Mateo Ricci: Ars Poética

Mateo Ricci: Ars Poética

Honrar el teatro, la amistad y la interculturalidad

Por VERA MILARKA


«El verdadero amigo no siempre sigue al amigo

 ni siempre se le opone: cuando tiene razón

 le presta sus oídos, cuando no tiene razón se le opone»

Por tanto, decir la verdad es deber propio del ser amigo»

M. Ricci, De la amistad-Dell’Amicizia


Un auténtico homenaje a la amistad, a la interculturalidad, al respeto por el ‘otro’, a la voluntad de un ser humano que hizo de su fe y de su vida un apostolado por y para la paz, y que llevó al límite la misión de una conciliación de creencias básicamente antinómicas, como el confusionismo y el cristianismo, es el andamiaje argumental, tal como lo describe su director Luis de Tavira, de la obra Matteo Ricci que termina temporada este domingo 3 de marzo en el Teatro Julio Castillo a las 18 horas.

La obra de Matteo Ricci es una magna puesta, por muchas razones que explicaré más adelante, y lo es en gran medida porque simboliza la memoria del mundo. De las migraciones y del trabajo de uno de los misioneros más sabios del humanismo renacentista italiano, como lo fue Matteo Ricci (1552-1610) formado en el Colegio Romano, que culmina sus viajes en Catay durante la dinastía de los Ming. Encabezó la primera misión a Beijing, y se embarcó en una travesía que supuso un laborioso trabajo en su observatorio astronómico, así como también la formación científica del ministro Xu Wanqui, en el contexto de la revolución agrícola de China durante el siglo XVI, cuando él se dedicará al anuncio del Evangelio, lo que en la jerga religiosa antigua se conoce como “acomodación” y ahora se le llama “inculturación” de la fe. Matteo Ricci fue el primer no chino en recibir el honor de ser enterrado en la propia capital, en un terreno especialmente asignado por decreto imperial.


Lo mejor de los dos mundos

Matteo Ricci es un montaje escénico creado por un equipo de artistas de primera línea que conjunta, en su polisémico concepto, lo mejor de una historia antigua con lo más audaz y propositivo de la tecnología actual. Este portento de teatro, porque lo es, y espero que muchos espectadores puedan comprobarlo antes de que termine su segunda temporada, ya que es difícil que la obra sea itinerante; no obstante, mi deseo es que se presente cuando menos un día a la semana en este teatro lo que resta del año, porque son de esas producciones que nadie debe perderse.

Confieso que me quedé completamente fascinada por la perfección de cada elemento dispuesto en el escenario y absorta con las palabras de cada texto de la historia; un tejido que se percibe entre las inmediaciones del diálogo abierto de la dramaturgia convencional y las llamadas “nuevas narraturgias” del drama contemporáneo más arriesgado. También fui hechizada por todo el ensamble actoral, porque el público forma “parte” de la experiencia escénica, vía un elenco dispuesto a ofrendarse con auténtico profesionalismo dentro del complejo teatral, que es toda una maquinaria de movimientos exactos, intenciones y evoluciones escénicas, que se traducen en una vivencia individual y colectiva regocijante.

En este sentido, la obra es una clase magistral de teatro (ars poética) donde convergen tareas actorales (occidentales y orientales) que han sido cumplidas a cabalidad, gracias a la impecable ejecución de artistas que se desempeñan a conciencia en cada gesto, actitud, emoción y tratamiento de sus diferentes personajes.

Hecha la recomendación inicial como un acto de fe, más que como un mandato propagandístico, espero que esta reflexión sirva a quienes les entusiasme tanto como a mí, adentrarse en las entrañas de una puesta en escena que da ocasión a muchas interpretaciones equidistantes al tema central; y que acaso propone también diversos niveles de lecturas y hasta coloquios, para analizarla a fondo, puesto que su armazón multimedia y multidimensional es de alta complejidad aunque, para fortuna de cualquier espectador, se disfruta fácilmente.

Matteo Ricci es una obra que cierra una trilogía teatral que comenzó en 2011 con La expulsión, una puesta que habla sobre la figura de Francisco Javier Clavijero y a la que le siguió, en 2018, El corazón de la materia, la historia sobre el paleontólogo Pierre Teihard, que busca revalorar el humanismo jesuita , obras escritas por José Ramón Enríquez, Luis de Tavira y José María de Tavira. Con esta sola referencia, no se dice demasiado de la riqueza de este último montaje, porque para quienes no vimos aquellas puestas, simplemente no conectamos de inmediato con estos temas que nos pueden resultar ajenos o lejanos. Es más, seguro que para muchos estas sola referencias pueden resultar un motivo para no ir a ver la obra, pues hay quienes son reacios a cualquier cosa que toque el tema de una religión que no profesan, o por simple prejuicio. Por eso me enfocaré de manera autónoma a esta obra, dado que no tengo elementos de comparación con sus antecedentes; no obstante Matteo Ricci se deja ver sin sus referentes, y al menos en mí provocó estas reflexiones, con una cierta pasión desmedida (como la obra misma) por compartir con la mayor parte de las personas que no la han visto. Atiendo a un mirada incisiva para contagiar al público de curiosidad para que se asomen a un universo escénico asombroso que no les dejará indiferentes, ni mucho menos les cansará. Esta puesta es como uno de esos libros de 800 páginas que sin embargo uno no quiere terminar para prolongar el gozo, además de no tener desperdicio alguno.

En más de una ocasión Luis de Tavira, el director de la puesta junto con Jorge Arturo Vargas, ha dicho que Matteo Ricci trata de un testimonio (el de la misión del jesuita ) que sigue vigente y abierto para enfrentar los temas del mundo contemporáneo:  “la intolerancia, la guerra y el malentendido sistemático de cómo entendemos las relaciones humanas”. Yo firmo al calce, este mensaje.

Foto: Sergio Carreón Ireta.


Sin prejuicio, concebida

La promesa de calidad y de arrobamiento para el público que decida ir a ver la obra, (sean espectadores avezados de teatro o simplemente diletantes ocasionales del mismo) les aseguro que les dejará una huella imborrable en sus corazones y en su memoria estética. No podrán por momentos ni parpadear en las más de tres horas que dura. Sí, resulta larga, pero no abúlica, y decir eso para públicos habituados a que si una página de internet no baja en 30 segundos la cambian, es jugarme el todo por demostrar que se trata de una puesta tan apabullantemente agradable, como para que no se salgan de la sala en el intermedio.

