Locos de amor
Nadie ha atravesado este mundo sin haber experimentado el vacío punzante que deja el desamor, su vértigo, y la irremediable orfandad existencial que le sigue. Sin embargo, la mayoría de nosotros salimos sin más que unas cuantas cicatrices de por medio. Pero hay quienes no lograron encontrar alivio; mentes turbias y sensibles que no pudieron ver más allá de la desolación y la melancolía, y que ante una vida sin amor eligieron la muerte.
El 13 de febrero de 1836 Mariano José de Larra —escritor, dramaturgo, político y periodista madrileño del siglo XIX— jaló el gatillo poco después de ver cómo su musa, Dolores Armijo, desaparecía en definitiva de su vida acompañada de una de sus cuñadas tras exponerle sus intenciones de volver con su marido, el adinerado hijo del célebre abogado Manuel María Cambronero. “En cada artículo entierro una esperanza o una ilusión”, llegó a confesar Fígaro (su seudónimo). Las desventuras amorosas abundaron en la vida de Mariano José de Larra. Uno de sus primeros amores resultó ser la amante de don Mariano de Larra y Langelot: su padre. El matrimonio de Fígaro con Josefina Wetoret —una burguesa anodina y la madre de sus hijos— no era más que un trámite social. La mujer que ocupó su mente durante los últimos seis años de su vida no fue otra que Dolores Armijo; la amante, la obsesión y la gota que finalmente derramó la sangre y desesperación del autor de El doncel de Don Enrique el Doliente, entre una lista interminable de títulos.
Quizás uno de los suicidios más resonantes en Latinoamérica haya sido el de Alfonsina Storni. Mercedes Sosa le dio voz a las letras de Ariel Ramírez y Félix Luna en su homenaje a esta poeta argentina —nacida en Suiza—, sobre todo por su muerte supuestamente vinculada a un desencuentro amoroso. Pero, al parecer, Alfonsina no se “vistió de mar” caminando serenamente hacia las aguas del Mar del Plata, como sugiere el folclor, sino que se zambulló saltando desde un espigón. Aún más importante: no lo hizo para acallar su soledad o un amor imposible; la madrugada del 25 de octubre de 1938 Storni se arrojó al mar para ahogar el cáncer de mama que la venía aquejando a lo largo de sus últimos tres años de vida. Aunque también influyó su personalidad depresiva y el suicidio de amigos cercanos, como Horacio Quiroga: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales/ Y así como en tus cuentos, no está mal. Un rayo a tiempo y se acabó la feria…/ Allá dirán./ Más pudre el miedo, Horacio, que la muerte/ Que a las espaldas va./ Bebiste bien, que luego sonreías…/ Allá dirán”, escribió Alfonsina en 1936 en un poema dedicado a su amigo acaso como presagio de su propia muerte.
Otro caso emblemático es el de las desatenciones amorosas del poeta inglés Ted Hughes hacia su esposa (Sylvia Plath) y amante (Asia Wevill). Plath —galardonada con el Premio Pulitzer dos décadas después de su muerte—, además de poseer un talento literario considerable, contaba con un largo historial de depresión e incluso había intentado quitarse la vida a sus 20 años. Apenas 10 años más tarde —el 11 de febrero de 1963— y al poco tiempo de haberse enterado del hasta entonces romance secreto de su marido, esta bellísima poeta estadounidense ingirió una buena dosis de somníferos, dejó un vaso de leche al lado de la cabecera de Frieda y Nicholas —sus dos hijos— antes de sellar la puerta de su dormitorio y bajar hacia la cocina para dejar fluir el gas y descansar su cabeza eternamente dentro del horno. “La mujer alcanzó la perfección./ Su cuerpo muerto muestra la sonrisa de realización,/ la apariencia de una necesidad griega/ fluye por los pergaminos de su toga, sus pies desnudos parecen decir,/ hasta aquí hemos llegado, se acabó./ Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes,/ uno a cada pequeña jarra de leche ahora vacía./ Ella los ha plegado de nuevo hacia su cuerpo;/ así los pétalos de una rosa cerrada, cuando el jardín se envara/ y los olores sangran de las dulces gargantas/ profundas de la flor de la noche./ La luna no tiene por qué entristecerse,/ mirando con fijeza desde su capucha de hueso./ Está acostumbrada a este tipo de cosas./ Sus negros crepitan y se arrastran”, escribió la joven bostoniana antes de poner a prueba la aparente insensibilidad de la luna.
El suicidio de Assia Wevill provoca más revuelo que empatía, ya que la amante del poeta inglés se llevó junto con ella —en marzo de 1969— a Shuna, la hija de cuatro años que compartía con Hughes. Wevill entendió que el distanciamiento de Hughes hacia ella estaba relacionado con su relación cuando Plath se suicidó, y que él nunca se casaría con ella. La descorazonada joven alemana lo dijo en la nota de suicidio que dejó a su padre: “Me he mantenido con la esperanza de vivir con Ted, pero esto se ha acabado (…) Nunca podrá haber otro hombre. Nunca”. En una carta dirigida a su amigo Lucas Myers, Hughes confiesa que el suicidio de Plath respondía a sus “decisiones disparatadas”, mientras que la muerte de Wessel era producto de sus “indecisiones disparatadas”.
El desamor también desempeñó un papel determinante en el suicidio del poeta, narrador, traductor y ensayista italiano, Cesare Pavese. “Uno no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada”, advertía Cesare Pavese, quien además fue uno de los editores y fundadores de la editorial Einaudi. La decepción amorosa del traductor de Melville y Hemingway se llamaba Battistina Pizzardo: militante comunista de quien se dice fue la responsable de su arresto debido a las comprometedoras cartas escritas por Altiero Spinelli —miembro del Partido Comunista Italiano, al igual que Pavese, y uno de los propulsores de la actual Unión Europea— desde su celda, las cuales Pavese aceptó recibir en su nombre. La policía del entonces régimen fascista italiano halló la correspondencia en el hogar del escritor y éste fue encarcelado y posteriormente exiliado de Turín para ser confinado a Brancaleone, un pequeño pueblo calabrés. Ya con la devastadora noticia del casamiento de Battistina y poco antes de su regreso a Turín —en 1935—, Cesare se dispone a escribir durante el resto de su vida El oficio de vivir, considerado por algunos como la nota de suicidio más larga jamás escrita. El adiós oficial que dejó Pavese, a sus 42 años, no rebasaba los dos renglones: “Perdono a todos y a todos ofrezco perdón. ¿Está bien? No hagáis demasiados comentarios”. El 27 de agosto de 1950 salió de su casa y se encaminó hacia el hotel Roma de Turín para ingerir una docena de somníferos.