No habrá excusas

No habrá excusas

Si hay un mérito que no se le puede negar al populismo, tanto de derechas como de izquierdas, es haber realizado importantes descubrimientos sobre las percepciones de la política en las democracias liberales. Uno de esos grandes descubrimientos es que el control sobre las emociones del pueblo hace ganar elecciones. Y una de las emociones humanas más profundas es la indignación ante la injusticia, la reacción de denuncia ante el culpable de un problema que nos afecta directa o indirectamente. Los ciudadanos posmodernos necesitamos ardientemente alguien a quien culpar de nuestros problemas. Al mismo tiempo, señalar a nuevos culpables incluye en la agenda política problemas latentes en la sociedad.    

Pues bien, entre los temas introducidos por la irrupción de la derecha populista en los sistemas políticos del mundo entero, la inmigración ocupa un puesto VIP. Y, gracias a la irrupción de Vox en nuestra arena política, España ya no es una excepción. Las tesis antiinmigración cobran cada día más fuerza. Éstas ponen el foco sobre los casos de delitos cometidos por inmigrantes, magnifican los números de la inmigración irregular, y aseguran sin tapujos que gran parte de ellos cobra del Estado jugosas pensiones por no hacer nada. Según este discurso, el inmigrante es un foco de delincuencia, conflicto social y problemas múltiples, que además se aprovecha de un cierto buenismo progresista para abusar de las arcas públicas en su propio beneficio. En palabras de Abascal, “la inmigración no viene a pagar las pensiones sino a recibir ayudas sociales. Sólo hay datos sueltos pero es así.”

            Algunos datos pueden servir de referencia en respuesta a esta criminalización del inmigrante. Según el Ministerio del Interior, el número de inmigrantes que ha llegado a España de forma irregular en 2018 asciende a 64.298. Es mucho mayor que el año pasado, pero este año aún no se cuenta con las cifras de las repatriaciones de inmigrantes, (que en 2016 fueron 18.975 para 14.558 entradas irregulares), aunque algunos periódicos la sitúan en torno a las 30.000. En cuanto a la criminalidad, pueden tomarse como muestra los delitos contra la libertad e indemnidad sexual. Según Interior (Informe sobre los delitos contra la libertad e indemnidad sexual en España), en 2017 se cometieron por africanos residentes en España un total de 503 delitos de este tipo, y 4150 por españoles. Con relación a la población de ambos grupos (datos del INE), los delincuentes sexuales africanos fueron en 2017 un 0’05% de los africanos residentes en España, y los españoles el 0’009%. La tasa es claramente mayor entre africanos que entre nacionales, pero los números son tan bajos que representar al inmigrante (el africano en este caso) como una amenaza no es más que agitar un fantasma con fines electoralistas. En cuanto a las ayudas sociales, el art. 7 de la Ley de la Seguridad Social reconoce el derecho a ellas a residentes legales que sean trabajadores, estudiantes y funcionarios; es decir, sólo quienes aportan a la Seguridad Social tienen derecho a sus prestaciones.

            Por supuesto, no puede negarse la existencia de problemas relacionados con inmigrantes. La tasa de paro, la tasa de criminalidad y el nivel de pobreza son más altos entre los extranjeros que entre los españoles, y existen guetos en los barrios de muchas ciudades. Estos hechos testimonian que el sistema español de integración de los inmigrantes fracasa en algunos casos en el propósito de introducirlos efectivamente en la sociedad. Pero es dudoso que la nacionalidad de los “no-integrados” sea el factor determinante de la ecuación: los españoles que delinquen, los exreclusos españoles que reinciden, los estudiantes españoles que abandonan los estudios, las mujeres españolas abocadas a la prostitución, los jóvenes españoles que caen en la droga… son igualmente un fracaso de nuestra sociedad, que no ha sido capaz de introducirlos satisfactoriamente en la vida social. De la misma manera, un extranjero que se encuentra en esas situaciones no se encuentra por el hecho de ser extranjero, sino porque la sociedad no ha sido capaz de integrarlo. El hecho de la no-integración no depende de la nacionalidad del sujeto, sino de otros factores, fundamentalmente económicos. Como escribió Manuel Jabois, “la integración se demuestra no presumiendo del inmigrante que salva a un niño, sino condenándolo cuando lo mata sin señalar su origen o el color de su piel”.

            No existen causas claras de los problemas de sociedades complejas. Ni existen soluciones fáciles a dichos problemas. Predicar lo contrario es manipular a la sociedad, explotando sus emociones para ganar su voto, mientras se le vende una versión simplificada, parcial y tuitera de los hechos. Y es lo que hacen la mayoría de nuestros líderes políticos, y es lo que hacemos demasiadas veces los ciudadanos. Porque, como afirma el filósofo Daniel Innerarity, “nada mejor que designar a un culpable que nos exonere de la difícil tarea de construir una responsabilidad colectiva”.

Criminalizar a un colectivo minoritario, igual que absolutizarlo, es exactamente lo contrario de la democracia liberal, que precisamente nació para que todos pudieran decidir sobre lo que les afecta. No importa si el criminalizado es el inmigrante, el rico, el pobre, el progre, el judío, el hombre o la mujer, el indepe o el facha: cualquier etiqueta acusadora es injusta. Si no vencemos la pereza mental de reflexionar sobre las causas de los problemas sociales, más allá de jalear a “los nuestros” y abuchear a “los otros”, si no aprendemos a escuchar al diferente, y si los relatos simplistas en los que una minoría es retratada como la causa de todos los males sociales triunfan, la democracia tiene sus días contados. Y esta vez no tendrá sentido buscar culpables, porque todos lo seremos, y ya no habrá nada que hacer. No se podrá ni respirar. Y no habrá excusas.


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