Esta puesta garantiza, sí o sí, que el público vea una de las mejores obras en cartelera, gracias a que actores, directores, dramaturgos, músicos, escenotécnicos y productores se han dejado la piel en cada minúsculo detalle de tan virtuoso y sesudo trabajo colectivo cuyo dispositivo multimedia, de gran formato, brinda lo mejor que he visto del  escenógrafo e iluminador Philippe Amand. Y a este paisaje de ensueño visual se agrega un concepto de exquisito diseño (por capas y veladuras de telas y texturas) expresado en el vestuario de Carlo Demichelis y Jerildy Bosch que evoca el siglo XVI desde una composición de elementos eminentemente contemporánea, una simbiosis apenas perceptible que rompe el esquema de lo meramente recreado o ilustrativo.

Esta épica navegación de ensueño gravita con las atmósferas sonoras diseñadas por Joaquín López Chapman “Chas”, Pedro de Tavira y Jesús Cuevas, quien toca instrumentos orientales en escena como el Hurdy-gurdy o zanfona, el guzheng, el bawu, el guanzi, la alghoza, el sheng, el cromorno, el shawn, el chapareque, los gongs, además del tambor tarahumara. Mientras que la composición de los coros son de Juan Pablo Villa, un músico que se destaca porque centrarse en la improvisación vocal, en una mezcla original con el free jazz y la música de cámara.  El elenco está conformado por Esther Orozco, Rocío Leal, Alejandra Garduño, Patricia Yáñez, Valentina Manzini, Cecilia Sordo Morán, Ricardo Leal, Héctor Holten, Andrés Weiss, Adrián Aguirre y David Martínez Zambrano.

Dicho lo anterior, con calma, intentaré ir deshilvanando la compleja madeja de esta trama que tiene ese toque prodigioso, casi de tipo cuántico, para introducirnos al periplo de su personaje central: el misionero jesuita, el italiano Matteo Ricci, a través de un hecho actual sin precedentes y que conmocionó no solo a la producción de la puesta; misma que inició en 2020 y tuvo retrasos importantes para su estreno por causa de la pandemia; sino también porque atravesó el alma de la propia Compañía de Jesús, y a toda la comunidad que la compone, debido el artero asesinato de dos padres de dicha iglesia, que oficiaban y vivían en la comunidad de Cerocahui, Chihuahua. Este crimen, perpetrado en 2022, necesariamente irrumpió, por su trascendencia, el desarrollo de la obra, pero se incluyó con maestría a la narrativa; y con un sentido de oportunidad agregó contenido de mayor calidad a la propuesta general del montaje.

Así, lo primero que vamos a ver al iniciar la obra son, precisamente, los acontecimientos que hicieron que un guía de turistas y dos sacerdotes jesuitas fueran asesinados a sangre fría, mientras que otras cuatro personas (dos hombres, Paul Osvaldo B. y Armando B, una mujer y un menor de edad, según informó la Fiscalía Estatal) al parecer turistas, fueron secuestradas la mañana de aquel fatídico lunes en la pequeña comunidad de Cerocahui, de poco más de mil habitantes, ubicada en la sierra Tarahumara (Chihuahua). Los sacerdotes jesuitas, baleados por la tarde del 20 de junio de 2022, eran Javier Campos Morales, de 78 años, y Joaquín Mora, de 80, asesinados al interior de la iglesia cuando le daban refugio a un hombre que era perseguido, Pedro Palma, el guía turístico, de 60 años.

Todos murieron en manos del asesino, José Noriel Portillo, apodado "El Chueco”, un narco treintañero posteriormente ejecutado, que no tuvo miramientos por nadie al momento de acabar con la vida de sus víctimas, inocentes todas. Y a pesar de ser una persona que los conocía de tiempo atrás, les arrebató sin piedad la vida a quemarropa.  “El Chueco”, a decir de los lugareños, conocido desde chico por los sacerdotes lideraba un ejército de sicarios desde hace años, y en una explosión de ira por la pérdida de un partido de béisbol, tras las secuelas psicóticas de varios días de desvelo y consumo de drogas, amén de su habitual tendencia a la prepotencia vengativa, mató a los respetados curas por haber intercedido por el guía de turistas, torturado por el sicario al arrastrarlo por las calles, y ya agonizante cuando se refugió en el altar de la iglesia.

Ese comportamiento despiadado hizo aún más dolorosa la pérdida de los curas para todos los habitantes de la zona, al ser prácticamente ‘testigos’ de cómo este sujeto asesinó con esa brutalidad a quienes jamás se les opusieron. Aumentó la zozobra de aquellos que transitan, laboran, conviven y dormitan atemorizados todos los días por el arredro de los capos que dominan el territorio y que controlan la siembra, la producción y el trasiego de la amapola en el área del barranco, y la parte alta de la Tarahumara en los municipios Urique, Uruachi y Guazapares. Precisamente entre quienes sobreviven a la inclemencia del clima en condiciones de pobreza, extrema en algunos casos, que son familias muy humildes sometidas cotidianamente a la voluntad del cártel de Los Salazar, grupo subsidiario de un cártel mayor como es el de Sinaloa, responsable, por cierto, del asesinato de la periodista Miroslava Breach, de 54 años, baleada la mañana del 23 de marzo de 2017 en la puerta de su casa.  Juan Carlos Moreno, alias "el Larry", uno de sus asesinos, cumple actualmente una condena de 50 años de prisión por el delito de “coautoría material” y aunque esta detención sentó un precedente según la ONG Propuesta Cívica, el diario La Jornada, para el cual trabajaba la periodista en Chihuahua, acusa que el resto de los asesinos sigue libre y ponen en peligro la integridad de muchos periodistas y casas editoriales dedicados a la Prensa, que publican temas vinculados al narcotráfico.

