De niño a adulto
Apenas sabemos de nosotros mismos. Casi no nos conocemos, porque o no sabemos cómo hacerlo o bien nos da miedo hacerlo por si encontramos algo que no nos guste y nos haga daño. Aunque todo adulto debería hacerlo. ¿Hemos pensado en cuando éramos niños, como crecemos hasta hacernos adolescentes con nuestros miedos, dudas e inexperiencia y en cómo crecemos hasta ser adultos, a veces perdidos?
Nacemos desnudos e inocentes. Sin dudas, sin miedos, sin emociones mezcladas, sin mentiras. Nacemos para descubrir, para compartir, llanos, luminosos, sencillos, coherentes. Vulnerables pero todavía abiertos al mundo, animados por una curiosidad rotunda, dotados de la pasión por vivir y aprender y de un abanico de emociones básicas que compartimos, en mayor o menor medida, con otros seres vivos, con otras especies. Son los dones del amanecer de cada vida, una vida que llega con la mirada llena de ingenuidad, de curiosidad, de confianza y de esperanza
¿ Por qué perdemos, poco a poco, esta inocencia apasionada?. ¿ Por qué migramos hacia la concesión, la desesperanza y la tristeza, el conflicto, la depresión...?.
Siendo innatamente abiertos y generosos, a veces hundimos la cabeza hasta perder la razón en un conglomerado de miedos, de dudas y de mentiras propias y ajenas. Navegamos por los espacios de la vida diaria para hacer visibles sus luces y sus sombras, para marcar a fuego sus dones y sus trampas, su camino y sus recovecos, sus ángeles y sus demonios, sus incógnitas y sus certezas...
Para todo ello se puede analizar la realidad gozosa y doliente que teje la vida diaria: del amor y de miedo, de la tristeza y la tentación. de la desnudez y de la transformación de un niño en una persona madura, capaz de defenderse en todos los aspectos que la vida le va a plantear.
Son los espacios de la inocencia, algunas de las etapas básicas que las personas atraviesan, una y otra vez, durante el transcurso de su vida. Allí vivimos, gozamos, sufrimos y aprendemos: en el presente del día a día, en los momentos de tristeza, en los conflictos, en las tentaciones que nos acechan. ¿ Quién puede evitarlo?. Nadie, forman parte del crecimiento personal de cada individuo.
Cómo nos enfrentamos a estos espacios vitales, si los atravesamos desde la inocencia o desde la rigidez, desde el amor, el odio o la desnudez, si caemos en sus trampas o si logramos que fructifiquen sus dones, determinan el tejido de cada vida, las emociones que la acompañan, el comportamiento diario y la personalidad de cada ser humano
Estas actitudes vitales se fraguan en el órgano que contiene las emociones y el raciocinio humano: en las debilidades y en las fortalezas del cerebro humano. Lo que allí se gesta determina cada gesto, cada sentimiento, cada pensamiento y cada acto humano. El cerebro no es un órgano rígido: nuestros resortes mentales son, al contrario, extraordinariamente flexibles. Un pensamiento puede arruinar o transformar una vida. Y podemos transformar estos pensamientos. Está en nuestras manos comprender este proceso, conocer su cara oculta y saber tocar sus resortes para que nos sirvan de herramientas para mejorar nuestra vida cotidiana.
La fuerza brutal de los siglos de condicionamientos genéticos y culturales que soportamos sin apenas ser conscientes del peso de esta mochila milenaria no es, sin embargo, fatalista. El cerebro es plástico, capaz de regenerarse y de encontrar nuevas formas de manifestarse y de comunicarse. Pero esta complejidad del cerebro es un arma de doble filo. Por una parte somos tan flexibles y sutiles que creamos, soñamos e inventamos. Por otra, somos propensos a viajar en el tiempo, a presentir y a temer. Las mismas capacidades que sirven para la creatividad pueden atarnos de pies y manos a lealtades trasnochadas y miedos inventados. Para protegernos, ponemos en pie defensas milenarias que ya no son necesarias: no hay peor cárcel que la que construimos nosotros mismos con los límites autoimpuestos y la negación de la vida gozosa e incierta que nos toca vivir.
Recomendado por LinkedIn
La mirada humana se fija, sobre todo, en las aristas de la vida diaria. Amplificamos los peligros, revivimos las ausencias, lamentamos las carencias. Perdemos la perspectiva. Nos centramos en los obstáculos, en las voces quejumbrosas de quienes nos rodean, empeñados en acumular dudosas certezas y confortables riquezas. Sin embargo, nada de eso logra aplacar la soledad vital que nos acompaña cada día.
Cada día hay más personas jóvenes y mayores que se sienten solas a pesar de vivir en una sociedad hipercomunicada, desarrollada y rica, que poco se ocupa de estos temas de la soledad no impuesta.
Nos sentimos solos aunque estemos rodeados. Hemos tenido que desarrollar estrategias muy refinadas para movernos con soltura por un grupo social complejo que nos hace sentir pequeños y vulnerables, recursos concretos para navegar entre tanto competidor y tanto peligro, para distinguir y para marcar con claridad al amigo del enemigo. Mentir es un recurso fácil para ayudarnos. Tal vez por ello la naturaleza está plagada de mentirosos. Mentimos para sobrevivir. Pero no nos gusta hacerlo regularmente.
Estamos programados para la supervivencia, pero también para amar con pasión y para compartir. Cuando no amamos, nos entristecemos, nos falta algo innato que debemos de desarrollar. Pero en realidad casi nunca mentimos, sino que nos autojustificamos y para ello nos autoengañamos. Suavizamos las verdades crudas de la vida, ignoramos aquello y a aquellos que conviene ni ver ni escuchar, minimizamos los deseos incómodos o conflictivos. La mente humana pone a nuestra disposición un abanico de recursos automáticos para distorsionar la memoria, las percepciones y la lógica: tomamos decisiones en función de sesgos cognitivos automáticos, filtramos eficazmente la información circundante, reinventamos la realidad para acomodarla a nuestros deseos y a nuestras necesidades. Hacemos huidas hacia adelante, con actos que no haríamos habitualmente, para no ver ni aceptar nuestra realidad diaria. Todo estos procesos nos pasan inadvertidos, aunque deberíamos tenerlos en cuenta, como personas adultas que somos.
El problema yace más bien en el poco tiempo que dedicamos a la comprensión de quienes somos. Vivir sin capacidad de comprensión y transformación equivale a vivir pasivamente, presos de comportamientos ancestrales y de las creencias trasnochadas que todavía rigen las vidas de las mayorías. Por eso, necesitamos de forma urgente, que nos enseñen a sacar partido, deliberadamente, a la enorme capacidad que tenemos para amar, para crear, para ayudar, para disfrutar y ser feliz con lo que hacemos cada instante.
Bastará con evitar, cuidadosamente, la mentira, las lealtades caducas, los juicios tajantes, las divisiones arbitrarias y excluyentes. con contradecir, en lugar de justificar, las respuestas automáticas almacenadas en las catacumbas de la mente humana. con encontrar o inventar los cauces por los que pueda fluir el caudal desbordante de la creatividad humana. Con canalizar la energía viva que nos habita para sortear las trampas y los dones que nos acechan en los espacios de la vida donde, día a día, vive, o muere, nuestra inocencia de niños camino del adulto que seremos y que, a veces, desconocemos.
¿ Te atreves?