Inteligencia Emocional: ¡Qué miedo!
Hoy por hoy un gran número de personas está familiarizado con el concepto de Inteligencia Emocional. Aparece de forma recurrente en distintos ámbitos: cuando hablamos del trabajo; cuando hablamos con nuestros amigos, nuestra familia o nuestra pareja; incluso cuando repasamos mentalmente algo que nos ha ocurrido a lo largo del día. Podemos encontrar artículos sobre la Inteligencia Emocional tanto en la prensa especializada como en la generalista y algunas veces está latente incluso en los guiones de las series y las películas que vemos, ofreciéndonos ejemplares de personas con alta o baja Inteligencia Emocional.
Y es normal que se le haya dado tanta importancia a este concepto: tradicionalmente se consideraba que el Cociente Intelectual era el mejor predictor de éxito en la vida. Se consideraba que mayores capacidades en una serie de habilidades cognitivas (generalmente verbales, lógicas y numéricas) favorecían una mayor adaptación a distintos entornos y, con ello, ofrecían mayores oportunidades de destacar y ser reconocido por otras personas. El desarrollo progresivo del concepto “Inteligencia Emocional” dio al traste con esto, al poner de manifiesto la importancia de otros aspectos del comportamiento no relacionados con estas habilidades.
De hecho, con el paso de los años y el avance de las investigaciones, la Inteligencia Emocional ha pasado a considerarse uno de los mejores (si no el mejor) predictor de éxito en la vida. Es decir, nuestras habilidades para percibir, entender y gestionar tanto nuestras emociones como las de los demás forman parte del conjunto de factores que harán que consigamos sentirnos realizados mientras perseguimos nuestras metas.
No es sorprendente que se trate de un concepto de moda dada su enorme relevancia.
¿Pero hablamos todos de lo mismo cuándo hablamos de Inteligencia Emocional?
Posiblemente no. La Inteligencia Emocional es un concepto (o un constructo psicológico) relativamente joven. Esto implica que muchos expertos e investigadores están todavía tratando de determinar qué es y qué no es Inteligencia Emocional, qué diferencias existen entre las personas, a qué se deben esas diferencias y qué efectos tienen en su vida… entre otras muchas cuestiones.
Paralelamente, el concepto ha cobrado fuerza en la sociedad. Se ha puesto de moda. La parte positiva de esto es, sin duda, la divulgación de los avances en investigación y la formación de consciencia colectiva sobre la importancia de esta habilidad (al fin y al cabo, para eso se investiga). Pero, como todo, también tiene una parte negativa que debemos considerar: la amplitud que está cobrando el término. El uso excesivo de "Inteligencia Emocional" y su aplicación a situaciones a las que no deberíamos hacerlo, amenaza con vaciarlo de contenido o, peor, que lo apliquemos a contextos para los que no está preparado todavía y los resultados que obtengamos no sean los que esperamos.
¿En qué situaciones sería mejor no utilizar la Inteligencia Emocional de momento?
- Para clasificar y comparar a las personas. Los efectos que esto tiene no suelen ser positivos (y si no, que alguien con una máquina del tiempo les pregunte a los coetáneos de Francis Galton qué tal funcionó esto usando el Cociente Intelectual). Evitemos repetir los errores que hemos cometido con otras herramientas.
- Para explicar situaciones en las que pueden existir otros motivos u otras causas que las justifiquen. Por ejemplo, cuando nos enfadamos con alguien. Es demasiado fácil pensar que la otra persona carece de Inteligencia Emocional (o que debe mejorarla) porque no entiende nuestra postura o nos sentimos incómodos o violentos al tratar determinados temas con ella. Recurrir a este tipo de explicaciones da por terminada nuestra búsqueda de alternativas y, en ocasiones, puede privarnos de la oportunidad de mejorar.
- Para tomar decisiones con repercusiones importantes en nuestra vida y en la de los demás. Por ejemplo, a la hora de decidir a quién contratar o a quién promocionar. En estos contextos la Inteligencia Emocional de alguien no debería ser el único factor a tener en cuenta (o el más determinante, mejor dicho), ya que se trata de un concepto múltiple que puede verse afectado por diferentes situaciones y que debe ponerse en relación con otros factores. No tendría sentido, por ejemplo, contratar como Comercial a un profesional con una Inteligencia Emocional muy desarrollada en la parte perceptiva, pero muy poco respecto a la autogestión y además no tener en cuenta su conocimiento y experiencia respecto a los canales de venta con los que trabaja nuestra empresa.
Además de lo anterior, este texto pretende llamar la atención sobre algo que, en mi opinión, justifica dedicar unos minutos a este reflexión: el sentimiento generalizado que rodea todo lo que tiene que ver con la Inteligencia Emocional es de gran entusiasmo y el tono con el que se habla del tema es generalmente positivo (solo se lee o se escuchan sus beneficios). Esto no es necesariamente malo, pero puede contribuir a que seamos menos críticos con la información que recibimos sobre este tema y que lleguemos antes a esa sensación de "dominio de la materia", acortando el tiempo que dedicamos a aprender sobre la misma. Y esto puede tener riesgos que cada uno, individualmente, debe valorar.
Lo ideal sería que intentáramos ser prudentes a la hora de utilizar la Inteligencia Emocional como herramienta y que habláramos de ella con cariño y respeto, haciéndole justicia a sus definiciones y formas de interpretación (sin dejarnos llevar por la emoción, nunca mejor dicho). Así, conseguiríamos sacar de ella los mejores resultados y contribuiríamos a que siguiera siendo ese constructo tan beneficioso y tan prometedor que ha conseguido poner las emociones al mismo nivel que las habilidades verbales, lógicas y numéricas.