Soluciones para la encrucijada de la empresa familiar agroalimentaria
El 96% de las alrededor de 28.000 empresas agroalimentarias de nuestro país son PYMES con menos de 50 trabajadores, con un carácter familiar en porcentaje abrumadoramente mayoritario. Además, y sin entrar en si es causa o consecuencia, la propiedad de estas empresas suele estar en manos de un sólo propietario o, a lo sumo, del matrimonio.
Pero es que la gran mayoría de las empresas del sector con más de 50 trabajadores (redondeando, unas 1.100) también son de naturaleza familiar, aunque aquí ya es mucho más frecuente que la propiedad esté repartida entre varias ramas de la misma familia de origen. Nos encontramos pues con un número de empresas muy importantes en términos de penetración de mercado, facturación y número de trabajadores, en las que, además de la tan necesaria profesionalización de la gestión operativa, el acuerdo entre socios se configura como una dificultad/necesidad añadida.
Como decía, son empresas con la propiedad repartida entre varios hermanos/as o primos/as, herederos en segunda/tercera generación del/los fundadores.
¿Cuál ha sido la evolución de estas empresas en las últimas décadas?
¿En qué situación se encuentran en estos tiempos de globalización e incertidumbre?
¿En qué debería consistir ese tan necesario acuerdo de socios?
De negocio local a empresa exportadora
Juan y Juana (nombres ficticios, por supuesto) se han dejado la piel por la empresa.
Hace 40 años eran unos jóvenes inquietos, acostumbrados al trabajo duro sin restricciones como valor supremo de vida. Lo habían mamado de sus padres, que habían sobrevivido a las penurias de la postguerra poniendo en marcha un pequeño negocio de comercialización de frutas y verduras que les permitió sacar adelante a sus 7 hijos. En plenos años 70, los aires del desarrollismo casposo se respiraban en pocos lugares más allá de Madrid, la burguesa Barcelona y su entorno, o en el industrializado Bilbao. En provincias, los pantalones de pata de elefante o los-pelos-largos+barba se reservaban a los pocos privilegiados que tenían la oportunidad de estudiar en la Complutense; en los pueblos del arco mediterráneo, como el almeriense de Juan y Juana, se seguía viviendo como siempre aunque eso sí, sin pasar hambre.
Juan y Juana, como hijos mayores que eran, hablaban mucho sobre cómo hacer que aquel negocio de sus padres creciera. Eran jóvenes sin estudios, pero dotados de una inteligencia y un sentido común especial. Habían heredado el olfato comercial de sus padres, y soñaban con vender los productos mucho más allá de la comarca a la que se dirigían en aquel momento: querían ser capaces de llevar las frutas y hortalizas de las huertas de su entorno a la capital, a Madrid, o, mejor todavía, al extranjero: ¡a Francia!
¡Y lo consiguieron! Primero en Madrid y después en Barcelona, hasta dar el salto de los Pirineos, y de allí al resto de Europa. Con inteligencia, conocimiento del sector, buenas cualidades de tratante, alguna que otra perrería… y trabajando de lunes a domingo, de enero a diciembre, y durmiendo poco día tras día, con el paso de los años convirtieron aquel negocio familiar en la saludable empresa exportadora que es hoy, con más de 300 trabajadores y una facturación de varias decenas de millones de Euros.
Entre tanto, con los ahorros de los padres y ya que el negocio familiar lo llevaban los mayores, el resto de los hermanos habían estudiado algún oficio que les permitió vivir con dignidad. Como tornero-ajustador o electricista en los Salesianos, o administrativo en alguna academia cercana, los hermanos y hermanas fueron desarrollando sus propias profesiones, centrados en construir sus vidas y en la creación de sus propias familias. Un proceso sin interrupciones, ni siquiera cuando en los tempranos años 80, a la muerte del padre, su madre decidió la donación y todos heredaron la misma parte proporcional de aquella empresa que tan sólo estaba empezando su nuevo horizonte.
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