el dispositivo es insuficiente e incluso muchas veces iatrogénico como indicación. Como dice Miguel Spivacow: “Cuando la violencia es sólo verbal el trabajo clínico oscila entre intentar disminuir el nivel de destructividad, que es lo inmediatamente urgente, y analizar los dinamismos que generan la violencia. Se constituye así una situación clínica en que la teorización flotante que debiera caracterizar el trabajo del analista está muy amenazada, cuando no colapsada, por la atención de lo urgente” (La pareja en conflicto, Paidós, 2011).
Susana Matus y Silvia Gomel (Conjeturas psicopatológicas. Clínica psicoanalítica de familia y pareja, Psicolibro Ediciones, 2011) teorizan sobre funcionamientos vinculares con productividad de borde, donde el velamiento de lo imposible y la renuncia pulsional necesarios para constituir un vínculo se hallan frágilmente anudados. “En muchas situaciones, la desligadura pulsional convertirá a ésta en incontrolable y los afectos llegarán al paroxismo. Veremos aparecer las figuras del goce mucho más que las del deseo, y se sucederán las situaciones de riesgo de acting o pasaje al acto: accidentes, suicidios, adicciones, enfermedades graves, violencia. En este tipo de funcionamiento, la idea de riesgo para la vida psíquica o la integridad física de los sujetos está siempre presente.” Es en este tipo de funcionamientos donde aparece la cuestión de la locura vincular. Esther Czernikowski y Silvia Gomel (“Locura vincular” en Psicoanálisis de pareja, de Janine Puget y otros, Paidós, 1997) realizan un análisis exhaustivo de la problemática, redescubriendo el concepto de folie à deux para diferenciar locura de psicosis. ¿Es posible pensar que un vínculo de pareja produzca “locura vincular” sin que ello suponga necesariamente funcionamientos psicóticos en sus miembros?
Y, de ser así, ¿cómo generar algo del orden del cambio psíquico o, mejor en este caso, cambio en la posición vincular, que permita desarticular la locura?
Desde tiempos lejanos, y no sólo desde nuestro trabajo con parejas, sabemos que muchas personas se sienten locas en determinados vínculos y no en otros, y en general son vínculos de los que no pueden salir. “Lo sorprendente de esta locura es que muchas veces se produce a partir del encuentro y es frecuente escuchar: ‘Esto me pasa solamente con vos’. Se sustenta sobre modalidades de la alianza centradas en el desconocimiento de lo imposible en un plano localizado, que generalmente no abarca todo el entramado vincular sino sólo una parte de éste. De esta manera, la locura vincular se constituye como una nueva realidad conjunta, verdadera neorrealidad surgida del accionar vincular. El crecimiento desmesurado de la locura suele venir acompañado de un aumento de riesgo para la vida psíquica y/o física de los sujetos, riesgo que generalmente no es detectado por ellos” (Gomel y Matus, ob. cit.).
Sabemos que, en una pareja, un indicio de la gravedad de lo que les ocurre es el modo de procesamiento de la diferencia. Con la diferencia se pueden hacer en principio dos cosas: o se le hace un lugar o se trabaja para abolirla. Y a veces esa abolición incluye la muerte del otro. Siempre es difícil precisar si se presentará, y cuándo, el momento del pasaje al acto. Muchas veces la objetalización extrema, la nadificación del otro pone fin a las posibilidades de un análisis de pareja y se hace necesaria la derivación a espacios individuales. No se trata de esas parejas en las que los lugares de la violencia son intercambiables, más cercanos a estilos sadomasoquistas, donde hay intercambio de goce. Se trata de percibir cuándo la escena muestra el ejercicio del poder de género.
Gomel y Matus retoman una observación de Marie-France Hirigoyen “quien realiza una crítica a los psicoanalistas en cuanto a la idea de que el partenaire de un psicópata siempre debe preguntarse en qué medida es responsable de la agresión que padece y en qué medida la ha deseado, tal vez de modo inconsciente, y aun goza con ella. En cambio, esta autora afirma que se trata de la relación asimétrica entre un psicópata y otra persona que ha perdido su capacidad de pensar”. Para Hirigoyen, el partenaire es víctima. Lo que señalan Gomel y Matus es que esa situación de víctima es cierta, y no es inconciliable con haber formado en algún momento de una alianza inconsciente. “Cuando se trata de vínculos que se han sostenido a lo largo del tiempo, el pacto inicial –en el cual posiblemente se dio un arreglo de goces– muta, porque el mismo funcionamiento va produciendo un arrasamiento psíquico, un colapso de la autoestima y una caída desubjetivante de tal calibre que, cuando se presentan frente al analista, la persona ha perdido su posibilidad de pensar y, por ende, de transformar la situación.”
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Esto correspondería a otra forma de femicidio, quizá más habitual que la de Barreda. Una hipótesis posible sería que lo que lleva el pasaje al acto, la exacerbación de la violencia que culmina en el asesinato, sea la imposibilidad de sostener el vínculo en las claves de aquellas alianzas de entonces. Entonces, el “sos mía” deviene en “o serás mía o no serás de nadie”.
