Narmundo

Narmundo

Narmundo.

«Tiempo hace que me lo he explicado. Nuestro pensar es un constante abstraer, un apartar la mirada de lo sensorial, un intento de edificar un mundo puramente espiritual. En cambio, tú pones tu interés en lo mudable y mortal y descubres el sentido del mundo en lo perecedero. No alejas la mirada de lo perecedero, te le entregas, y, con tu entrega, se eleva hasta igualarse a lo eterno. Nosotros, los pensadores, tratamos de acercarnos a Dios separándolo del mundo. Tú te acercas a Él amando su creación y volviéndola a crear.

Las dos cosas son obra humana e insuficiente».

Hesse, 1957, p. 336.

Sin duda fueron seres ejemplares, incluso el más anónimo de ellos. Orientaron su propósito vital a dejarse traspasar por la vida, profunda e instintivamente, fundiéndose con la carne y la sangre, disfrutando del dolor y del placer, de todo lo humano que les atravesaba agudamente, de la insondable pérdida y de su propia omnipotencia biológica atemporal. Se recrearon en cada instante que la vida les ofreció, sintiendo cómo el aire oxidaba lenta e inexorablemente sus conductos nasales, y colapsaba los diminutos alvéolos, de forma furiosa, destruyendo penetrantemente las células de manera amorosamente cruel, y se deleitaron incansablemente, de forma ensimismada, en ello hasta su total desaparición biológica.

Su independencia vital, la suficiencia y claridad en sí mismos, el desapego carnal, su aceptación y corresponsabilidad eran tan magnificas y divinas, y a la vez tan sombrías y angustiosas, que causaban un intenso magnetismo en los demás, lastimoso y plañidero, estremeciéndoles y agitando sus sentidos de tal manera que se adueñaron instantánea y perdidamente de los corazones de todos los que admiraban tan singular camino, pues parecían haber nacido de las mismas entrañas del corazón de la Tierra, y estaban formados por hierro, níquel y fuego, pero también por carbono, nitrógeno y agua pura, fresca y cristalina.

Todos ellos fueron capaces de concentrar el infinito y recóndito universo en los vértices de un solo beso. Todos ellos habitaron cuerpos fogosos, desgastados y convalecientes, consumidos por una fuerte sed de vida y un intenso anhelo de muerte y autodestrucción, que no les concedía ningún tipo de tregua momentánea, hasta la llegada de la propia rendición que les devolvería a la fuente, disolviéndose con ella homogéneamente para volver, de forma despersonalizada, al eterno ciclo del Uno y del Todo, del que fueron conscientes que hace tiempo terminó.

Cada una de las vidas así encarnadas por la plenitud encerraba a seres humanos liberados de sus propias ataduras morales, despojados de cualquier principio filosófico terrenal. Rehusaron compartir la mesa espiritual con quien ofrecía aguas turbias y arraigadas. Despreciaron, de forma exacerbada, el dogmatismo de los hombres prepotentes y arrogantes, que se sienten por encima de los demás, adoctrinando y pervirtiendo las almas con su maldito juego de niños, y prefirieron devorar, ansiosa y obsesivamente, los ideales de aquellos sencillos personajes que saben que nada saben.

Construyeron, durante su vida, la más majestuosa de las catedrales místicas, con sus magníficos arcos de medio punto peraltados. Cada arco con su hermoso y singular ventanal. Sin embargo, una y otra vez, la dejaban derrumbarse junto con sus sombras, mediante la aceptación de su nuevo momento vital, y volvían momentáneamente a la esencia.

Dudaban y se cuestionaban todo, sobre todo a ellos mismos y su propósito, pues entendían que la vida era incognoscible, destruyendo súbitamente lo que antes habían intuido como realidad, para volver a alzar una construcción epistemológica y arquetipal, nunca vista hasta entonces, en un continuo proceso de desestabilización y liberación vital de ellos mismos y de sus congéneres.

Fueron personas tan profundas que se enfrentaron cara a cara al fin, en carne y en alma, desnudos y desvalidos, dejándose ir por el ardor de la afilada espada en el corazón, y sintiéndose, de esta manera, los primeros hombres sobre la Tierra en un continuo diálogo icónico, simbológico y mágico con el mismísimo Dios, que les habitaba por completo, acercándose al misterio de la vida a cada paso que tomaban, pero entendiendo que, como meros seres humanos, no iban a ser capaces de recordar el camino por completo; sin embargo, estaban convencidos de la indudable llegada.

Descubrieron las leyes del ser interior y vivieron de acuerdo con esas normas de forma saturnina. Muchos de ellos no dejaron ninguna gran obra visible, pero hicieron de su vida una magnífica obra de arte mayor que cualquier pintura, escultura o poema que jamás se haya escrito ni se escribirá en la historia de la humanidad.

Así es como acercaron esta visión de aunar lo terrenal y lo místico de forma equilibrada a otros buscadores, que se desmarcan de los viejos dogmas espirituales de negación del lado más terrenal, instintivo o humano, no permitiendo a sí mismos que la vida les utilizase con furia, sino de modo parcial, tibio e incompleto. A menudo estas personas tan conectadas y profundas fueron desacreditadas y etiquetadas como locos, inadaptados, perdedores, marginados y altamente peligrosos para el statu quo.

Muchas de ellas fueron perseguidas y, lo que es más doloroso aun para su estructura innata, ignoradas, pero su determinación y anhelo de unir su destino con el de las estrellas primigenias y con la calidez de la sopa prebiótica primordial surgieron con un grito eterno y todavía dolorosamente angustiante para el resto de la humanidad, y que es aún escuchado sonoramente en cada rincón del universo, como el eco térmico del nacimiento explosivo del cosmos que describieron los científicos Robert Wilson y Arno Penzias.

Sin lugar a duda, gracias a estos magníficos humanos, el camino que recorremos está más despejado y señalizado, pudiéndonos hacer sentir que nuestros pasos son más armoniosos y que el ruido de nuestro andar es tan ecuánime con el resto de lo que consideran mundo, es tan libriano, tan equilibradamente sutil y tenue, que todavía nos permite escuchar con tan enorme regocijo el gruir de las grullas en mayo en la Laguna de Gallocanta.

Fragmento extraído del Libro “Advaita y Mapas Estructurales Innatos: genética, epigenética, astrología psicológica y eneagrama”

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