Proteger al ratón Pérez
«¿Se te cayó un diente?», le pregunté a mi vecino Raulito, de cuatro años, luego de ver que —anticipadamente— le faltaba una de las «teclas» principales de su dentadura. « ¿Qué te trajo el ratoncito Pérez?», continué indagando para motivarle. « Nada. Dice mami que ese ratón es ella y que este mes no hay dinero pa´ comprar na´», contestó sin rodeos.
Quedé pasmada ante tanto pragmatismo. A su edad, es una lástima.
Después del incidente he reflexionado mucho al respecto y me figuro que es nota común en estos tiempos: muchos progenitores estrangulan, asfixian la inocencia de sus hijos. Tal vez sea la crisis socio-económica que nos embarga la que ha desterrado de la mente de los padres, principales precursores de la fantasía, los últimos vestigios de un «mundo rosa» para sus hijos.
«Tengo que enseñarle que la vida está dura, si no dentro de unos añitos, me come por una pata», explica su madre.
Es cierto. El carácter se moldea en el hogar: hay que inculcarle a los hijos valores, y entre ellos, la humildad. Pero esa no es la forma ni el momento. Los niños tienen derecho a crecer de a poco, de disfrutar cada segundo de esa infancia que no vuelve. No se trata de «encapsularlos» ni de sobrepotegerlos. En un mundo donde predomina desigualdad, crisis política, violencia y desquilibrio sociales es imposible mantener a nuestros pequeños al margen de ello. Pero si logramos retardarles la percepción del sufrimiento de esta «aldea» global, bienvenido sea.
La madre de mi vecinito, medio insultada por el atrevimiento, intervino en el «juicio» a la «falaz» fantasía: «Esas no son tradiciones cubanas. La gente inventa para vender». No le resto razón. Pero, ¿quién habla de regalías, de compras y de dinero? Aunque muchas de las creencias que hoy sustentamos por tradición importada respondan a otro modelo cultural ajeno al nuestro, si han llegado para quedarse, hay que reinventarla en aras de educar. Confío en todo lo que pueda ensancharles a los niños los efímeros caminos de la imaginación. No obstante, también defensora de la «cubanidad» —pero no de espaldas a la globalización— abogo por reactivar nuestras historias folklóricas.
Raulito es un «adulto» en cuerpo de niño. Raulito desmiente a los magos: sabe que ellos esconden la moneda detrás de la oreja; le aburren los payasos; no cree en las brujas ni el hombre del saco; tampoco en el güije del río. No confía en las promesas de los payasos ni se entrega al milagro de la estrella azul. «Ropa y comida no le han faltado», me dice su madre y le pregunto si es todo lo que tiene para dar.
Entonces, me cuestiono si el pragmatismo moderno se trata de economía y no de un cambio de visión, secular, del mundo. Así como los padres son hijos de su tiempo, los niños son hijos de su hogar. Ellos absorben la felicidad, también el desencanto, que se esconde en la más solapada sonrisa. No es necesario hablarles de más.
Pienso que el niño no creyó porque nunca le hablaron al respecto. A veces los adultos temen que la inocencia estropee el sentido de la realidad. Pero no hay peligro. Pues cuando los niños crecen y dudan de esa magia —antes encantadora, ahora loca y desmedida para su mundo— ellos preguntan, disputan, indagan. Entonces solo así podremos calcular el ángulo de la puerta que se les ha de abrir a este mundo real.
En fin, si somos o soñamos ser madres y padres de estos tiempos, debemos aceptar los códigos de la fantasía. Solo así le seremos fieles a la primera infancia.