Es así cómo este primer detonador de la obra nos cimbra, y nos pone en alerta para seguir el hilo de la historia que, aunque de primera mano no se observe, tendrá mucho que ver con la misión que emprendió el padre Ricci hacia 1578. No quiero ser más descriptiva, ni mi idea es contar la obra a manera de ‘spoilers’; estoy segura que nada de lo que yo analizo aquí o menciono obstruye la experiencia escénica personal, ni muchos menos anticipa llegadas que emocionalmente impidan que el público se sorprenda de los acontecimientos. Por el contrario, mis reflexiones ponen de manifiesto algunos puntos clave en los qué reparar, para no perderse en los muchos vericuetos de esta obra, que los tiene; y tal como lo hizo el científico ilustre y clérigo renacentista, solo intento mostrar en primer plano un mapa del montaje, tal como Matteo Ricci lo hizo, ante los chinos, del mundo. Esto es, mostrar una cartografía que permita seguir los pasos para navegar (literalmente) en el sentido del periplo del misionero italiano, así como en el de significado que le damos hoy en día, cuando usamos esa palabra para cruzar mundos en apariencia inconexos, dentro de la telaraña magnética que es Internet.

El punto de partida de la obra pues, nos pone de frente ante la tragedia moderna, nos ubica en un territorio tomado y expoliado de México donde la impunidad gobierna por sobre el orden que debe imponer el Estado. Una preocupante realidad política y social (hay que ver cómo se expresa todavía más en épocas de elecciones) que no es de hoy, ni de ayer, sino desde hace décadas, y que se vive sin distingo en casi todo el territorio nacional (lo acepten o lo eludan las autoridades gubernamentales). Y esa temporalidad no disculpa a ningún partido o autoridad en el poder, por el contrario, los cruentos hechos perpetrados contra unos curas jesuitas que, como lo hiciera Matteo Ricci con los habitantes de China durante su encuentro, no hacían otra cosa más que amistarse y ayudar a la comunidad, nos hace un enérgico llamado a reflexionar, a conciencia, sobre lo que son verdaderamente las acciones de paz que se están implementando en nuestro país.

Más allá de las hueras didácticas discursivas que siempre se quedan en el ámbito de los buenos deseos de las campañas políticas, debemos reconocer como seres humanos que somos, tal como son quienes nos gobiernan, que siempre tenemos puntos ciegos y que no es posible avanzar si somos incapaces de comprender en qué estamos fallando.

Foto: Sergio Carreón Ireta.


El pueblo de la Tarahumara es una comunidad sumida en la miseria, no solo económica, sino en muchos casos también en el completo desánimo espiritual, y aquel terrible asesinato de junio de 2022 trascendió, allende las fronteras de México, por su significado real y simbólico.  Se ha convertido en una asignatura pendiente más para el gobierno de la Cuarta Transformación liderado por el presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, porque hasta hoy, ningún gobierno desde más de 80 años, ha quedado exento de responsabilidad sobre los acontecimientos que tienen a la población a merced de los grupos delictivos y las mafias de asesinos. Mafias tipificadas como las más sanguinarias del orbe, al parejo de la mafia coreana, la rusa y la siciliana, ésta última, hoy tan disminuida, que ya se le ve casi como un mito cinematográfico, respecto a la injerencia de la mafia mexicana y su red de narcotráfico ramificada en el mundo.

Así pues, esta obra empieza como “una operación en canal”, donde un detonador como este hecho, nos va llevar curiosamente no a una senda de destrucción y enfrentamiento, sino al camino de una especie de solución “redentora” de las diferencias humanas, culturales y lingüísticas, a partir de levantar una bandera de paz, sin caer en ningún momento en la ‘triquiñuela’ del panfleto político, ni la pirotecnia de los recursos multimedia. Es fácil sucumbir a ese teatro cuya retórica educativa pretende aleccionar al público, sin crear con arte universos propios de la teatralidad, que se expliquen así mismos.

La obra nos presenta a su personaje central, como una ser humano fuera de serie que llegó al corazón de los asiáticos en sus propias tierras gracias a su voluntad y ahínco de contactar con su cultura. Dispuso su fe doblegándose a lo diferente desde la inteligencia emocional, además de contar con una privilegiada inteligencia racional; pues como científico pudo descubrir en sus investigaciones una noción filosófica preclara sobre la importancia de no imponerse a la fuerza a los asiáticos. Su meditación la orientó a descubrir cómo hablaban y cómo pensaban y, sobre esas premisas, deducir su modo de concebir y visualizar el universo.  Partió del respeto y la legitimación de una civilización muy antigua, enteramente profunda en sus preceptos, para desde allí construir un vínculo, un auténtico ‘encuentro de dos mundos’. Y lo que consiguió no fue poco, logró darse la mano con los altos dignatarios y pensadores asiáticos para ‘comulgar’, en un mismo escenario histórico y espiritual más que estrictamente religioso, un concepto esencial de un Dios común, dentro del marco de sus respectivas diferencias e idiosincrasias.  

Esta labor le llevó años de estudios y de viajes, de observaciones y de aprendizajes personales y, sobre todo, un trabajo de mejora constante sobre sí mismo. Ricci no era un navegante pirata de los mares dispuesto a batirse a muerte para conquistar tierras y almas en aras de despojarles de sus tradiciones y creencias,  mucho menos antes de conocerlas. Matteo no era un bárbaro ni un mercenario al servicio de una mera expansión territorial; él era un hombre de conocimiento con enormes deseos e intenciones de descubrir aquel mundo ignoto que era entonces China, y para conocer esa cultura tuvo que hacer demasiadas cosas durante años para comprender cómo lograr ‘mimetizarse’ con el paisaje, con la vida y las costumbres orientales; y solo así ir penetrando en las conciencias de los ‘otros’ un concepto afín y compartido.  

Algo que se describe de un plumazo y que se dice fácil en el lenguaje actual como es la idea de la amistad; en la filosofía del viajero Ricci, se convirtió en un tratado que es el eje de su labor misionera del que hablaré más adelante. Hoy la amistad febril unida al mes de febrero, no pasa de ser un eslogan publicitario o entelequia de la Nueva Era, y no una idea espiritual esencial para la vida humana. Y es que hemos perdido el referente de lo que significa la amistad y compartir sus valores, más aún cuando, cualquier individuo en un crucero de una avenida cualquiera, en medio del tráfico vehicular, nos llama “amigo” o “amiga” casi justo antes de asaltarnos…, o peor aún, de apuñalarnos por la espalda.

