Ventana Abierta
¿Qué hacer? Caminamos, los que podemos hacerlo. Se arrastran otros. Vuelan los más afortunados. Mas a la altura de nuestros ojos siempre se divisa una Ventana Abierta. Encontré primero lo que señala Cristián Gómez O. de The University of South Dakota, sobre la antología de estos veintiocho poetas de la generación que cruza los paralelos; se desfila por ellos desde los E.E.U.U. hasta el sur de la isla de Chiloé en el Chile contemporáneo, lejano y propositivo de lo realizado por las generaciones que siguen a esta, que nos presenta Julián Gutiérrez en Fin de Siglo, nueva poesía chilena de los 80. Gómez dice “que de acuerdo a lo que él mismo (Gutiérrez) señala en el prólogo, pertenecen a la generación del ’87, aquella que tendría ciertas coincidencias no sólo etáreas (todos nacieron en la década del sesenta, salvo Isabel Gómez, 1959), sino también, tal como lo plantea el propio Gutiérrez, citando a su vez a Jesús Sepúlveda, una “cierta pertenencia a una visión de mundo, una sensibilidad, un lenguaje y una formación relativamente similares”. Luego leí el aporte que señala la poeta chilena de San Bernardo Anita Montrosis, que nos dice: “que toda antología sin duda es un aporte ineludible para la memoria de las letras. De Armando Roa a Víctor Hugo Díaz, de Isabel Gómez a Leo Lobos, el antologador une a 28 autores de la promoción Post-87, nacidos entre 1959 y 1967, que comienzan a publicar a partir de 1987. Este libro es una muestra poética situada en la posmodernidad”. Anita abarcó otro segmento que aparece en la antología, dando valor a las letras de presentación del libro que ahora navega entre mis horas.
Después de leer lo expuesto y comprender que, de todo, por más lejano que parezca en la retórica, podemos encontrar una ligazón que permita unir lo que en principio se dice no unido. Voy a comenzar por establecer que los comentarios que se vienen, responden a dos arbitrarias conclusiones que se han ido formando entre conversaciones, los paseos por el barrio Lastarria ahí donde se emplaza la sede de la Editorial Ventana Abierta en busca de este libro. La Editorial y el trabajo sistemático de Gutiérrez permite a los lectores, a los amigos interesados en las letras que emergen del Chile literario, formarnos desde este universo a la realidad que percibimos y situarnos en el escenario de los poetas que anteceden la generación a la que pertenezco. La primera conclusión responde a las críticas de Cristián Gómez y Anita Montrosis, que se refieren arbitrariamente, como la antología y en general las conclusiones que uno desarrolla en la vida, a los aspectos que logran encajar de manera cariñosa en el mundo adquirido por las horas de lectura, el recorrido y el encuentro con estos personajes que forman parte de la antología. Ellos, han elegido mencionar a una parte de los poetas, por las razones que a cada uno le corresponden de acuerdo a su experiencia. Yo buscaré, y con ello aparece la segunda conclusión, mencionar la poesía de aquellos que han compartido conmigo el viaje, entregándome un portal al universo que ellos componen y dándome notas claras respecto a la búsqueda y la presencia. Señalo entonces que la razón de esta crítica, busca aumentar la invitación a la lectura de esta obra antológica, y en lo general, potenciar y espaciar de manera armónica la presencia de estos autores en la referencia que poseen las generaciones que siguen laborando en el legislar del universo.
Es así como comprendo, vivo y recuerdo. La voz del poeta transforma direccionalmente las sensaciones hacia un orden, orden en el cual “la Palabra” gobierna al pueblo, y es ella, y no el discurso quien interfiere en el pensamiento humano. Conversas en silencio. Algo fluye desde tus pupilas. Tal vez lo infinito de mi lenguaje. Así comienza el primer recuerdo del tripulante pasajero Francisco Véjar, (1967). Su poesía que es también la palabra, señala desde el comienzo de CAPÍTULO DE NOVELA, su pertenencia, su búsqueda, el conocimiento de un estado no real, el cual no podemos alcanzar para confirmarlo. Pertenezco también a esta ciudad, creo en la ficción que encarna, el sueño de alguien que no se reconoce y se busca incesantemente en los espejos… Pertenezco a esta ciudad, mas algo nos une y separa del abismo – de cuartos vacíos y sombras que se encuentran un instante en lo que está más allá de nosotros. Posee Francisco Véjar, un incalculable archivo de imágenes y experiencias que hacen de su poesía una estación permanente para los lectores que han de encontrarse con su obra. Los lugares son comunes para quienes se encuentran con sus letras, el metro, el autobús, el Austin-Mini, van situando un viaje que nos permite estar presente en su historia. La estación Leopoldo María Panero, nos hace presente el viaje, el poeta que se recuerda en su necesaria reflexión, en sus necesidades, en la cordura y la locura señalada por los espectadores y pasajeros. Aquí dejamos lata de cerveza, colillas que se acumulan en ceniceros, cenizas que se acumulan en cementerios. Observamos el funcionamiento del camión de basura mientras el dipsómano vuelve urgente a la estación a beberse el crepúsculo Nevermore. Es tan bella la ruina, tan profunda que ni siquiera el tiempo nos puede destruir. Niebla en la calle Miguel de Cervantes, niebla en la estación Leopoldo María Panero. Disfruta Véjar del recorrido con sus personajes, les brinda homenaje a los que han de mantenerse distantes de los mercaderes de la inocencia, de la pobreza, de la hipocresía, de la falsa moral, común a todas las culturas tras el silencio de casi toda la humanidad. Del silencio rescata la posibilidad de platicar libremente con los vivos y con los muertos que ama.
