“Tenías razón”

“Acordándome de ti todos los días cuando escribo un texto, porque no sabes cuántas veces lo reviso. Para que estés contenta, eso ha quedado en nuestro ADN”.

Escuché ese mensaje por WhatsApp y estuve contenta, claro. Yo acababa de dictar mi curso Escribir Bien para una organización internacional, y días después uno de los participantes inició así una consulta por audio. Escribir pensando en el lector, revisando cada palabra hasta tener la certeza de que el texto se entiende, borrando y reescribiendo hasta que se entienda: eso enseño en mi curso. Y cuando supe que aquello permanece en el ADN de un profesional —de una organización—, por supuesto que estuve contenta.

Hasta que me acordé de algo menos feliz.

Hace unos años encontré en la Harvard Business Review en español un artículo que se refería a la “mala redacción empresarial” como una “fuente oculta de tensiones”. Escribir mal destroza la productividad, de Josh Bernoff, relata la frustración de los profesionales que sienten que desperdician su tiempo ante un texto mal escrito: aquel que “es demasiado largo, está mal organizado, le falta claridad y está lleno de jerigonza técnica e imprecisiones”. Un texto enviado sin revisar, no hay manera más sencilla de definirlo.

Los profesionales conocen bien los dolores que produce esa escritura vaga, redundante y rebuscada: procesos lentos, productividad baja, falta de liderazgo y de confianza, operaciones que no fluyen, equipos que no se sienten motivados. Los conocen tarde. Debieron conocerlos cuando eran universitarios.

Pero los universitarios son escépticos. Al menos en los primeros años de la carrera, están convencidos de que no necesitan aprender a escribir.

“Cristina, ¿alguien jala este curso?”, me preguntó un alumno de mi curso Escribir Bien en versión universitaria. Lo dicto en la Universidad de Lima, en el tercer nivel de estudios de la Facultad de Derecho, y esa pregunta encubría una declaración: “Cristina, yo no necesito este curso”.

“Sí, como en cualquier otro curso”, le contesté, y esa respuesta encubría una resignación: “Te urge, pero todavía no lo sabes”.

Lo sabrá cuando avance en su carrera. Un día comprobará que escribir bien no es escribir correctamente, descubrirá que los textos floridos no lo ayudan para darse a entender y quizás verá disminuida su productividad académica.

Lo sabrá cuando inicie sus prácticas preprofesionales y se enfrente, por fin, al mundo real.

“Tenías razón”, me escriben por Instagram mis exalumnos. “Tenías razón”, me dicen mis alumnos cuando están a punto de entregarme un ensayo sin revisarlo y, ante mi insistencia, lo releen y encuentran fragmentos desenfocados y confusos.

Hay que enseñarles a escribir.

Hay que preguntarles qué quieren decir: qué postura intentan defender sobre un tema que les interesa muchísimo. Su texto argumentativo no tendrá la estructura que conocen, esa que comienza con una introducción y termina con una conclusión que repite la introducción. Hay que pedirles que cuenten una historia que dispare sus argumentos; y no, no será una creación literaria, seguirá siendo un texto argumentativo. Hay que animarlos a hacerlo emocional, porque la emoción es uno de los pilares de la persuasión; y no, esto no equivale a incluir dramatismos innecesarios, equivale a conectar con el lector.

Hay que hacerles una promesa: “Si escriben este texto, podrán escribir cualquier otro”.

“Tenías razón”, me escriben por Instagram mis exalumnos. Y estoy contenta, claro. Escribir bien está en su ADN.

Imagen: fmdos.cl