EL CIUDADANO ESTÚPIDO
Un ciudadano es, por definición, “miembro activo de un Estado, titular de derechos políticos y sometido a sus leyes” (RAE). Pero si el ciudadano es estúpido, no conoce sus derechos ni reconoce deber alguno que lo obligue. Ser estúpido lo sustantiva y lo adjetiva como, necio, falto de inteligencia (RAE) y etimológicamente como, paralizado, alelado, inmóvil.
De ahí el título, alguito altisonante, que alude a una inconmensurable proporción de ciudadanos estúpidos que permea nuestra sociedad isleña. Por cierto, es una estadística fallida, porque no existe un instrumento de medición posible, ya que no existe honestidad emocional suficiente en un ser humano que lo mueva a aceptarse como estúpido.
La pregunta, difícil de contestar es: ¿Cuántos ciudadanos estúpidos hay en Puerto Rico? Por más antipática que parezca, es una pregunta de enorme vigencia y pertinencia. Sobre todo, en circunstancias políticas y económicas críticas, cuando se pone en entredicho el poder autónomo de un gobierno que debe rendirle cuentas a una Junta de Control Fiscal absolutista. Es cuando ejercer una ciudadanía estúpida, resulta criminal. Porque es la hora del reclamo indignado, tanto a políticos como a partidos representativos, para que actúen con un criterio inteligente.
Precisamente, para que el reclamo sea viable, hay que tener especial precaución con ese escollo colectivo, a menudo desapercibido, de peligrosidad extrema. Porque se trata de un grupo humano que, organizado o no, es más nocivo para el futuro de nuestro País que cualquier alegada organización de “pelús” conocida.
En un estudio sobre la estupidez humana, escrito por el historiador y economista italiano, Carlo María Cipolla (“Allegro ma non troppo”, 1988 Editorial Il Mulino) se advierte que tendemos a subestimar el número de personas estúpidas en circulación y el daño que pueden llegar a hacer. Cipolla los caracteriza por su capacidad de causar daños a otras personas, a menudo también a ellos mismos, sin obtener ningún beneficio a cambio. Según su teoría, la proporción de estúpidos es una constante inmutable de la que no escapa ninguna sociedad o colectivo.
Hoy día, las redes sociales han empoderado a ciudadanos estúpidos. Facebook, Twitter y WhatsApp, sobre todo, son plataformas gratuitas que les permiten difundir sus torpezas argumentales, difundiendo el disparate ideológico y alimentando la alienación de nuestra conciencia colectiva.
El ciudadano estúpido no conoce sus derechos. Apenas ejerce uno, como un acto folclórico, cada cuatro años: vota en elecciones generales. Y emite su voto, sin estudio ni investigación de los programas de gobierno de su candidato. Luego cae en un letargo civil, esperando el cumplimiento de promesas de campaña, como si el mero hecho de votar culminara el proceso democrático.
El ciudadano estúpido no entiende lo que significa “libre expresión”, confundiéndolo con la anarquía de la palabra oral, escrita o multimedios, siempre demagoga e insultante, basada en información falsa, manipulada o peor, inexistente.
El ciudadano estúpido confunde el piquete, la marcha y la demostración pública con el desorden y la alteración a la paz, criminalizando el derecho a la protesta o a la libre organización de grupos gremiales y sindicales.
El ciudadano estúpido demoniza las vertientes económicas distintas al capitalismo, convirtiendo en insulto la palabra “socialista” y “comunista”, aunque el capitalismo liberal sea el principal enemigo de sus aspiraciones personales, familiares y comunitarias, y solo le sirva bien a un 3% de privilegiados.
Pero los gobiernos, y los partidos que se alternan en el poder, necesitan ciudadanos estúpidos. ¿Por qué? Sencillo, los ciudadanos estúpidos son manejables. No pueden, no saben y temen desobedecer; siempre están listos para aceptar órdenes. Necesitan de alguien que decida por ellos, porque no tienen noción de cómo decidir o vivir por cuenta propia. Quieren que alguien los dirija; eligen obedecer, ciegamente. Son conformistas, controlables, manipulables, incapaces de fiscalizar a sus líderes, convencidos “estúpidamente” que exigir acción responsable a sus representantes electos constituye una deslealtad.
En cambio, el ciudadano inteligente es rebelde. Decide por cuenta propia si aceptar o rechazar cualquier propuesta o determinación de su partido o de otros, porque sabe que la única afiliación justa debe responder al interés público, sin importar colores ni diferente discurso.
El ciudadano inteligente, es cortés sin dejar de ser valiente. Opina con determinación militante, pero sin vejar, al contrario. Dialoga, argumenta, disiente o converge, con datos corroborables, de fuentes independientes, o leyendo todas las fuentes para entonces asumir posiciones.
El ciudadano inteligente rechaza la tradición. Respeta, pero no adora el pasado. No se aferra a fórmulas muertas, no carga con cadáveres políticos. Estudia, se informa, evalúa sus propias opiniones, sin miedo.
El ciudadano inteligente, es libre y solo obedece a su propia conciencia.
Regional Sales Manager, Caribbean/LATAM
6 añosYO no dudo que cada ciudadano estúpido en algún momento fue inteligente y cada ciudadano inteligente termina siendo estúpido. Imposible dividir una sociedad meramente por estas dos vertientes tan superficial.