¿Por qué preferimos la silla vieja?
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¿Por qué preferimos la silla vieja?
Cambiar es un lío bárbaro. Tu cerebro, con todas sus genialidades, es también un maestro en sabotearte.
¿La razón?
Ama lo fácil, lo cómodo, lo que no le quita más energía de la necesaria.
Y cuando algo rompe con esa rutina, se pone en modo defensa, como un perro ladrándole a la sombra.
Imaginate esto: en tu oficina, usás el mismo programa desde hace años. Sos un ninja con él.
Si te piden cambiar a uno mejor, aunque te digan que hará tu vida más fácil, tu cerebro grita: "¡Ni loco!".
Aprender algo nuevo le exige trabajo extra al córtex prefrontal, esa parte del cerebro que maneja lo complicado.
Es como manejar un auto nuevo con controles raros. Aunque sepas conducir, te frustra.
¿Conclusión?
Seguir con lo viejo siempre parece más atractivo.
Y no es porque seas vago, es ciencia. Cuantas más veces repetís algo, más fuertes son las conexiones neuronales en tu cabeza.
Es como caminar siempre por el mismo sendero en el bosque. Después de un tiempo, las hojas desaparecen y el camino se marca.
Cambiar significa machetear un sendero nuevo, incómodo y lleno de ramas. Tu cerebro odia eso.
Peor aún, tu amígdala —esa alarma interna de “alerta roja”— se activa ante lo desconocido.
¿Nuevo sistema en el trabajo? ¿Cambio de estrategia? Para tu cerebro es casi lo mismo que enfrentar un león en la selva: lo percibe como una amenaza, aunque no lo sea.
Esto genera estrés, ansiedad y la clásica resistencia que le ves a tu equipo (o incluso a vos mismo).
La realidad es que tu cerebro busca ahorrar energía.
Lo conocido, lo repetido, consume menos que adaptarse a algo nuevo.
Es por eso que preferís esa silla vieja en la oficina: es incómoda, pero familiar. Cambiar a una nueva, aunque sea ergonómica, es trabajo extra.
Ahora, ¿cómo hackear a tu propio cerebro?
Acá viene la parte interesante.
Primero, aceptá que el malestar inicial es normal.
Cambiar duele porque estás entrenando nuevos músculos mentales.
Y como en el gimnasio, al principio querés largar todo. Pero acá entra el truco: pequeños pasos.
No necesitás cambiar todo de golpe, solo ir adaptándote de a poco. Por ejemplo, si estás aprendiendo un sistema nuevo, comprometete a usarlo una hora por día, no todo el día.
Es un hack mental para que tu amígdala no se vuelva loca.
Segundo, buscá refuerzos.
Si el cambio te exige mucho, delegá parte del proceso o sumá a alguien que ya lo haya recorrido.
Aprender con alguien que “ya macheteó el camino” hace que tu cerebro baje la guardia. Es como tener un mapa en esa ciudad desconocida que te estresa.
Tercero, premiate.
Cuando avances con el cambio, aunque sea mínimo, celebralo. T
u cerebro responde bien a las recompensas, y este estímulo lo motiva a seguir avanzando.
Incluso algo tan simple como un café especial después de superar un obstáculo puede ser suficiente.
Finalmente, visualizá los beneficios.
Si solo te enfocás en el esfuerzo inicial, vas a renegar.
Pero si pensás en cómo será tu día cuando el cambio esté consolidado, tu cerebro tendrá una zanahoria que seguir. Es clave recordarte por qué empezaste.
Lo que no podés hacer es quedarte en la comodidad de la silla vieja.
Los caminos marcados se sienten bien hasta que se vuelven cárceles.
Porque lo que hoy te funciona, mañana puede ser tu mayor limitante.
Y no cambiar, en un mundo que cambia cada cinco minutos, es el mayor riesgo de todos.
Entonces, la pregunta no es si el cambio es incómodo.
La verdadera pregunta es:
¿vas a dejar que tu cerebro, con su amor por la comodidad, te frene de ser mejor? ¿O vas a tomar las riendas y abrir esos nuevos caminos?
Porque si no lo hacés vos, alguien más lo hará, y cuando mires para atrás, la silla vieja estará vacía.
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