Un día perfecto.
Amaneció bajo un cielo mortecino. Los meteoritos seguían cayendo en una lluvia incesante de partículas que se desintegraban como los fuegos artificiales en las fiestas de verano. De vez en cuando, un relámpago cruzaba el horizonte con un destello cegador. Aquel lugar era pura electricidad. Desde donde el robot explorador esperaba una respuesta, podía divisarse todo el valle en su plenitud. El aterrizaje había sido un éxito, el pequeño artefacto desplegó su antena al poco de posar sus ruedas en el suelo.
Observó lo que tenía debajo, una superficie pegajosa y translúcida a través de la que se podían ver unas luces de un azul tan intenso como las Pléyades.
Según los datos de su memoria, el lugar de aterrizaje tendría que estar mucho más cerca del objetivo. Calculó la distancia que le separaba de su destino y comprobó que tenía la energía justa para llegar. Sin más demora se puso en marcha.
Llegó a su destino con la última fuente de energía casi agotada. Intentó conectar con el centro de control de la misión. No obtuvo respuesta, probó todos los canales disponibles y lo único que pudo escuchar fue una especie de murmullo lejano. Esperó pacientemente las instrucciones desde el control de la misión. Nada, únicamente silencio. Avanzó un poco más, hasta el borde mismo del acantilado y contempló el paisaje; a lo lejos, miles de robots mensajeros como él, yacían en el fondo de aquel profundo cañón, inertes. De haber tenido sangre, se le habría helado ante semejante desolación; gracias a su falta de sentimientos, no dudó ni por una fracción de segundo, y antes de agotar su energía entregó el mensaje.
La música se fue apagando lentamente, como cuando un dispositivo electrónico se queda sin pilas y la voz del cantante se extingue despacio, mientras los acordes se estiran penosamente. La voz sonaba débil, perdida en una lenta agonía… Oh, it's such a perfect day I'm glad I spend it with you Oh, such a perfect day ,You just keep me hanging on You just keep me hanging on…
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Cuando el doctor conectó el escáner a la cabeza del anciano no hubo ninguna respuesta de las nanomáquinas inyectadas en su cerebro. Nuevo fracaso del experimento, por alguna razón que no comprendía, los nanorrobots no respondían a los ultrasonidos y allí se quedaban quietos, sin reaccionar, desparramados por las neuronas de aquel pobre anciano que ya no sabía quien era ni quien había sido.
Salió de la habitación con gesto serio, muy contrariado, a consultar unos datos al ordenador justo cuando el anciano tumbado en la camilla dejaba escapar una lágrima.