Antes de desentrañar las bondades del personaje de Matteo Ricci, cabe distinguir las de la puesta, porque hay que decir que por más atractivo que es el personaje, su historia bien pudo resolverse de una manera lineal, cronológica, con una pesada narrativa tipo teatro escolar amateur, en el peor sentido del término. Podríamos imaginar incluso que se nos está invitando a un montaje con intenciones pedagógicas más que estéticas, y encontrarnos con una puesta --más que biográfica sobre una diáspora conectada con el presente-- con una reseña hagiográfica;  y tan solo ese cometido o tratamiento serviría para vacunar contra el teatro a cualquier espectador promedio.

Por eso, lejos de esa metodología académica, me enfocaré en lo profesional que sostiene al equipo de este montaje, que desde luego recae publicitariamente en anuncios tipo: “el espectáculo de Luis de Tavira y Jorge A. Vargas.. “ con la escenografía de Philippe Amand, pero esas promociones no valen para aquilatar su valía. De hecho esa clase de publicidad sobre todo de los medios de comunicación convencionales, es como estratagema sensacionalista para seguir alimentando la “leyenda negra que muchas voces han hecho de Luis de Tavira”; y no solamente desfavorece el concepto general del montaje, sino que también obstruye y mina el trabajo de todas las personas que han dispuesto su enorme talento para llevar a cabo esta obra.

El maestro Luis de Tavira, desde 2016, cuando dejó la dirección artística de la Compañía Nacional de Teatro (CNT), labor institucional interpretada por muchos teatristas a partir de una idea bastante pobre: “es como poner un penthouse en una vecindad” dijeron; evidencia que la investigación sobre políticas culturales en México ha estado con mucho desprovista de herramientas teóricas, para reconocer la importancia de que el teatro mexicano tuviera un elenco estable y desde ese bastión, se conformara una agrupación representativa del teatro subvencionado por el Estado; y que a partir de ese organismo, se configuraran su objetivos específicos, lo que no significa anular de facto al resto de los enfoques o estéticas que supone el universo de los Teatros (en plural), no desde una visión única y unilateral como se sigue analizando la actividad.

Abundan los ejemplos de compañías representativas de sus países en el extranjero en los campos también de la música y la danza, y no nada más en México, que derriban el pírrico argumento. Aunque las falencias posteriores de la Compañía se hicieron evidentes, se tuvo que partir de una estructura básica. Nunca se mintió sobre este cometido y todo quedó en una grilla amarillista que hoy, por fortuna, ha dado ocasión a la apertura de muchos caminos hacia la descentralización de las producciones, y al concurso democrático del elenco, además de otros temas subyacentes que habían molestado y preocupado a la comunidad teatral, dejando de lado la queja de quienes simplemente denostaron su conformación sin proponer nada.

El director artístico fundador de la CNT, Luis de Tavira, fue de a poco ‘regresando’ a su oficio de teatrista, docente, director, escritor, etc., lo que implicó dejar a un lado su labor dentro de la administración pública. Eso le permitió desde hace algunos años “renovar sus votos” no solo como ‘jesuita’ ya que él mismo ha formado parte de esa Orden, de la que ha sido miembro activo desde que fuera profesor en la comunidad de la Universidad Iberoamericana con la que se ha vinculado estrechamente, sino también continuar con su propio ‘apostolado’ teatral, al responder creativamente a inquietudes personales y sociales, (no estrictamente religiosas) como lo ha  hecho en esta ocasión a través de un personaje como Matteo Ricci. También cabe señalar, que en su puesta asume sin remilgos mojigatos su posición de denuncia con respecto a los asesinatos de los curas en Chihuahua. Por eso pienso que su trabajo como creador y director (además de su oficio como pensador y teórico del teatro) desde mi perspectiva de este momento sobre su montaje, se evidencia casi como una obra ‘cumbre’ del maestro, aunque suene algo ‘inflamada’ la aseveración.

Pero no solo es un hito en la trayectoria profesional de él, sino también de Jorge A. Vargas, e incluso de Philippe Amand, y no es para refrendar la mercadotecnia de que son “un trío de famosos que refulgen sus nombres en letras de luz neón sobre las marquesinas del teatro actual en México”, sino porque encuentro seriamente, en sus diferentes carreras, una línea en continuidad de Matteo Ricci con sus mejores trabajos. Me refiero a una contundencia conceptual de cómo hacer teatro, que implica esta suerte de punto culminante de varios miembros del equipo que forma esta producción. A mi juicio esta puesta, bien vista, es toda una declaración de principios (estéticos, filosóficos y dramatúrgicos) en cuya calidad se expresa cabalmente un teatro mexicano actual y universal, que funciona bien como un referente escénico de buena factura, y que arriesga y propone en todos los elementos que se ponen en juego.

El equipo está conformado por un grupo de artistas que además de ser amigos entre sí, sobresalen por su talento, más que por sus filias o fobias intra o extra teatrales. Son un ejemplo vivo de lo que la puesta pretende honrar con la historia que cuenta, y de lo que quieren proponer al mundo (no nada más al público mexicano y mucho menos únicamente al ‘respetable’ público aplaudidor).

Se constata en la puesta, el trabajo de quienes ya han hecho mancuerna en otro momento. El texto escrito, por ejemplo, con la colaboración de otro maestro del que no me atrevería a decir que es su mejor obra, pero sí una de las más notables, José Ramón Enríquez, se sostiene porque es un dramaturgo experimentado e investigador de teatro muy avezado en temas históricos; cuenta en su haber muchos textos valiosos y éste, armado al alimón con Luis de Tavira y Pedro de Tavira funciona en un entramado que se completa con el ejercicio dramatúrgico exploratorio en comunión con la dirección de Jorge A. Vargas y el propio Luis de Tavira; y que para más datos, se anuda perfectamente con esa ‘otra dramaturgia’ de la acción desde el diseño multimedia tipo stoytelling de Philippe Amand. En esa perfecta amalgama, es muy difícil diseccionar dónde empieza o termina lo realizado por uno u otro creador;  eventualmente intento hacer el marcaje, pero lo hago simplemente como un recurso taxonómico necesario al que acudo, para poder ubicar a cada artista, en su principalísima y no secundaria co-creación, dentro de la propuesta general del montaje.

