Capítulo 3: Qué es el equilibrio y cómo saber cuando lo hemos perdido

Capítulo 3: Qué es el equilibrio y cómo saber cuando lo hemos perdido

En la segunda sesión de un taller de manejo emocional que realicé algunos años atrás, un participante nos contó que estaba contento con el progreso que había experimentado en su primera semana.

Mi novia me reclamó por algo que no había hecho y en lugar de gritar, le dije calmadamente que podía pensar lo que ella considere más conveniente” - dijo, orgulloso de sí mismo. 

Él creyó que, al expresarse de forma calmada, estaba actuando de manera emocionalmente inteligente. La realidad es que estaba reaccionando de forma indiferente. 

Cuando empezamos a aprender sobre el equilibrio emocional es común que surjan situaciones como estas, en las que creemos que ciertas reacciones que tenemos no son impulsivas. 

Por esa razón, es importante tener claridad sobre cuándo es que realmente estamos manteniendo el equilibrio y cuándo ya lo hemos perdido. 

Empecemos por aprender a diferenciar:

Las dos reacciones que suelen confundirse con mayor frecuencia.

Veamos cada una de ellas. 

Reacción #1: represión 

Imagina que una persona de tu equipo no te comunica los avances de su trabajo con la frecuencia que te gustaría. 

Normalmente, frente a este hecho, tú levantabas la voz o ponías en copia a la gerencia en los correos de reclamo que le enviabas. 

Ahora, con miras a mejorar la forma en que manejas tus emociones, tratas de mantener la calma y decides no hacer nada. “Simplemente” vas a esperar que él o ella cambie; “que se de cuenta por sí mismo(a)” - piensas. 

A través de esta reacción crees que estás manteniendo el equilibrio, pero la verdad es que estás reprimiendo tus emociones. 

¿Por qué? 

Porque no estás satisfecho con su forma de trabajar, lo cual - inevitablemente - te genera enojo, frustración o decepción; pero no lo estás expresando. 

Estás negando tus emociones porque cuando te las has permitido sentir en el pasado, has reaccionado de forma impulsiva y no te gustaría tener que pasar por lo mismo. 

Lo que no estás teniendo en cuenta es que:

callar lo que te gustaría expresar es tan impulsivo como gritar aquello que no te gustaría decir. 

Y, si eres honesto(a) contigo mismo(a), puedes reconocer que tarde o temprano, todas las emociones que reprimes, salen al exterior - con mucha más fuerza. 

Por esa razón, tanto el gritar como el callar son reacciones impulsivas. La única diferencia es que gritar representa agresividad y callar proviene de la pasividad. 

Sin embargo, ambas dañan nuestras relaciones.

¿Qué podemos hacer, entonces, frente a este tipo de situaciones? 

Comunicarnos de forma asertiva.   

La asertividad es la única alternativa para construir relaciones saludables en los diferentes ámbitos de nuestra vida. 

En el caso planteado líneas arriba podrías decir, por ejemplo:

“Cuando te pido que completes una tarea y no me avisas del progreso, yo me quedo con la duda de si la estás avanzando o no. Me gustaría que, de ahora en adelante, me envíes un correo diario antes de las cinco de la tarde indicándome qué es lo que ya completaste de cada tarea ”

Para lograr comunicarnos de esta manera es importante mantener el equilibrio.

De lo contrario no podrás expresar con calma, claridad y consistencia qué es aquello que te incomoda y qué nueva conducta esperas de la otra persona. 

  • La calma es importante porque genera un ambiente positivo, el cual predispone a las personas a escucharte.
  • La claridad es clave para especificar adecuadamente las acciones que deseas que se dejen de realizar, o se empiecen a ejecutar. 
  • La consistencia es fundamental, pues el proceso de cambio toma tiempo y requiere de repetición.

Como puedes ver, reprimir lo que sentimos no nos permite ser asertivos. Por el contrario, solo al aceptar que algo nos incomoda podemos explorar las acciones necesarias para promover un cambio. 

Reacción #2: disociación 

“Que haga lo que quiera” - es una frase que las personas solemos usar cuando queremos pretender que la conducta de alguien no nos afecta. 

Cuando la decimos, o la pensamos, significa que nos gustaría poder evitar depender emocionalmente de lo que alguien hace o no deja hacer.

En otras palabras, debido a que las acciones de una persona nos desequilibra emocionalmente preferimos intentar desconectarnos de nuestras propias emociones. 

Creemos que, si logramos dejar de sentir internamente, entonces no tendremos que experimentar el dolor que nos genera las situaciones del exterior. 

Reflexiona por un instante sobre algún momento en el que lo has hecho. 

Tal vez tu pareja realizó algo que te generó enojo o nostalgia y, en lugar de lidiar con tu aflicción emocional, te ocupaste de múltiples actividades laborales. 

Pensaste en “no desgastarte con lo mismo de siempre”.

  • Si venía a tu memoria la situación, volvías a programar una reunión de trabajo. 
  • Si te llamaba tu pareja, dejabas el celular sonar o simplemente le cortabas. 
  • Si una amistad preguntaba cómo te sentías, decías que todo estaba bien. 

Tal vez, te envolviste en tus pensamientos laborales o encontraste en la comida, la bebida, el cigarro o las apuestas la forma de adormecerte emocionalmente.

“Apagaste” tus emociones para dejar de sentir. 

Al inicio parece ser algo positivo porque ya no experimentas dolor, incluso te sientes bien por un instante.

Por eso es que es sencillo pensar que estás en equilibrio, cuando la verdad es que todo ha sido solo un intento de disociación.

La disociación es una reacción impulsiva que se genera cuando la situación que enfrentamos nos abruma emocionalmente.

