Cómo entrenar a tu dragón

Cómo entrenar a tu dragón

Y cundió la histeria, como era de esperar. Después de la alerta lanzada por Pablo Iglesias la noche del 2 de diciembre, se han sucedido escraches, manifestaciones, insultos, ataques, y múltiples actos de protesta contra Vox. Se les acusa de machistas, retrógrados, racistas, y de franquistas, cuando no simplemente fascistas. Se les dice que deben volver al zulo, que alientan la violencia contra la mujer, que son herederos del franquismo, y se les achacan muchas otras virtudes y bellezas que ahora no es del caso comentar.

En un contexto de polarización política, como empieza a ser el actual, cualquier advertencia de un matiz suele ser tomada por un posicionamiento en contrario de la propia postura. Sin embargo, sólo los matices arrojan luz sobre la realidad, que no es normalmente blanca o negra. Pues bien, debe decirse claramente: la respuesta dada por todos los partidos al surgimiento de Vox es sencillamente errónea. Aunque ya dijo Íñigo Errejón que Vox “no es el mal”, ha sido considerado como tal, y las consecuencias no se harán esperar: las encuestas les colocan ya como segunda fuerza en las elecciones autonómicas en Madrid. Y, a no ser que los demás partidos planteen su estrategia al respecto de otra manera, seguirán subiendo al más puro estilo Buzz Lightyear: “hasta el infinito y más allá”.

Si el resto de partidos quiere que esto no suceda, su reacción al surgimiento de Vox debería articularse en torno a tres ejes. En primer lugar, el rigor. Las propuestas de un partido deben conocerse con exactitud, para estar en posición de criticarlas. El rechazo a una postura, y el debate con ella, sólo puede suceder cuando esa postura es conocida, no cuando se acude a una caricatura de la misma. Los posicionamientos de Vox respecto a la inmigración y la violencia de género, siendo controvertidos, no legitiman la violencia contra la mujer ni contra el inmigrante. Aunque podrían implicar -cosa que habría que demostrar- una desprotección de la primera y apuntan a una criminalización del segundo, no las contemplan como opciones deseables, al menos en frío. En cuanto al apelativo de fascistas, ya explicó sobradamente Beatriz Acha en Agenda Pública (6 de enero) que no es un término que deba aplicarse al partido de Abascal, y que “denominar a Vox (neo)fascista no contribuye a captar adecuadamente sus rasgos característicos, y sí al uso inflacionario del término, lo que resulta muy poco útil para avanzar en la comprensión del fenómeno”.

En segundo lugar, la respuesta a Vox debe ser racional y serena. Como recordaba recientemente Andrea Rezzi en El País, uno de los rasgos más sorprendentes del debate ocurrido estas semanas en el Parlamento británico en torno al Brexit, ha sido la limpieza y la serenidad de los argumentos. Por contra, la reacción del PSOE y de Podemos a la entrada de Vox en el Parlamento andaluz ha sido de todo menos racional y serena. Esta reacción no sólo es errónea por implicar un desprecio de la voluntad democrática de los electores. Es errónea porque es precisamente lo que más impulsa el crecimiento de Vox, pues legitima su discurso anti-izquierdista, y le añade además un beneficioso componente de victimismo. Y es errónea porque contribuye a crear y alimentar una atmósfera de polarización, equivalente a la absolutización de la propia ideología y el rechazo sin paliativos –sin posibilidad de llegar a acuerdos- de las ajenas, que se convierten siempre en contrarias y enemigas. Esto, siguiendo a Bernaldo de Quirós, “conduce a una dialéctica de radicalización, a dificultar cualquier tipo de entendimiento entre quienes antes competían sin rivales en un mercado bipolar y a dramatizar la posibilidad de la alternancia porque ésta se convierte en un riesgo existencial”. La polarización impide hablar con quien se aleja demasiado de las propias ideas, y destruye así la base de la democracia, de cualquier democracia.

Por último, la respuesta a la amenaza de la derecha populista debe ser, igual que los mensajes con los que la misma se anuncia, directa, sencilla y clara. Esto implica que los partidos de centro-derecha no deberían adaptar su mensaje al de Vox -como ha empezado a hacer el PP de Casado-, ni ignorar deliberadamente su existencia, como si fuera un mal sueño después de una borrachera, como hace alegremente Ciudadanos. Estos partidos, especialmente el último, deberían dejar claras sus diferencias con los de Abascal, y entrar a pecho descubierto en el debate sobre los puntos en discordia. No hacerlo así también provocará, por asimilación o por cabreo, que sus apoyos crezcan exponencialmente.

En conclusión, Vox es un dragón furioso que, como en la película, puede y debe ser entrenado, domesticado, integrado. De lo contrario, hará arder todo el sistema. La disyuntiva, pues, como siempre en democracia, es entre electoralismo y responsabilidad. Agitar a las masas desde la izquierda, esquivar el problema desde el centro, o asimilarse a él desde la derecha, es electoralismo: adoptar la estrategia que lleve a perder menos votos. Responder al reto de Vox desde el respeto, el rigor y el debate de las razones, es responsabilidad: es tomar en serio a las minorías, escuchar al que piensa distinto -incluso muy distinto-, y arriesgarse a estar equivocado. Nada de eso implica renunciar a los propios principios. Fue Pablo Iglesias quien dijo hace unos meses que “lo más interesante de la democracia, y de la política, es que no hay por qué aparcar nuestras diferencias. Las diferencias pueden convivir, y si todos nos escuchamos, podemos seguir trabajando juntos sin aparcar las diferencias.” Acertó. Ahora sólo falta que él mismo, o alguien, se lo crea de verdad. Nuestra democracia depende de ello.


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