Del mismo año, quien partió con “Piedras rodantes” en el mil novecientos ochenta y ocho. Malú Urriola (1967) denota en sus textos el placer que le provoca escribir. La realidad se hace lamentable pues estamos asistiendo, ante el silencio del mundo que no lee, a una masacre masiva, estamos siendo cómplices de la colonización del mercado, de la mundialización de los errores, y es la poesía que nace de la palabra de Malú Urriola la que coacciona para que esto se revierta y deje de ser el presente una película a la cual asistimos. Soy un sueño aberrante. Y por cargar este deforme destino he aprendido a desprenderme de las gentes como se desprenden las plumas de los pájaros, las palabras de las palabras y las hojas del viento. En el hablarse a sí misma como primera lectora denota su conciencia sobre lo infinito, su preocupación por los débiles y su mirada sobre lo trágico de su destino. Los gatos chicos a veces mueren apretados en el hocico de una perra y parece que juegan y mueven la colita pero se están muriendo. Hacen globitos con la sangre mientras la lengua arranca y el sol lúdico tironea su sombra. Vibrante participe de la ciudad y de sus recovecos. Malú nos entrega una fotografía certera de lo necesario y apunta deslices sobre lo que no debería preocuparnos. Cierro los ojos y me abandono al batir de sus alas, yo que no tengo, me conformo con escuchar el ruido del vuelo. ¿Escuchas? Son olas. Olas que se alzan para fundirse en un océano infinito, algunas se levantan como cabezas humanas en mitad del horizonte, si cierras los ojos puedes escuchar a una india cantar en mitad del desierto, y sin embargo la pasión bruta del alma enjuaga este aburguesado deseo de nombrar miserablemente hasta las cosas innombrables, el nombre del nombre, y amanece. Fui arrojada del infierno para adorar la belleza.
Punto aparte para referirme al poeta Sergio Rodríguez, (1963), que ha hecho de la pedagogía su campo de aprendizaje; las aulas, los recreos y las reuniones sus escenarios y experiencias. La manifestación de las letras de Rodríguez Saavedra urbaniza la imagen, haciéndola apta para todo público y a disposición de los transeúntes de ambas veredas. El poeta Raúl Zurita, Premio Nacional de Literatura escribió refiriéndose al libro Tractatus y mariposa, sobre la literatura de Sergio Rodríguez Saavedra: “Sencillamente magistral…,renueva la tradición del poema entendido como historia, como crónica, como testimonio, señalando un nuevo rumbo y una nueva mirada”. Decisión, cojo el lápiz como una abeja extraviada de la flor y me pregunto si el aguijón será de tinta o veneno. Sabe bien de ciudad y expresión artística, sabe de espacios y de necesidad, recorre la historia por las calles y pasajes, deja las avenidas para quienes disfruten del ruido, el smog y las multitudes. Reconoce cercana a su piel la indiferencia y restriega sobre su cuerpo la historia para desprenderse. Escribo memoria en este embarcadero cuando sus redes traen más frío del que podemos recordar. Queda solo el tejido de las barcas, el grito de Ulises llamando en vano a este perro ahogado en otro siglo. Rostros que hace tiempo parecen condición del pasado observan sospechando que trafique el vino amargo de los naufragios. De alto sentido y cadencia, Rodríguez Saavedra se muestra ante el espectador de sus letras en calma, desprendido de toda molesta interferencia al sentido, a la razón. Dejándonos conocer sus expectativas, entregándonos silencio en el minuto adecuado para permitirnos viajar con él en su conmovedor transito. Y PREGUNTAS QUIÉN SOY, el mismo que se desviste y descalza cada noche para amarte, que anuncia su llegada con el correo perdido, ese que tiene muchas cicatrices en el cuerpo y algo de sangre en el alma, que enseña a leer y escribir con mensajes de agua, el que solo aprende los rostros que quiere, guardándose los odios para otro día, que gusta del futbol y los libros, la mesa servida para los ausentes, que no te habla mucho porque siempre, quiere escuchar como rompes el silencio, un hombre formal, yo, Rodríguez Saavedra, Sergio.