He comentado algunas veces en diferentes contextos, que una de las obras más emblemáticas de Luis de Tavira, La Honesta Persona de Sechuán (1942), de Bertolt Brecht, estrenada en 1979 en la antigua sede del Centro Universitario de Teatro, en Coyoacán, fue también algo así como un parteaguas en su carrera. Por razones que no desarrollaré aquí, creo que esa obra sentó un precedente en su forma de hacer y producir teatro, que incluso, muchos años más tarde, cuando la repuso con los actores del Centro de Arte Dramático de Michoacán en 2004; la puesta me pareció notablemente disminuida respecto de la primera versión y carente de ese ‘estilo glorioso’ que catapultó en esa década el trabajo del maestro Tavira, justo cuando se convirtió en un “monstruo” del teatro mexicano, (al menos en la leyenda urbana de la 'República del Teatro', visto así  sobre todo para algunos grupos que se le oponen sistemática e irracionalmente hasta el hartazgo, haga lo que haga el director, y ‘haiga sido como haiga sido’ y por los siglos de los siglos…) Un exceso, dicho sea de paso, que su talento y personalidad sigan considerándose “demoníacos”.

Lo cierto es que, inevitablemente Matteo Ricci me evoca lo mejor del teatro que ha hecho el director en los más de 40 años de su trayectoria artística, que es más o menos, desde la época en la que yo he visto una buena parte de su obra (no toda, desde luego). Y decir esto no es poca cosa, porque hablo de que esta puesta tiene lo mejor de su gran experiencia de hacer teatro brechtiano, ese teatro que apunta al distanciamiento; a la épica de tema político atravesado por el ‘montaje’ en el sentido del collage de prensa y documento, algo que maneja a la perfección. Tan solo hay que recordar Los Ejecutivos de Víctor Hugo Rascón Banda estrenada en 1996 en la Casa del Teatro, una puesta también icónica para este ejercicio comparativo, y que también refuerza la idea de que el trabajo de Philippe Amand, quien fue el entonces joven escenógrafo de aquel montaje, encuentra una evolución consistente en su carrera con la puesta de Matteo Ricci, pues sin duda como artista creador de mundos y desde la escenotecnia multimedial, este es uno de sus trabajos excepcionales que supone un alto grado de dificultad.

Aquella modesta puesta, porque estaba más sustentada en el concepto que en el presupuesto, formaba parte de un proyecto de pequeñas piezas basadas en hechos políticos y sociales del momento reseñados en la prensa. Un teatro “de bolsillo” e inmediatista que tenía una vigencia que conectaba con el espectador, y que nos cautivó a muchos porque nuestra sociedad había sido atravesada por fenómenos como el EZLN y el reciente magnicidio del candidato a la presidencia de la República, Luis Donaldo Colosio.

Si hoy estuviera vivo el maestro Víctor Hugo Rascón Banda, como saben algunos, oriundo y digno representante de Chihuahua, se habría sumado al equipo de escribir este texto y también habría señalado con la misma mano que empuñó su dramaturgia, un reclamo hacia los gobiernos de México y ante la ciudadanía, por lo acontecido con los padres jesuitas, precisamente en las entrañas de las tierras tarahumaras, tan cerca del narcodesierto del Norte, que él conocía a la perfección, y tan lejos de la mano de Dios…y la justicia.

En Matteo Ricci, un montaje muy elaborado en su composición, veremos el gran trabajo de guiñol brechtiano, hay que observar la belleza del trabajo de los actores con máscaras jugando (trabajando y sudando la gota gorda) al proponer un conjunto de posiciones corporales increíbles, a cual más virtuosamente complejas; pues cada actriz y actor, ha sido llamado a no conformarse con ‘actuar’ de sí mismo, o a representar medianamente un papel. Más bien sugiere que han sido ‘retados a transfigurarse’ en muchos personajes, con actitudes diferentes y definidas, en antípodas de movimientos cuya visible expresión de tensiones corporales se descubren en cómo, por ejemplo, en una sola postura podemos observar que una rodilla va hacia un lado, al tiempo que el muslo se opone, mientras el cuello y el rostro apuntan hacia otro sitio, y las manos y brazos se mueven en sentidos diversos o contrapuestos.

Esto no es producto del azar, ni de la chapucería del ego actoral, es una conciencia corporal presente, que comunica la naturaleza de los personajes (sus máscaras) y es muestra de su pericia actoral: el dominio de su instrumento (el cuerpo) amén del uso correcto de la voz, que también está entrenada para traspasar las fronteras de las máscaras, emitir un tono sin distorsión y proyectar un volumen potente sin el uso de un micrófono inalámbrico, así como también proyectar una elocuente dicción; y todo eso al mismo tiempo, con una sencillez que nos obliga a reverenciar el trabajo de los actores, algo que ya es poco común observar en el oficio de las nuevas generaciones o de los ejecutantes del llamado teatro comercial ‘low cost’. Esto es simplemente una descripción somera de lo que cada actor/actriz tiene como cometido hacer en el escenario puesto que también cantan en algunos casos; y a mi juicio, sin temor a exagerar, es también una proeza actoral (esta sí, inteligencia actoral y no obsolescencia teatral) con resultados exactos y competentes de todo el elenco.

Si bien la puesta está sustentada en el guiñol y la máscara de corte expresionista, además se añade el trabajo de marionetas y hasta de botarga, creadas por el artista José Pineda, lo que implica también una gran destreza de movimientos por parte de los actores-titiriteros, debidamente capacitados para ello, donde también sobresale la factura de los muñecos creador por Susy López Pérez.

