LIBRO II - Fascículo - 4º
A orillas del Virú 1450: Caravana comercial los Baños.
Narrador: Tarki ("Hombre muy respetado")
Caminando desde Cajamarca a los Baños del Inca.
Mientras preguntamos a una y otra comerciante, un anciano nos dio alcance y se nos acercó diciendo:
—Si solamente necesitáis lana de vicuña y de alpaca, lo mejor será que vayáis a Pulltumarka. Es un pueblo cercano, apenas a 7 km de acá, siguiendo el camino de la sierra, después de la Fuente. En el último mes, han estado el Sapa Inca y sus soldados. Han cazado para comer, según su costumbre, han dejado las pieles de las vicuñas y alpacas al pueblo, por eso tendrán ahora mucha lana.
—Y ¿esperas, estén interesados? —le repliqué, todavía desalentado— solo tenemos sal.
—Tal vez, sí. Os he oído hablar: tenéis gran cantidad de sal, y abundante pescado seco.
Kantuta (“Hábil en la caza”) y yo nos miramos, le dimos las gracias y en premio un pescado salado. Con esa información, seguimos paseando por el mercado; vimos cómo se complicaron las cosas. De todas formas, conseguimos algo de maíz y, fuimos a la señora para cambiarlo por lana.
Al atardecer, en el campamento de los comerciantes, volvimos a reunirnos. Entre todos —escasamente— teníamos unos cuantos kilos de lana y nos habíamos dado cuenta de la dificultad de la encomienda.
Kantuta (“Hábil en la caza”) contó:
—Según nos ha informado un anciano del mercado, cerca de aquí hay un pueblo donde tienen mucha lana y seguramente les interesan nuestras mercancías.
En la reunión, después de comer, todos estuvieron de acuerdo: Kantuta (“Hábil en la caza”) y yo iríamos a Pulltumarka, para investigar las posibilidades del trueque en ese pueblo.
Después de un sueño corto y desapacible, nos pusimos en marcha, con la Luna todavía en el cielo. Era una amanecida clara, lenta y fría, con suficiente luz para avanzar, por aquel camino andadero. Yo no levanté, la vista al cielo, en casi todo el trayecto, ensimismado en mis pensamientos. La encomienda se nos estaba complicando, pero no podíamos permitirnos ninguna vacilación, y menos dudar, del éxito de nuestra empresa.
—Espero —afirmó Kantuta— que sea más factible nuestra misión en este pueblo.
Pero lo más inesperado, estaba a punto de suceder.
El sol despuntó en el horizonte. Llegamos a unas charcas humeantes, sus aguas brotaban de algunos manantiales, levantando columnas de vapor. Luego se remansaban en pozas diseminadas, en un terreno casi horizontal, rodeadas de mucha vegetación. Un extraordinario macizo de hortensias, cubrían una extensa zona, alrededor de las charcas.
Pájaros —de plumajes multicolores— alertados por el ruido de nuestros pasos, levantaban el vuelo, desde algunos arbustos, de hojas brillantes por el rocío matutino.
Aunque el olor era bastante desagradable, junto a una de las charcas, nos sentamos a comer. De pronto se nos acercó un joven gritando:
—¡Fuera! ¿Cómo habéis entrado hasta acá?
Con dignidad, nos levantamos, sin mostrar ningún signo de nerviosismo.
—Este es un paraje prohibido —siguió gritándonos.
Nosotros tratábamos de tranquilizarlo, con gestos y palabras.
—Perdona, no sabíamos nada de eso.
—Es peligroso bañarse en estas charcas —su enfado iba cediendo— El agua está ardiente.
—Tranquilo —dijo Kantuta— nosotros no tenemos intención de bañarnos, ya la notamos muy caliente. El agua hierve como en una cazuela. Solo estamos comiendo. ¡Sí, aquí está prohibido comer, nos iremos a otro sitio!
Se estaba aplacando, pues, aunque seguía conminándonos a abandonar el lugar, empezaba a entender: Nosotros no habíamos entrado con aviesa intención, sino únicamente por ignorancia.
—Yo me llamo Tarki —le expliqué— y mi compañero Kantuta, hemos venido de muy lejos con el propósito de comerciar con lana.
—Pues estáis confundidos. No esperéis comprar y vender algo en este sitio. Estos son unos baños, y aquí la gente, viene a sanarse, con las aguas medicinales, no tiene otras intenciones.
—En Cajamarca, un anciano nos ha enviado hasta acá, para conseguir lana de alpaca y vicuña —entonces le pregunté, mirándole— Tú. ¿Cómo te llamas?
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—Yo soy Panti ("Hombre agradable"), soy el ayudante del gran Sanador de la Ciénaga, y os lo aseguró: ¡Ese anciano desvariaba! Os ha engañado. Aquí no hay nada para comerciar, ni gente dedicada a eso.
—Escucha Panti, aquel anciano, lo aseguró convencido —Y ante su gesto contrariado, seguí diciéndole— Nos habló de la estancia, durante un tiempo, del Inca y sus soldados cazando por acá. Y se comen la carne de los animales, pero las pieles, con la lana, la desperdician.
—No os informaron de cómo los arrojamos a la Cueva de los Animales, donde terminan pudriéndose.
—Ves, de eso se trata —le explicó Kantuta— a nosotros nos interesan esas pieles, especialmente la lana, aunque también nos podría agradar el cuero, si está trabajado.
Poco a poco el tono fue cambiando, empezamos a encontrar puntos de diálogo.