Mirarse en el espejo y no ver por detrás, presentir que afuera anda libre un túnel que se tragó esta historia. La vieja pared de los conjuros, el tiempo olvidado en la caverna, al revés de esta imagen, como un hueco entre dos sitios. Sergio Ojeda Barías, 1965. Conoce el frío de Puerto Natales. Yo conozco de sus letras “Pedazo de mundo” que aparece en el fin y en el principio, como su primer libro. El valle agradece su nombre propio, no vaya a ser que después le cierren los candados del paraíso y todo sea una mariposa de neblina. Su brillante colaboración en revistas literarias ha sido quizás resultado del encuentro en sus años mozos, entre otros que no recuerdo o aún no conozco, con los poetas Mario García, Sergio Rodríguez, Leo Lobos a principios de los años ’80 en la facultad de humanidades de la Universidad de la Serena. Desde ese centro de estudios de filosofía y educación, Sergio Ojeda nos baña de su poesía, de rock, de su descontento y nos muestra un sinfín de iconos imposibles de confundir. De madrugada las palabras van mordiendo café, se aferran al mundo, son cristales que vuelven al líquido. La historia del hombre trae restos de verdad y llenamos la copa de recuerdo en desuso… En un acto de fe construimos diálogos acerca de todas las cosas y jamás dejamos traer la noche a nuestro dormitorio. Que sería del poeta si no luchara contra el entorno mezquino que lo rodea, que sería de él, si dejase la noche muda de lamentos, sin la música, sin las copas, sin el brillo de la botella vacía. Y más aún, como equilibrar ese mismo grito con el deseo mudo de las noches y en ese equilibrio acarrear multitudes, pedazos de vida que se apegan al cuerpo como una maldición. Sabemos que no existe nada peor que la indiferencia, retomamos una y otra vez las imágenes, las noticias, los colegas que llegan al cuarto piso ahí en la calle Amunátegui en el centro de Santiago de este Chile que acompaña. Sabemos por las letras de Ojeda que la ciudad no duerme, siempre está despierta esperando los oídos, los ojos y el palpitar de nuevos corazones.
Destapo el abismo bajo la cama, la frialdad entra buscando refugio. Cecilia Palma, (1962). Viaja por la ciudad con documentos, llega a sus lugares y deja su protección sobre la mesa para decirnos que tiene movilidad propia. Sabe de carretas y de la textura del cemento, escribe la tristeza de esta ciudad para propiciar nuestra conciencia. En una esquina deslumbrando a la muerte, observa las figuras que como sombras pasean por calles padeciendo de vida, vida fortuita y cansada, congelada en algún juego de la niñez. Enfrentada al miedo, escapa de los pisotones y de las circunstancias, para abrir un canal de comunicación y una estancia para sus letras. Calla dictador de la mordaza fecundo hacedor de censura, escapo de las paredes a buscar las últimas estrellas que no se rinden al sol, salgo a recuperar la pupila suspendida en el aire, a mi risa perdida en una esquina cualquiera. En su recorrido habla a las gentes, a los que ha conocido y ya partieron, a los que quisiera que estuvieran ahí, junto a ella, junto al manto blanco de la noche. Vendrás este invierno, lo sé, vendrás al final de la noche al acecho, tu obsesión de esa escritura, en esa imperfecta intención mencionada a la hora del té, persistirá, arrancará soberbios recuerdos en la clausura. Su preocupación por la historia, por los personajes que han sido importantes en su vida, clama con fluidez en sus versos, en su prosa, en su investigación, no dejando tiempo para que se apresure la noche. La pérdida es un abismo sobre la conciencia, un girasol que se deja vencer en invierno y la muerta un insondable al acecho de su propia fuga. El hombre sepulta sus escritos a la espera de su última noche.