Al notar que no podemos lidiar con lo que ocurre, preferimos mostrarnos indiferentes; lo utilizamos como un mecanismo de defensa. 

Sin embargo, al hacerlo, no solo dejamos de sentir dolor - dejamos de sentir cualquier otra emoción, incluido la alegría, el entusiasmo y la paz. 

En esencia, nos desconectamos de nosotros mismos. Por eso es que perdemos la habilidad para sentir, empatizar y, evidentemente, conectar con las personas que nos rodean. 

Esta desconexión generalizada hace que operemos durante el día de manera semi-automática - haciendo lo que siempre hemos hecho, sin un sentido claro de propósito. 

Técnicamente podríamos cumplir con las tareas y los compromisos que tenemos pendientes. Incluso seríamos capaces de decir lo que “deberíamos” decir para lograr nuestro objetivo. 

Pero, de ninguna manera, podríamos disfrutar del momento. No podríamos vivir el presente a plenitud ni elegir conscientemente qué es lo mejor para nosotros porque, de alguna u otra manera, no estamos ahí realmente

Nos “fuimos” del presente cuando decidimos cerrar nuestro corazón por temor al dolor. Dejamos de ser nosotros mismos el momento en que empezamos a pretender que “no nos importaba”. 

La única forma de regresar al presente y conectar con nuestro entorno es conectarnos con nosotros mismos nuevamente. Para ello, primero necesitamos volver a conectar con nuestras emociones.  

Debemos ser capaces de afrontar la realidad de la cual nos intentábamos alejar, reconocer que nos importa y aceptar la emoción que nos genera el hecho de que nos gustaría que fuera diferente.  

En algunas situaciones podremos hacer algo para influir en la situación que tenemos al frente y, en algunas otras, nuestras opciones serán muy limitadas.

Sin embargo, continuar sintiendo - incluso si fuera dolor - es lo único que nos alejará de las reacciones impulsivas que provienen de la disociación y, sobre todo, nos acercará al equilibrio necesario para superar los desafíos que se nos presentan. 

“¿Es acaso el dolor parte del equilibrio emocional?” - podría ser una de las principales preguntas que surjan al leer el párrafo anterior.

En especial porque he presentado como una muestra de desequilibrio las dos formas más comunes de intentar evadir el dolor: la represión y la disociación. 

¿Qué significa estar en equilibrio?

Para responder a esta pregunta, sin embargo, es importante primero definir con claridad a qué nos referimos cuando hablamos de “estar en equilibrio”.

El equilibrio es un estado en el cual la intensidad de las emociones que experimentamos nos permite continuar actuando de una manera beneficiosa para nosotros en el largo plazo.

Y es que el equilibrio emocional no depende de la emoción que estés sintiendo, el nivel de equilibrio está directamente relacionado a la intensidad con la cual la sientas. 

Esto quiere decir que, ya sea dolor o felicidad la que sientas, estarás en equilibrio mientras puedas realizar conductas que contribuyen con la creación del futuro que deseas.

Es bueno recordar este concepto, pues la alegría podría ser una de las hipótesis más comunes que existe sobre el equilibrio. Sin embargo, como podemos ver, la madurez emocional no está limitada a ella. 

Como personas podemos (y vamos a) experimentar un rango variado de emociones, algunas de ellas cómodas como el entusiasmo, la sorpresa o la gratitud y algunas otras incómodas, como el enojo, el estrés o la ansiedad.

Todas estas emociones nos dan la posibilidad de experimentar un equilibrio emocional y, también, frente a ellas, existe el riesgo de que lo perdamos (si la intensidad supera los límites que podemos manejar). 

¿Cómo saber si hemos perdido el equilibrio? Porque la conducta que nos impulsa a realizar no contribuye con nuestro futuro. Todos sabemos cuáles son esas conductas y, de cierta manera, siempre queremos hacerlas. 

Sin embargo, precisamente en situaciones emocionalmente cargadas, se nos dificulta actuar acorde a ello. 

Sabemos, por ejemplo, que necesitamos escuchar más a quienes nos rodean pero,

  • ¿Cómo hacerlo cuando el estrés nos abruma?
  • ¿De qué manera podemos disculpar a alguien si la ira evita poder mirarlo(a) siquiera?
  • ¿Cómo enfocarnos en lo importante si ansiedad excesiva nos dispersa, una y otra vez? 

La respuesta yace en el equilibrio emocional. 

En aquel estado en el que la intensidad con la cual experimentamos las emociones no nos desvían de nuestro objetivo, por el contrario, nos permite actuar de manera asertiva, nos empodera y nos permite tomar acción desde el equilibrio en beneficio de nuestro futuro. 

Por ejemplo:

  • El estrés moderado nos puede llevar a planificarnos, a delegar de mejor manera y a priorizar actividades para poder ser más productivos. 
  • El enojo mesurado, nos da el empuje necesario para expresar lo que sentimos con firmeza y exigir el cambio que deseamos.
  • La ansiedad comedida nos pone en evidencia los temores que podemos minimizar, prevenir o anticipar.

Ahora que sabemos qué significa estar en equilibrio y cómo identificar cuando lo hemos perdido, la pregunta es: ¿cómo recuperarlo?

En los próximos capítulos responderemos esta pregunta, al detalle. 

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Si aún no los has leído, puedes encontrar el capítulo 1 aquí, y, el 2 aquí.

Jose Arturo Palomino Higaonna

CIO | Estrategia & Transformación Digital | Proyectos & Servicios

3 años

Muy cierto Nelson!... me recuerda una anécdota en una conversacion con un profesional, me dijo: “Jose Arturo, considero que he avanzado mucho en mi IE” - “excelente!... cuéntame más!” - le dije; a lo que me responde - “resulta que ya no me molesto...” - A partir de ahí tuvimos que retomar las sesiones 😬

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