El sistema educativo está roto, y no podemos arreglarlo poco a poco
Recuerdo que en tercer semestre de preparatoria aprendí lo que era un enlace covalente. Me parecía fascinante en ese momento; ahí estaba, sentado en mi clase de química, memorizando tipos de enlaces, sus características y cómo se compartían electrones entre átomos. Después del examen, esa información se desvaneció, y aunque el concepto sigue ahí, nunca lo he usado en mi vida profesional ni en mi día a día. No es que aprender sobre enlaces covalentes sea algo inútil en sí mismo, pero en perspectiva, me doy cuenta de que pasamos años acumulando información que rara vez vuelve a ser necesaria. A cambio, nadie me enseñó cómo hacer un presupuesto, cómo comunicarme en una discusión sin perder los estribos, cómo manejar el rechazo o cómo salir de una crisis financiera. Aprendí a sobrevivir en la escuela, pero no necesariamente a sobrevivir en la vida.
Ahora, como educador, trabajando en escuelas donde he tenido la oportunidad de implementar pequeños cambios, me he encontrado con una pared: el sistema. Más de una vez propuse cambiar prácticas tradicionales por proyectos que enseñaran habilidades útiles y aplicables, como educación emocional, resolución de problemas reales o incluso educación financiera básica. Pero ahí viene la resistencia, y lo entiendo. Mis superiores, en ocasiones, me han respondido con un argumento difícil de rebatir: "¿De qué sirve que prepares a los estudiantes para la vida si para acceder a la universidad deben pasar el mismo examen estandarizado de siempre?" Y tienen razón. El problema es que estamos intentando corregir el rumbo del barco cuando el mar entero está en tormenta. No importa cuánto intentes revolucionar el aula si, al final, el sistema educativo completo sigue anclado en un modelo que premia la memorización, castiga la creatividad y produce generaciones de estudiantes que saben aprobar pruebas, pero no resolver problemas reales.
Lo frustrante es que los intentos graduales por cambiar las cosas parecen insuficientes. Mejorar una primaria o una secundaria aislada no va a transformar un sistema que, desde sus cimientos, está obsoleto. El cambio tendría que ser radical, total y simultáneo, un remezón que replantee por completo lo que significa educar en un país como México. Pero, ¿es esto posible? La respuesta más honesta es que parece un sueño fantástico, irrealizable en la práctica. No porque falten ideas o voluntad de algunos actores, sino porque la estructura misma del sistema se sostiene en inercias políticas, económicas y sociales difíciles de romper.
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Lo que más me frustra, y aquí hablo desde la experiencia, es ver a estudiantes que sienten que la escuela no les sirve. Y no puedo culparlos cuando tienen razón: muchos saldrán sin saber cómo manejar sus emociones en una crisis, sin herramientas para cuestionar la información que consumen a diario, sin saber cómo emprender un negocio o cómo sobrevivir económicamente en un mundo lleno de trampas financieras. Saldrán con un certificado en la mano, pero con un vacío en el bolsillo de las habilidades esenciales. Como educadores, nos duele, pero también nos ata la realidad de un sistema que exige exámenes, no aprendizajes significativos.
Me niego a resignarme. Tal vez no puedo cambiar el sistema entero, pero sí puedo hacer algo en mi aula: enseñarles a pensar, no qué pensar. Si puedo cuestionar, inspirar y retar a mis alumnos a que vayan más allá de lo que el sistema les pide, entonces algo habré logrado. A veces, la verdadera transformación empieza con esos pequeños momentos: cuando un estudiante comprende que la escuela no es el fin, sino apenas el inicio de un camino donde tendrá que aprender cosas que nadie le enseñó. Sí, el cambio radical parece un sueño, pero la realidad nos necesita trabajando desde donde podamos, desde el aula, desde la escuela, desde cualquier espacio que nos permitan transformar. Porque si no podemos cambiar el sistema hoy, podemos al menos sembrar la duda, la curiosidad y las herramientas para que las siguientes generaciones lo desafíen y lo reconstruyan.