OCHENTA Y NUEVE
En los muchos años que viví en casa de mi tío, tuvimos la oportunidad de tener largas conversaciones, por un lapso de unos quince años.
Abordamos diferentes temas, desde lo profano, hasta lo divino. En su gremio de artesanos donde no se da puntada sin dedal, la mayoría comunistas románticos utópicos (en estos tiempos rebautizados como “progres”) y que no ha cambiado en más de medio siglo en Latinoamérica, incluía poetas y lectores empedernidos. En su caso, era amante de la lectura y reconocido entre los miembros de la familia, como de un alto coeficiente natural.
El hecho de ser su labor manual, cuando se reunían varios trabajando en un taller, como lo fue, por ejemplo, la “Sastrería Iberia", en pleno Paseo Bolívar de Barranquilla, cerca de la iglesia San Nicolás, donde sucedió la historia de “Punto fijo" (LIBRO PURO CUENTO), el vendedor de hielo, según me cuenta.
Impulsado por dos hechos fundamentalmente. Uno, no conseguir trabajo después de terminar mi carrera con honores y el otro, la decepción amorosa al volarse mi novia de adolescencia de esa época con un policía, no quedó de otra sino emprender rumbo hacía otro país, conocido en esa lejana época como “Venezuela saudita” para buscar suerte, usando la frase que muchas veces le escuché a mi apreciado pariente, “Pa'lante la cruz, que el muerto hiede…” (LIBRO CUENTOS DE VELORIO).
Ese viaje, que en cierta forma involucraba la vida misma y del cual no retornaría sino muchos años después y tan solo de paseo. Por cierto, actualmente ya la Gocha está reclamando que el de turno, está muy “hablao” y nada que se manifiesta (paseo).
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En aquella oportunidad, visité a mi anciano tío y reanudamos los antiguos debates. El tema ya no recuerdo de que se trataba, pero el hecho curioso fue la frase que quedó inmortalizada para siempre. Al llegar a un punto de reanudación de los antiguos debates, le dije.
—Pero tío, si ya usted tiene noventa años — A lo que el anciano me respondió con vehemencia.
—¡No señor, tan solo son ochenta y nueve! — Recuerdo la respuesta que le di, que zanjó y dio por terminada la discusión.
—Gran cosa tío, ¡Si es la misma vaina!
Es que cuando tenemos dos años de nacidos, un año es la mitad de nuestra vida, pero cuando llegamos casi a los cien, ¡Ya no son absolutamente nada!