¿Cuánto podría facilitar las cosas, el joven Panti, si lo teníamos de nuestra parte? Bastante alto, de nariz fina, mirada inteligente y labios carnosos. Luego lo descubrimos como un hombre de talante alegre y bienhumorado. Con frecuencia lo observamos jugando, rodeado de niños, muy dado a las bromas.
Con solo mirar a Kantuta (“Hábil en la caza”), lo intuí, también él lo pensaba, estábamos ante el enlace más oportuno. El joven tenía encanto, aunque para nuestro gusto, le quedaba un tanto grotesco el sombrero, rojo escarlata, con él se engalanaba. Resultaba muy llamativo y cumplía con la misión de conferir autoridad y por supuesto, lo distinguía desde lejos: para eso lo llevaba.
Sentados en aquella mullida alfombra vegetal, proseguimos comiendo. Panti nos habló de su familia, especialmente de su hermana mayor, Illika. Él la considera muy especial por su extremada capacidad negociadora. La había observado realizando trueques inverosímiles y negocios casi imposibles.
—Cuando terminéis de comer os presentaré a mi hermana, con ella podéis hablar —nos informó, metiéndonos prisas— Yo no tengo mucho tiempo, pronto llegarán los bañistas y estaré ocupado toda la mañana.
Con premura terminamos la comida.
Los tres caminamos entre las charcas, camino de un pequeño collado, donde se agrupan algunas chozas, el sol ya había salido y empezaba a calentar. El poblado se despertaba, preparando la primera comida del día.
Subimos, a buen paso, la pequeña loma rodeada de vegetación y de pájaros alborotadores. Nos cruzamos con algunas personas: sentimos sus miradas de curiosidad. A todos, Panti los saludaba tranquilizándolos. Al llegar al grupo de las chozas de su familia, nos pidió:
—Esperad aquí, yo entraré a buscar a mis padres.
Fue solo un momento, pues con prisa, volvió a salir con su madre.
—Estos son Tarki y Kantuta —dijo Panti, presentándonos— Te piden permiso para hablar con mi hermana Illika.
Aquella señora nos miró con interés y nos señaló, invitándonos a ir, a la choza de su hija, que estaba al lado, en el núcleo de cabañas familiares.
Panti entró en casa de su hermana y al poco salió con ella: una joven sonriente con un niño en brazos, me sorprendió el brillo inteligente de sus ojos, y sus ademanes pausados y señoriales. Illika nos embrujó y cuando nos habló, su mirada nos envolvió. Yo miré a Kantuta (“Hábil en la caza”), él rompió en parte el hechizo, afirmando:
—Panti nos ha dicho que platicáramos contigo, pues te puede interesar nuestro negocio.
Nos invitó a sentarnos en la puerta de su choza, a la sombra de un árbol. Allí le fuimos exponiendo la situación y nuestras pretensiones; y la conversación se dilató, respondiendo a sus preguntas. Algunas las llevábamos pensadas y otras surgieron en la charla, las exponíamos con pasión. De pronto ella nos dijo con ímpetu:
—¡Pues será necesario intentarlo! Aunque debemos establecer las condiciones de los trueques.
—Nosotros hemos hablado con tu hermano —afirmé, tratando de aclararlo todo desde el principio— de la posibilidad de llevar a cabo algo más constante. Tenemos gran abundancia de sal, y podemos enseñaros cómo salar pescado y carne, en trueque nos daréis lana y pieles.
—Las posibilidades son muy atractivas —reflexionó en alto Illika— pero ¿os comprometéis a seguir trayendo la sal y a enseñarnos cómo emplearla?
—Eso ya lo tenemos decidido —aseguré con aplomo— yo soy el representante de la Mama-coya para ejercer su autoridad en este viaje, y puedo comprometer nuestra cooperación. Ahora mismo, en Cajamarca, tenemos la sal y otras cosas para el trueque.
—De acuerdo —afirmó Illika, mirándonos a los ojos y sellando con este acto nuestras voluntades— Empezamos a trabajar. En nuestro pueblo es costumbre cerrar los grandes acuerdos con chicha. ¡Esperadme!
Se alzó con presteza, dejando al niño jugando en el prado, rodeado por fantásticas flores azuladas. Entró en la choza y sacó un cántaro de chicha, de donde todos bebimos con solemnidad. Muchas cosas quedaban por concretar, pero teníamos ya el fundamento para construir una relación fructífera.
El sol empezó a calentar —tímidamente— aquel paisaje de multitud de charcas, algunas bastante grandes, aunque la mayoría, eran pequeñas extensiones de unos cuantos metros, donde burbujeaba el agua. Luego rebosa por canales a otras charcas. Con estos trasvases, se va enfriando. Nuestro amigo Panti se encargaba de controlar, prohibiendo o autorizando el baño, si la temperatura era o no la adecuada, para zambullirse y conseguir la salud.
Buscamos entre las charcas a Panti, iba evaluando —con sus instrumentos— las temperaturas, rodeado de un grupo de bañistas, todos esperaban, con paciencia, a quien él autorizará el baño a cada cual, según sus achaques. Con pocas palabras nos despedimos hasta la tarde, cuando pensábamos volver todos. Con rapidez nos pusimos en marcha.
Nuestro caminar fue muy distinto a la noche anterior, ahora ya teníamos un propósito. Las palabras nos comprometían, aunque todavía no había nada plenamente decidido. Illika conseguiría la lana, y para ello debía mover a mucha gente. Si lo lograba pondremos el negocio ¿y si no?, pero más valía confiar. Nos había dado la impresión de ser muy capaz de poner en marcha todo lo necesario.