Soñar sin tregua.
El día que conocí a Maradona.

Soñar sin tregua. El día que conocí a Maradona.

Corría el mes de junio de 1982. Después de abandonar mis estudios debido a problemas económicos y existenciales, acepté un trabajo como camarero en el prestigioso hotel Montíbolí de Villajoyosa.

La ciudad y el hotel vivían días de algarabía por la presencia de la selección argentina de fútbol, campeona del mundo en el 78. Periodistas de diferentes medios se congregaban para seguir los movimientos del equipo sudamericano, que tendría en el estadio del Hércules CF de Alicante tres partidos correspondientes a la primera fase del mundial de fútbol.

Juliette llegó al hotel como reportera de un periódico francés.

La observaba mientras realizaba sus notas y entrevistas. Me atrajo su actitud resuelta y su sonrisa: se veía segura y encantadora. Sin embargo, en ocasiones se quedaba sola en la terraza bebiendo café y mirando el mar, tan quieta que se confundía con el paisaje. Su mirada reflejaba cierta tristeza, un brillo de hastío, como si sus ojos fueran dos ventanas desde las cuales observaba la vida buscando algo más, algo diferente de lo que había disfrutado hasta ahora. Eso me cautivó. No me avergüenza reconocer que bastaron solo dos días para sentirme enamorado.

Podría haber notado lo absurdo de mi posición y haber desechado las ilusiones que brotaban en mi cabeza; pero no lo hice. A pesar de que en ese momento de mi vida estaba cansado de mi pálida existencia, algo en el fondo de mi corazón me decía que no sería así para siempre. Por eso no me resistí al amor infantil y dejé nacer la esperanza, para darle otro color a mis días, aunque todo terminase en una nueva decepción.

Miraba a la mujer de mis sueños mientras le servía el café, la comida o la cena. Ella sonreía cada vez que me acercaba: solo como un gesto de amabilidad y buena educación. Aquello me resultaba desolador. Anhelaba un significado diferente en esa sonrisa. Juliette era la mujer de mis sueños: elegante, sofisticada, seria y profesional, pero sobre todo simple y bella. Albergué la cándida idea de que ella se fijara en mí, pero al cuantificar nuestras diferencias, la desesperanza me envolvía. Ella era una pasajera y yo un simple camarero.

A cambio de una botella de whisky y un paquete de cigarrillos, el recepcionista me informó que Juliette dejaría el hotel la mañana siguiente.

Durante la comida, me acerqué tres veces a llenar su copa de agua. En dos ocasiones me agradeció con una sonrisa, pero la tercera vez, me miró extrañada e hizo un comentario a su compañero. Ambos se rieron antes de que yo me alejara lo suficiente para no escucharlos. Me sentí estúpido e irritado.

La esperé a la hora de la cena con una ansiedad desmesurada, que hacía sudar mis manos. No apareció.

Cerca de la medianoche, al terminar el turno, estaba exhausto, con los nervios desgastados y el corazón destrozado. Salí al balcón de servicio. Encendí un cigarrillo y caí en reflexiones sobre mi desafortunado amor. Miraba una estrecha franja de mar, que a esa hora, bajo la luna redonda y clara como un farol, se veía plateado y quieto. Me sobresaltó la llegada de un jugador argentino. Yo, en ese entonces, sabía poco y nada de fútbol, así que no pude reconocerlo, pero se trataba de alguien muy famoso. Los días anteriores lo vi dar muchas entrevistas y los periodistas lo seguían con afán. Mi primera intención fue ajustar el nudo de mi corbata y ordenar mi camisa; me quedé tieso… me di cuenta de que seguía con el cigarro en la boca y me dispuse a tirarlo, pero el argentino me hizo un gesto con sus manos, y me tranquilizó. “Cálmate -me dijo- no te voy a joder… A esta hora debería estar durmiendo, mañana tenemos un partido importante, pero no consigo dormir, y no puedo andar paseándome por los salones, si el entrenador se enterara, mañana me dejaría en la banca, y para qué hablar de la prensa, me harían polvo”.

Él era moreno y de estatura baja, corpulento, como un torito; labios gruesos y facciones toscas, el pelo crespo y largo cubría parte de su frente y sus orejas. “¿Qué haces?” -me preguntó, apoyándose a mi lado en la baranda-.

“Me relajo, antes de ir a casa”, le dije.

“Mirabas el mar con una cara tan triste que casi me pongo a llorar cuando te veo”, me dijo. “Si quieres puedes contarme, o podemos hablar de cualquier cosa, quizás te venga bien hablar, además necesito conversar de algo para distraerme y poder dormir”.

