EL MONTE
Mitología Romana

EL MONTE

Javier Herrera Palma

EL MONTE

La primera referencia que tengo almacenada en la memoria, fue una clase con nuestro brillante profesor de historia Universal, refiriéndose a un pasaje de la mitología Romana, el ilustre abogado Hernán Baquero Cleves.

La segunda, casi para esa misma época, fue en los primeros años de bachillerato en esa ciudad anclada en la esquina entre el río Magdalena y el mar Caribe, donde Shakira muy joven, recorría por las playas descalza. En este caso, nuestro profesor de anatomía, un médico y de cuyo nombre no logro acordarme, aunque de ninguna manera era el Canal de la Mancha.

Ya en época más contemporánea, una novia muy agraciada, con quien ya tenía un alto grado de confianza, me pidió que la acompañará a un salón de belleza, sitio de los cuales yo no tenía la más remota idea, de los complicados tratamientos que se dan en esos lugares, donde se llevan a cabo tratamientos para realzar las bellezas naturales que traen de fábrica las féminas y de los cuales no tenemos ni idea. Pude también de paso comprender la vieja frase que reza “Para ser bella, hay que ver estrellas”.

En este caso, se trataba de la depilación con cera caliente, algo de lo que no tenía la más remota idea de cual era su procedimiento.

Ya en el salón de belleza, a la cordial invitación hecha por la experta, que mientras esperaba, me sentará en un cómodo sillón a corta distancia de la camilla de tratamiento, disfrutando de una taza de @Juan Valdez Café y leyendo una revista de artículos de lujo llamada Ocean Drive.

El dichoso procedimiento consistía en retirar el bello que podía ser según sus palabras, solo la línea del bikini o, por el contrario, completo. En ese instante no tenía la más remota idea, de que se trataba, pero muchas veces la ignorancia se viste de una aparente seguridad mundana, para demostrar falsamente que te la sabes todas y las que no, las inventas.

Una vez calentada la cera en un recipiente especial para los efectos, hasta adquirir un estado semilíquido y que la experta revolvía constantemente con una espátula de madera, hasta lograr la consistencia deseada.

Luego, la sustancia caliente y pastosa se aplicaba y esparcía sobre la velluda superficie de la cumbre de aquel monte y unos minutos después, cuando ya se había enfriado y adquirido cierta consistencia, era retirado con un movimiento rápido, experto y preciso, dejando aquella superficie tersa y limpia como cachete de bebe.

A los pocos segundos, toda una serie de minúsculos punticos de sangre, afloraban dónde acababan de ser retirados los vellos.

Solo recuerdo que volví en mi cuando era ventilado frenéticamente con un cartón en el rostro. Al parecer, por la impresión del repentino tratamiento, había caído privado largo a largo en medio de la gritería del coro de mujeres allí presente, quienes probablemente pensaban que había caído fulminado por un infarto fulminante.

La sangre no llegó al río, pero seguramente, estaba casi seguro que jamás volvería a asistir voluntariamente a uno de esos sitios de tortura.

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