El efecto contrario
El Comercio, 2 de noviembre de 2022
Simplicidad. Al final lo que cuentan son los resultados. Tenemos que cobrar impuestos; en nuestro pequeño y verde país, digo. Perfecto. Los necesitamos para mantener nuestros servicios. Pero si, por soberbia, nos equivocamos y asustamos a los impositores, de poco nos valdrán las mejores intenciones, las peores excusas y los malos discursos.
Es cuestión de dinero. Somos los dueños de un establecimiento que, creemos, sirve un buen café, mejor que el de las otras dieciséis cafeterías del barrio. Nuestro bar es pequeño; de los más pequeños: pero es el nuestro. Y es muy antiguo. El problema es que cada vez vendemos menos porque no llegan clientes nuevos y muchos de los habituales se van. Sobre todo al gran café que hay en el centro que, los muy puñeteros, tienen los precios más bajos. Y no es justo, decimos: deberíamos todos tener las mismas condiciones.
Claro que ellos no tienen lo nuestro: las mejores vistas, un buen producto, mucha tradición… Pero nuestra calle ya no es lo que era: estamos en la periferia, la gente solo viene de visita y cada vez hay menos actividad. Y, además, nuestros precios son de los más caros: no es que la diferencia sea mucha; pero estamos siempre un pelín más altos que los demás.
¿Y por qué no los bajamos? ¿Por qué no nos ponemos al nivel de los demás? ¿Por qué no estamos a mercado? Pues no lo sé: por cabezonería, por ideología, por inercia. Pero lo cierto es que seguimos reclamando igualdad cuando los primeros que la rompemos somos nosotros poniéndonos por encima del resto.
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Los asturianos tenemos los impuestos más altos del barrio. Somos los que más caros cobramos el café de entre las diecisiete comunidades que formamos este Reino nuestro. Y nuestra tierra ya no es rica como para eso. Puede que lo fuera en algún momento del pasado. Pero ya no. Y ahora lo que necesitamos, como el comer, es atraer clientes nuevos. O por lo menos, evitar que nuestros clientes de siempre se sigan marchando.
Ya sé que no estamos acostumbrados a oír hablar a nuestros políticos de nuestro país como un café, como un negocio, como una empresa. Pero deberíamos empezar a hacerlo nosotros. Porque cuando los grandes discursos no funcionan, cuando lo números no cuadran y las cosas van a peor, es hora de volver a lo básico, a los fundamentos, a la economía familiar de siempre: la de cuadrar el debe y el haber; la de gastar siempre una perrona menos de las que se ingresan para no quedar en manos de los banqueros.
Dejémonos de líos y de demagogias; tenemos que dar un mensaje claro a la sociedad: no somos los más caros. Debemos ajustar nuestros impuestos a los del entorno que nos rodea. No podemos pretender que sean siempre los otros los que se pongan a nuestra altura. Si queremos diferenciarnos por algo, debe ser por el servicio, no por el precio.
Luchemos contra la fuga de clientes y contra el fraude fiscal siendo rigurosos y consecuentes; porque, al final, lo que cuentan son los resultados. Y si de verdad creemos que nuestro país -nuestro café- nuestra sanidad y nuestra educación nos convierten en un paraíso natural, empecemos por admitir que algo estamos haciendo mal cuando desde hace cuarenta años, nueve presidentes y once legislaturas no hacemos más que perder, y perder, clientes y población: impositores, en definitiva. Así que seamos valientes y demos un golpe de timón fiscal para ponernos a la altura de los demás. Hagámoslo por coherencia, por eficacia y porque eso sí que depende de nosotros.