Con su actitud sencilla y relajada se ganó mi confianza. Entonces le hablé sobre mi enamoramiento. Su rostro me invitaba a hablar y yo me desahogué.

“¿Dónde está la muchacha?” -me preguntó-.

“Quizás en su habitación… no lo sé”.

“Terminas el cigarro y subes a hablar con ella. Asunto arreglado”. Lo dijo con seguridad, como si eso fuese una posibilidad cierta.

“Lo he pensado, pero podría perder mi trabajo”.

“Entonces ¿de qué amor me hablas?” me encaró… “si vale menos que tu trabajo”.

Me molestó su interpelación, y me apresuré a argumentar mi posición.

“Es lo único que tengo… sería diferente si tuviera dinero”, le dije con un tono seco, para sacarme un poco la rabia.

“¡Tienes miedo!” –su tono se volvió también duro, casi severo– “¿Sabes que en este momento mi país está en guerra? En este momento, mientras nosotros hablamos, hay cientos de jóvenes de diecinueve o veinte años en una trinchera en Malvinas, pasando hambre y frío, solo con un fusil viejo y cuatro balas para defender su vida, ¡su vida! porque te aseguro que ni uno de ellos piensa ahora en la patria. ¿Cuántos de ellos jamás volverán a su casa? Ellos pueden sentir miedo, pero tú…”

Quedé mirando el suelo, mi vida entera pasó por mi cabeza en unos segundos, guardé silencio.

“Mira” -continuó en el mismo tono- “aunque te dé una bofetada, ponga un reclamo y te despidan, habrás hecho algo por ti y por tus sueños. Podrás dormir esta noche con el corazón inflado, y no lleno de temores como lo tienes ahora. Además, aún te queda la responsabilidad, mejor dicho: el deber, de soñar con ella. Dime: ¿Quién puede pensar en obtener algo si no lo ha soñado antes? Hoy estoy con la selección argentina, pero no nací en la selección, soñé con ella desde niño, y con la copa del mundo. Cuando era un pibe me despertaba al amanecer, y salía con mi pelota de fútbol a la calle y me aburría esperando que los otros chicos se despertaran y salieran a jugar, entonces me entretenía con el balón, durante horas éramos solo el balón y yo. Después, mientras todos los chicos se divertían jugando al fútbol, yo, al jugar, me preparaba para llegar a un mundial; sabía que cada vez que tocaba una pelota me acercaba un poco más a un mundial. Me imaginaba en un estadio lleno, hasta las banderas… La copa no la gana el mejor jugador del mundo, sino aquel que más la haya soñado. Entonces, si no te has desvelado lo suficiente por esa mujer, no te desanimes si te da una bofetada cuando subas a hablar con ella”.

Estrechó mi mano, golpeó mi hombro y se despidió con una sonrisa.

Entré al restaurante del hotel, tomé una bandeja y puse sobre ella un vaso de agua y una rosa. Me dirigí al ascensor sin mirar a nadie. En el pasillo, a pocos pasos de su habitación, el corazón me latía muy fuerte. Me detuve. Después pensé que era normal, pues estaba aterrado: podría estar acompañada. Enfrenté mi temor y llamé a la puerta. Me concentré para no tirar la bandeja y derramar el agua. Mis manos temblaban. Me miró extrañada. Levantó ambas cejas. Su tenue sonrisa iba desapareciendo conforme transcurrían los segundos. No me decidía a hablar. Pensé en argumentar una equivocación, pero continué:

“Buenas noches, soy Manuel Soler. Este vaso de agua es solo una excusa para venir a su habitación. Quiero decirle que estoy enamorado de usted. Por favor no se asuste, me iré enseguida. Hoy me gano la vida como camarero, pero no será así para siempre. Le prometo que desde hoy soñaré con usted cada día, cada noche y en cada instante, hasta volver a verla”. Saqué de mi solapa la chapa con mi nombre y se la di, le dije buenas noches, justo antes de escuchar la voz de un hombre: “¿Todo bien, Juliette?”.

Al día siguiente, perdí mi trabajo.

Soñé con ella los años siguientes. Sin tregua.

En 1986, el argentino que me habló en el balcón levantó la copa del mundo en el Mundial de México y yo, a miles de kilómetros, mientras paseaba por una galería de arte en el centro de París, vi a Juliette. Lucía hermosa. Me acerqué. Bastaron pocas palabras para refrescar su memoria. La invité a un café. Ella aceptó. Hoy somos marido y mujer.

Fin

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