A pesar de que es fácil encontrar referencias poéticas de Leo Lobos, (1966). Me permito dedicarle este párrafo a mi amigo, un artista integral que viaja en la misión de reintegrar a las artes, en un nuevo lenguaje, en una nueva técnica. Constructor de lápiz de tinta, de carbón, de sueños; de pinceles de oleo, acrílico y de sangre; de acordes en mi mayor, en sol y en la. Su presencia no es extraña en esta Antología, tampoco en otras, Leo Lobos no es un extraño para el mundo, sus versos nacen en varias lenguas y su pluma hace los versos de otros en nuestra lengua, para comprender un poco más, para viajar. …mis dedos escriben en el aire hoja tras hoja en el árbol de mi vida, mis dedos escriben un sin nombre en el aire de estos días. Sus letras acampan a la orilla del camino, atentas a los paseantes que se deslizan por la arena y se quedan allí. el automóvil está poseído por la fuerza de los animales que le habitan como un carruaje tirado por caballos, sobre piedras húmedas de un pasado verano, Río de Janeiro aparece de repente como la secreta forma que el atlántico deja ver desde sus colinas de azúcar. Conocedor de la necesidad del nuevo hacer, inventa tiempos para los encuentros, para los resultados. Leo Lobos construye puentes que cruzan los océanos, invierten la tierra, invita a participar de la ronda indispensable. Un idioma a la vez fascinante, a la vez misterioso y conocido, oír e ir en su música, en sus luces y propias y universales sombras, fotografiar, por tan sólo un segundo, fotografiar con su mirada los perfiles de ser posible, flotar dentro de la sala como un pájaro en la tormenta. Referente de las nuevas generaciones por su interés en integrar a los artistas con las artes, a los amigos con los más amigos, a la historia con la verdadera historia para cultivar nuevos sueños y presentarlos en el escenario de la ciudad, de esta ciudad y el resto de las ciudades. Leo Lobos es un acuñador de esfuerzos, de anhelos e inquietudes sobre el futuro de las galaxias. Las palabras son puertas que abren y cierran sus alas, las palabras son múltiples y contradictorias y poseen el ritmo del trote de un caballo en el pastizal. Sonido perpetuo, interminable llamado al infinito que resiste ante la indolencia de una sociedad injusta y se instala pues no dan lo mismo los futuros. Un día viene después de otro día, y para mí, un día nunca es un día cualquiera, son estas las responsabilidades de ser en un paisaje desierto de humanidad.
Antes de terminar esta reseña deseo insinuar a una parte de mi pueblo, la lucha incansable de los tiempos ancestrales, pues está presente en la poesía de Jaime Huenún, (1966). Un baluarte de los tiempos y los espacios más desconocidos, más enriquecidos por la historia y a la vez más abandonados por el mercado y los caprichos. La poesía es lo que escribo, el agua sobre el agua, me dije contemplando el rocío de las hojas. Huenún nos entrega las ceremonias del amor, el fogón encendido, los pasos del purrún, y toda esa desconocida que se hace conocida con sus letras. Como sombras de lluvia hemos pasado por la amarga tierra de los brujos. La luna se enlutó sobre la nieve como sangre de Dios en las alturas. Y nosotros veneramos las alturas, es por eso que subimos a este monte. Cierra su hermano la serie e inicia el despertar de un nuevo espacio, al que están invitados todos ustedes, los lectores de este tiempo. He tenido la oportunidad de conocer a Jaime, he escuchado su protesta contra la barbarie de los gobernantes y sus fuerzas, hemos bebido café frente a la cordillera y hemos vaciado copas en compañía de otros amigos, gracias a la invitación del músico de Killa Antay, Patricio Pizarro que ha dado acordes a sus letras, las ha transformado en una nueva expresión de arte, un disco de poesía musicalizada e interpretada desde la plástica. Allí se encuentran los poetas José María Memet, Sergio Rodríguez Saavedra, Cecilia Palma, Leo Lobos, Jaime Huenún y quien escribe, haciendo al ritmo de este siglo, con la experiencia, sabiduría y tecnología de estos días.
Todas y cada una de las letras vienen marchando para decirnos algo, todas provienen de una misma tierra aunque de lejanas galaxias del inconsciente consciente, contienen su sonido curioso de oídos que las escuchen, me quedo corto y creo también asumiendo el riesgo, que he dejado arbitrariamente fuera a otros con lo que me encontrado, no por astucia ni envidia, sino por el deseo de descubrimiento que viaja en este texto, que pretende dejar abierto el puente que entremezcle a los lectores con el cuerpo total de la visión de Julián Gutiérrez y está Ventana Abierta Editorial que contribuye al mismo fin, que se transforma en principio.