Es realmente apabullante estar tranquilamente sentados en la comodidad de nuestras butacas observando gozosos y sin mover ni un dedo, como se despliega la precisión de las escenas, la gracia de los movimientos y la armonía del trazo del director en secuencias donde se destaca la genialidad de la composición escénica operada por los actores y las actrices. Como una pieza de relojería todo funciona sin contratiempos,  los elementos de la escenografía son una sinfonía visual y hasta los muñecos (cabe decir que hay autómatas en escena) forman un conjunto que avasalla los sentidos, y nos remite a toda la mecánica de la física y la ciencia matemática del momento histórico que se cuenta, con un sentido del humor exquisito, en donde el que no sonríe o es un ser desprovisto de emociones o definitivamente está ‘muerto’.

Estas son algunas de la razones que mantienen al público sin poder casi ni pestañear en la obra, porque justo en esa combinación de muñecos y seres humanos (que hoy como nunca viene a cuento por aquello del irracional temor sobre el transhumanismo y la inteligencia artificial), queda aquí expuesto como un gran performance donde lo que prima es la felicidad que supone el juego de la creatividad humana, desde tiempos inmemoriales. 

Una de las escena más luminosas de la puesta (entre decenas) es, como estos autómatas que son los alumnos de una clase magistral de matemáticas que Ricci da en un auditorio, son como los muñecos del memorable montaje del director polaco Tadeuz Kantor (1915-1990) en su legendaria obra La clase Muerta (1975) con su grupo Cricot 2, una puesta que dejó uno de los recuerdos más entrañables que tengo del teatro europeo en México. En la puesta de Matteo Ricci, que yo resignifico como un “palimpsesto” de aquel montaje, convierte a estos personajes mecánicos, en seres ‘virtualmente’ ¡vivos! Y en ese "mínimo" recurso escénico presenciamos la tan manoseada idea de la llamada: “magia del teatro”. Que esencialmente se dirige a proponer lo que de suyo tiene la esencia insustituible del teatro, y que no comienza con Esquilo o Sófocles en Grecia, sino que encuentra sus orígenes en las ceremonias tribales de los primeros homo sapiens, pasando por Egipto, India, Mesopotamia y China.

Me refiero al teatro como ese arte del verdadero demiurgo de la mise en scene que dejará siempre su impronta en lo dramatúrgico, lo teatral por antonomasia (no porque lo grite o se decrete con palabras en un papel o en una pantalla de computadora), sino porque todo lo que es tocado por la comunión del convivio sagrado y profano, es convertido por lo teatral, en un estado esencial del ser, en absoluta presencia transfigurada: esa que es la vida ‘otra’, a la que asistimos entregados a una convención mancomunada con los actores. Se trata de un ‘acuerdo de partes’ que, por cierto, nos es afín paradójicamente por su diferencia de lo real o de la realidad misma. Este enunciado también podemos descubrirlo en los entresijos del montaje, como su tesis filosófica, ética y estética donde lo único que sobra es el amor al teatro, a la amistad re-ligada, gracias a la disposición de un equipo de artistas sumergidos de lleno en la aventura (como la de Ricci) para conquistar nuestras mentes y corazones de espectadores, su tributo al “Dios-Teatro” comienza con su rendición total al oficio, al transformarse en auténticos prestidigitadores frente a nuestros ojos.

¿Puede haber mayor regalo, que el teatro en presente y en presencia?

Este conjunto creativo, también de manera inevitable, me hizo recordar y ratificar el talento de Jorge Antonio Vargas, con uno de sus montajes (multimediales, políticos y performativos) como el de Amarillo (Texas), un trabajo con la compañía Teatro Línea de Sombra, que tuve ocasión de ver en 2009, cuando el Teatro El Milagro auspició en su foro la presencia de muchos grupos de teatro de las entidades; una puesta visualmente espectacular, que explora profundamente el tema de los migrantes y que codirigió con Alicia Laguna. Todas sus temporadas del montaje en diversos espacios siempre se realizaron con la misma impecabilidad en el uso de las nuevas tecnologías, la plástica y la corporalidad, sobre la premisa de un concepto que no rebajó a la categoría de panfleto el tema de la obra, demasiado trillado también, como el de los migrantes mexicanos en Estados Unidos. No sucumbió al lugar común, a pesar de que juega con elementos hiperrealistas en la escena.

Foto: Sergio Carreón Ireta.


Pasión por construir mundos

En Mateo Ricci puedo distinguir esta pasión por construir mundos sobre las periferias, la búsqueda de los subterfugios de los grupos humanos desplazados, el continuo ir y venir de personas en una suerte de delgada franja histórica y geográfica, donde los personajes (y los actores) se juegan la vida como si fueran funambulistas parados en una cuerda floja, a miles de kilómetros de altura.

Esta hipnosis del vértigo, como la que nos subyuga en casi todo el arte contemporáneo desde los años 70 en adelante y que encuentra referentes importantes en los nuevos happenings de los años 90 y de los años 2000, está presente en la puesta. Los vemos con el despliegue de las pantallas que se ocupan en distintos formatos, que imagino que en la dupla colaborativa entre Vargas y Amand, especialmente para este diseño, se dieron encuentros muy afortunados, porque los resultados en ningún momento son decorativos o accesorios.

No se trata de usar la tecnología porque sí, tampoco hacer de ésta, una treta para engañar al ojo humano o sustituir la creatividad con la adicción inducida que padecemos en la era de las redes y los celulares. Al contrario, es reconocible cuando un artista tiene una formación sólida en historia del arte, artes visuales contemporáneas y también en la estética de las nuevas tecnologías. No se trata de un recurso dado a resolver a la Inteligencia Artificial con las preguntas exactas, (aunque no lo descartaría), sino que se evidencia que hay una cultura humanista realmente que avala el concepto radial de los creadores; se nota en la articulación semántica de los ambientes (escenotécnicos y en las atmósferas de la música en vivo y la composición de las canciones que se cantan, y lo mismo sucede con los efectos que son atmósferas concomitantes).

Se trata de una significación que agrega contenido a la narrativa,  sea  a través de pantallas gigantes que semejan las de celulares, y que también operan como ventanas, todo se dispone a completar las ‘peripecias’ de la historia. Son señales significantes y funcionan como partes sustantivas de la propuesta en conjunto, que es, finalmente, una suerte de diseño en fractales de la totalidad escénica (tanto en los contenidos iconológicos como narrativos en su elaborado abecedario icónico).