Violencia sexista
El femicidio “en su mayor parte es una violencia ejercida por hombres colocados en supremacía social, sexual, jurídica, económica, política, ideológica y de todo tipo, sobre mujeres en condiciones de desigualdad, de subordinación, de explotación o de opresión, y con la particularidad de la exclusión (Marcela Lagarde, “Del femicidio al feminicidio”, conferencia en el Seminario Internacional Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencias, Bogotá, 2006). El término “femicidio” es una construcción política que denuncia la naturalización de la violencia sexista. El concepto fue desarrollado por la escritora estadounidense Carol Orlock en 1974 y utilizado públicamente en 1976 por la feminista Diana Russell, ante el Tribunal Internacional de los Crímenes contra las Mujeres, en Bruselas. En la construcción de este concepto, todo el tiempo estuvo presente la idea de construir una categoría que tuviera implicación política, jurídica, social, de género, de atribuciones de poder, de violencia sexista y finalmente de violencia institucional generadora de impunidad.
En el trabajo que, en México, llevó a la sanción de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, en 2007, no sólo se dice lo que habría que hacer, sino también, y quizá fundamentalmente, lo que no se debería hacer: “No se vale intervenir conciliando. La conciliación, en todo caso, sólo podrá tener lugar después de un proceso judicial en el que las mujeres accedan a la Justicia, y al salir de ese proceso, si ellas deciden conciliar –ése es un asunto de ciudadanas libres– lo pueden hacer, pero no antes del proceso” (Lagarde, ob. cit.). Primero, justicia y proceso. Luego, veremos si el mundo psi tiene algo para hacer aquí. “La terapia de pareja”, dice expresamente, “no está incluida”.
Finalmente, la misma autora define el femicidio como “el conjunto de delitos de lesa humanidad que contienen los crímenes, los secuestros y las desapariciones de niñas y mujeres en un cuadro de colapso institucional. Se trata de una fractura del Estado de Derecho que favorece la impunidad. Por eso el femicidio es un crimen de Estado. El femicidio sucede cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales agresivas y hostiles que atentan contra la integridad, el desarrollo, la salud, las libertades y la vida de las mujeres”.
Alianzas inconscientes
A partir de la noción freudiana de malestar en la cultura, jerarquizamos la idea de que formar parte de un conjunto implica la aceptación de restricciones y constricciones. Que para pertenecer a un vínculo, cualquiera sea, habrá que hacer renuncias pulsionales, algo va a quedar afuera, algo no va a ser posible. Sabemos cuánto cuesta hacerle un lugar a esa renuncia y cuánto del trabajo de la vincularidad se despliega en la necesidad de lograrlo.
En el modo de armado de cada vínculo encontramos formaciones de lo inconsciente específicas, de producción vincular. Hemos ido conjeturando la noción de vínculo, convergiendo en que uno de los aspectos que lo caracterizan es el de las “alianzas inconscientes”, expresión de una tensión asociada al requerimiento de renuncia pulsional, en la relación con el otro, sea cual fuere la modalidad vincular en juego. La presencia del otro constituye un tope, la presencia es un efecto en sí misma, y no toda presencia se deja representar.
La presencia del otro o de los otros en los dispositivos vinculares psicoanalíticos dejó al descubierto los efectos de las alianzas inconscientes como un “saber no sabido” que mantiene unido a un conjunto, convocando a la escena las posibilidades y los obstáculos que cada vínculo, siempre diferente, siempre singular, encuentra para tramitar sus renuncias pulsionales. El otro como semejante, muchas veces ilusionado como idéntico, pero en verdad diferente y ajeno hasta el hartazgo.
Los dispositivos terapéuticos pluripersonales, que alojan tramas vinculares en conflicto, pusieron en evidencia el exceso, la diferencia, el desencaje entre las representaciones que los habitantes de ese conjunto tienen unos de otros. Que la presencia del otro constituía un tope, que no toda presencia se deja representar, que la presencia es un efecto en sí mismo. Se gestó así una línea de pensamiento acerca del prójimo que pone el acento en la irrepresentabilidad del otro real. Cada integrante del conjunto imagina, ilusiona, se representa al otro o a los otros del vínculo, sin que ello pueda abarcar completamente al otro. Habrá siempre algo no semantizable. Ello abrió a la condición de ajeno del otro, que amplió enormemente el concepto que tenemos respecto de la otredad, ensombrecida, soslayada por la pretensión de suponer un saber acerca del otro.
Sabemos que no hay manera de permanecer idéntico a sí mismo después de haber pasado por una situación de encuentro. Que no hay forma de permanecer inalterable al otro, que la transformación subjetiva no es una decisión teórica, sino un efecto subjetivo inevitable. Que el encuentro con el otro altera, transforma, destituye saberes e instituye novedades, que esa afectación genera transformaciones en la subjetividad más allá de toda coagulación identitaria. Ello no implica, desde luego, la inexistencia de marcas subjetivas que permanecen. No suponemos al sujeto cual hoja en blanco sin letra alguna, pero sí dispuesto permanentemente al cambio y a la transformación; sujeto en devenir.