Pasiones precoces
Como mezcla de sirenas de patrullero y de ambulancia alterando el tráfico nocturno. Con esa urgencia y esa aspereza deben sonar los vientos de la salsa brava, dura o "clásica", esa que se parió con dolor y alegría en el Bronx de finales de los sesentas y que llegó a su esplendor a finales de la década siguiente.
Es la música de la tragedia urbana por excelencia. Un arte que celebra -con honestidad y algo de ironía- el desarraigo, el dolor, la amargura, la traición, la esperanza y la crónica policial inherentes a vivir en las zonas pobres de una ciudad con ocho millones de habitantes, o más.
Es una música con raíces tan viejas como la humanidad: Africa. Por eso su base es de cuero de tambor; pero con robustas ramas en el jazz de donde le vienen la improvisación y el ensamble de los metales. Y por supuesto con la tradición sonera -negra e indígena- de Cuba y Puerto Rico, todos bien mezclados en una muy usada coctelera de algún burdel de la cosmopolita ciudad de Nueva York.
Las letras abarcan desde meros pretextos ("Quítate tu pa' ponerme yo"), hasta confesiones íntimas y reivindicaciones políticas, sin dejar de lado el humor, las penas de amor ("Oyeme Juan Pachanga olvídala, que el amor no se mendiga"), la lujuria machista, la ilusión romántica, el sincretismo religioso, la crónica roja y, por supuesto, la sabiduría popular ("Maestra vida camará, te da te quita, te quita y te da").
El timbre del "lead vocal" no tiene que ser necesariamente el de Lavoe, pero es deseable que tenga ese filo de bisturí de neurocirujano, indispensable para extirpar de tu cerebro -sin dolor- el sentido común y otras inhibiciones.
El pianista, tan o más importante que el "lead vocal", pone de manifiesto con su arte la esencia de cada tema en una secuencia de improvisación compacta, intensa, imperfecta, pero irresistiblemente sugerente y seductora.
No es una música hecha para complacer, arrullar o "escuchar", sino para gozar bailándola, sufriéndola y sudándola en la pista de baile, en ningún otro lugar. A desmedro de las academias de danza con sus pasos memorizados, la única "receta" para bailar salsa brava es dejarse poseer por la música, que si es de la buena representa un boleto a un destino bien parecido al amor.
Entiendo a mis amigos a los que la salsa no les dice nada. Igual sordera padecería yo, quizás, si mi infancia no hubiera hecho una parada de dos años, allá por 1972, en El Callao. Y es que la salsa dura, como otros géneros musicales, es un placer aprendido, para iniciados precoces.
Por eso, en una fiesta brava la gente no se mide por la marca de la ropa, el color de la piel, el grosor de la billetera, la edad, la exquisitez del perfume o la tecnología del celular. Se mide por la honestidad que pones al gozar la música con tu pareja. La condición no es que seas "un gran bailarín". La condición, como en una orgía, es que goces sin pudor.
Si lo consigues, sin más trámite eres parte de una hermandad vital mientras tu cuerpo se convierte en un instrumento de percusión espontánea. Entonces, mi caso, entiendes que la auténtica desgracia de morir será afrontar el hecho de que ya no podrás bailar salsa brava nunca más.
Pablo Vásquez