Dentro del diseño multimedial (escenografía, iluminación, diseño sonoro y música en vivo), los paneles donde se proyectan los complementos que contraen el tiempo y expanden el espacio del devenir escénico (el de los personajes y los paisajes visuales-escenográficos) funcionan como secuencias semánticas en movimiento que agregan sentido a la polisemia dramatúrgica, que transcurre en una temporalidad no estrictamente lineal ni progresiva. De este entramado surge el habla de los personajes y los escritos que aparecen proyectados en las pantallas, además de las acciones contadas y cantadas por el coro, que guían la diáspora del jesuita por las diversas geografías del continente europeo hasta su llegada a Pekín. Podemos darnos cuenta que todo en conjunto, es el mapa teatral de la puesta, pero definitivamente no es todo el territorio escénico, por eso hay que ir ha constatarlo cada uno/a como espectadores.

Cada elemento, cada composición es armónica, pero no en un equilibrio cartesiano, la ruta del director de escena muestra su intención artística sin equívocos. Todo funciona como “estaciones de llegada”, cada escena señala los diversos pasajes de la vida del misionero (y eventualmente del artero crimen de los padres jesuitas en Chihuahua).

Para no perder al lector en estas profundidades descriptivas, regreso a intentar sintetizar los elementos que considero más sobresalientes de la vida de este personaje en los que el montaje hace hincapié con todos los recursos a su disposición que, como he señalado, van de un teatro que pretende hacer conciencia en el espectador del fenómeno histórico, social y cultural de la travesía misionera, sea rompiendo con la cuarta pared y alejándose del realismo, para mejor usar la metáfora en una poética que combina el arte chino y la convención de un teatro occidental, donde el coro funciona como un elemento aglutinante de este gran teatro “mestizo” o “híbrido” también, atravesado por la trashumancia de las marionetas, los muñecos y el teatro de sombras. Todo unido en un dispositivo que usa el recurso de la mise en abyme (“puesta en abismo”), cuyo procedimiento narrativo consiste en “imbricar dentro de una narración otra similar o de misma temática” o lo que hoy conocemos como ‘metateatro’ (teatro dentro del teatro) que se construyen en distintos planos de lectura y que transita del teatro documento al teatro épico y, eventualmente, se apoya con acentos de la ópera asiática y sus respectivos guiños con el ritual escénico de diversas ceremonias orientales.

Foto: Sergio Carreón Ireta.


Servir con esplendor al Supremo Cielo

De la amistad, de Matteo Ricci, supone la primera obra escrita en chino por un europeo y es justo en la obra misionera ricciana donde se observa una bifurcación humanista de doble vía: por el lado de la ciencia, la enseñanza de las matemáticas, la cosmografía y la astronomía; por otro, ofrece su saber al traducir al chino, los diez mandamientos, las oraciones y las máximas cristianas, como la basa de un método misionero inspirado muy probablemente en el libro de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, donde todo queda presidido por el presupuesto de: “ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla”.

Tal  como lo afirmara en sus versos la puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió, quien  tras haber emigrado a territorio cubano en 1888 escribió que “Cuba y Puerto Rico son de un pájaro dos alas” , letra que luego hiciera famosa Pablo Milanés con la canción Son de Cuba y Puerto Rico con la Nueva Trova Cubana, Ricci habría definido su estilo misionero a partir de sus primeras máximas sobre la amistad: “El amigo no es otra cosa que la mitad de mí mismo: así, es otro yo. Por tanto debo considerar al amigo como a mí mismo”. En la escritura antigua la palabra amigo estaba compuesta de “dos manos” de las cuales, al menos, podemos asirnos; la palabra compañero estaba compuesta de “ala y ala”, es decir, dos alas, con las cuales el pájaro puede volar.

La amistad, para el jesuita es el instrumento fundamental de la comunicación intercultural desde donde nace la misión y sentencia: “Si no puedes ser amigo de ti mismo, ¿cómo podrás ser amigo de otros?” “Un hombre solo no puede cumplir cada cosa por eso nos hacemos amigos del Señor del cielo y le hablamos directo y francamente como a un amigo”.

El libro de Ricci sobre “la verdadera doctrina del Señor del cielo” implicó muchas horas de intercambio amistoso acerca de la filosofía de Confucio y de los principios del budismo y taoísmo, para poder ser expresión de la sabiduría de la amistad reflejada en un diálogo imaginario entre letrados de distintas culturas. Para Matteo Ricci, la sabiduría universal ha enviado a los hombres la amistad, para que así se presten ayuda mutua. “Si se eliminara del mundo este precepto, el género humano seguramente se disgregaría,” escribió.

En el prefacio que Qu Tai- su, el sabio, escribió en 1599 para la edición del libro De la amistad, se leen comentarios significativos que describen con justeza la semblanza del jesuita. “Me convencí de estar frente a un hombre fuera de lo común (…) él no busca hablar de sí mismo ni distinguirse, sino que quiere ser considerado como el pueblo común. Recita los “santos” y quiere respetar las leyes de los emperadores. Ha tomado el hábito de los letrados y ofrece el sacrificio al Cielo en primavera y en otoño. Observa los principios morales en su persona, para proceder por la vía de la verdadera virtud. Manifiesta el deseo de venerar y de servir al Cielo para hacerse útil a la verdadera doctrina”.

En 1593 Ricci, estudioso incansable, terminó la traducción del Canon Confuciano y en 1608 tradujo y publicó en chino los Elementos de Euclides. Esta labor también evangélica, le acercó definitivamente a la cultura china y consiguió tener buenos amigos hasta en la misma corte imperial, dicho reconocimiento a su labor y a su persona le valió el sobrenombre en lengua china de Li Matou o Li Madou , tal como se le conoce en aquellas tierras, aunque nunca pudo entrevistarse cara a cara con el Emperador Wan Li.

Foto: Sergio Carreón Ireta.


Del banquete al convivio


“Los pájaros se unen en amistad para cantar

y los hombres tienen amigos para vivir; ahora,

 los pájaros no admiten una amistad falsa,

 ¿la admiten los hombres?”

Feng Yinijing

En el prólogo al tratado de amistad de Ricci, escrito por Feng Yinjing para la edición de 1601, éste además de citar frases memorables del sabio, encuentra esta hermandad amistosa como el fundamento e instrumento de comunicación intercultural entre Europa y China. El tratado es el resultado literario de la visita a la casa del príncipe de Jian’an, quien lo habría recibido con una gran fiesta. Luego de aquel refinado banquete, el príncipe le dirigió las siguientes palabras: “Cuando hombres nobles de gran virtud se dignan a pasar a mi tierra, no hay ocasión en que no los invite”, así también quedó asentado en el tratado del misionero: “Yo, Matteo, me retiré con obsequios, escribí aquello que había escuchado desde niño, compuse un opúsculo sobre la amistad y lo presenté con respeto”.

Los conceptos de Ricci sobre la amistad conjugan lo mejor de la sabiduría de Occidente, que deviene a su vez de los clásicos griegos: Plutarco, Aristóteles, Diógenes Laercio;  y de los filósofos latinos, Cicerón y Séneca, a los que se suman enunciados de San Agustín y San Ambrosio, entre otros católicos.

Feng Yinijing subraya que la amistad es una de las cinco relaciones sociales naturales y que en el ámbito familiar discurren tres de ellas, “pues son las que conciernen a las relaciones entre padre e hijo, marido y esposa, hermano mayor y hermano menor. La relación amistosa en el ámbito social, se debe dar entre súbditos y soberano; y por último, la relación de la amistad en la relación de los hombres, lejos de considerarse recíprocamente como extraños, debe observarse como la posibilidad genuina de ser antes que otra cosa: amigos potenciales. La conclusión del tratado de Ricci se afirma, pues sintetiza con gran sutileza y sabiduría la mentalidad y la doctrina de Oriente y Occidente, pues “son idénticas.”

Foto: Sergio Carreón Ireta.

De “bárbaros a bárbaros”

Todo empezó con el jesuita Alessandro Valignano, un misionero italiano que supervisó la introducción del catolicismo en el lejano oriente. Se unió a la Compañía de Jesús en 1566 y fue enviado a Japón en 1573, él siempre pensó que no era posible acercarse a los orientales desde los métodos habituales de la evangelización, porque se trataba de una antiquísima civilización, con una cultura literaria y filosófica altamente refinada, que además contaba con una avanzada organización administrativa y una estima tan elevada de la propia civilización, que no admitía recibir enseñanza alguna de los otros pueblos, a los que ellos (como los europeos con otros grupos humanos de otros continentes) consideraban “bárbaros”.

El 24 de marzo de 1578 Matteo Ricci parte de Lisboa con una expedición de 14 jesuitas con destino a Goa, colonia portuguesa. Comenzó en Cochín su misión y allí fue reprendido por sus ideas humanistas, pues sostuvo que los indios deberían estudiar, de lo contrario, mantenerlos en la ignorancia atentaría a la postre contra los ministros de la Iglesia.

Esta misma idea la llevó a cabo Ricci, quien trabajó con ahínco en adaptarse a la cultura y civilización china, por eso aprendió mandarín, la lengua oficial, y estudió a fondo a los clásicos chinos. Lo hizo desde una actitud de apertura mental y moral a sus costumbres, y penetró en la mentalidad de los otros, porque sólo desde esa perspectiva pudo transmitir el mensaje de la verdad del cristianismo.

Ese fue el momento en que Ricci mostró también a los chinos, en su mapamundi, otras tierras más allá de sus latitudes, como el continente americano que para ellos era inexistente. Fue tan intrépido en sus métodos para desarrollar una didáctica del Evangelio de Cristo, y tan audaz en su respeto por el concepto de la otredad, ( lo que hoy nos es tan común y familiar) que esa iniciativa liberal se vio empañada por una polémica denominada de La disputa de los ritos, “en el debate se discutía si las prácticas rituales chinas de honrar a los antepasados de la familia y otros ritos formales confucianos e imperiales chinos calificaban como ‘ritos religiosos’ , más bien consideraron que eran incompatibles con las creencias católicas; esta controversia se generó dentro de la Compañía de Jesús poco después de su muerte, el 11 de mayo de 1610. 

Desde que Ricci llegó a China en 1583 transcurrieron 20 años, fue hasta entonces cuando pudo entrar a Beijing, la capital del norte, y durante ese periodo estudió a los clásicos chinos y pudo traducir al latín los Cuatro Libros de Confucio, así como publicar varios libros.  Mientras esto sucedía ya lo habían convencido sus amigos sabios, de vestir la seda azul de los letrados confucianos. Aquel joven jesuita de treinta años, a la manera de los litterati, se había dejado crecer las uñas y posteriormente andaría rapado a la usanza de los chinos y ya destacaba por escribir, entre otros libros, El palacio de la memoria, un libro sobre mnemotecnia (el estudio de la neuromemoria).

La lucha de Ricci no fue en vano, en 1692, el emperador Kangxi expide un decreto por el que concedía a los misioneros libertad para predicar en todo el territorio y libertad a los súbditos chinos para abrazar la fe cristiana.

Esta obra monumental de teatro tampoco ha sembrado las ideas del humanista italiano en terreno estéril, es sin duda un ejemplo del convivio teatral en toda su expresión, que nos brinda la oportunidad de conocer a un personaje honrado en la Iglesia Católica, a quien el Papa Benedicto XVI declaró "Siervo de Dios" y después, el Papa Francisco le concedió, el 17 de diciembre de 2022, el título de “venerable” por sus virtudes heroicas. Matteo Ricci, es una de las dos únicas figuras no chinas, junto con Marco Polo, incluidas en la gran representación de la historia china en el Monumento del Milenio de Pekín, una institución cultural nacional de interés público en China, que se construyó por primera vez, para coleccionar, exponer y estudiar el arte mundial.

** Agradezco las atenciones y las fotos de cortesía a la Coordinación Nacional de Teatro, y a la Jefatura de Prensa Teatro del INBAL por su apoyo para la realización de este ensayo crítico publicado en este Newsletter: Periodika /Otra Mirada


Vera Milarka

Directora de proyectos editoriales y creadora de contenidos en PeriodiK/Otra mirada

7 meses

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