Europa o nada
Europa se encamina hacia un cruce de caminos. La Unión, sacudida desde hace una década por diferentes crisis, se juega en las elecciones de mayo su continuidad como apuesta histórica por los valores que la impulsan. Los barones y baronesas del euroescepticismo (no se puede dejar de mencionar a Le Pen, a Wilders o a Salvini), se preparan para abalanzarse cual leones famélicos sobre su presa. Lo tienen todo a favor: varios gobiernos de su parte, un Reino Unido que se va (por las buenas o por las malas), un auge a nivel nacional en todas las encuestas, un crecimiento económico de la eurozona que no termina de convencer, e incluso a un exasesor de Trump dirigiendo la orquesta. Es su momento.
El populismo derechista, en auge a nivel mundial, ha puesto el dedo en la llaga de los principales problemas de las democracias liberales: la inmigración, la desigualdad, el envejecimiento y el futuro de la juventud. Su solución ante ellos es un repliegue identitario en los límites del Estado-nación. Un cierre de fronteras que asegure el país contra la inmigración y el terrorismo; una toma de control de la política económica por parte del Estado, que garantice que se defienden los intereses nacionales; una vuelta a los valores nacionales clásicos, que promuevan la natalidad y la propia identidad contra el multiculturalismo y el despoblamiento. Por supuesto, en este esquema, un ente supranacional como la Unión Europea representa la madre de todos los vicios. Por eso, los partidos euroescépticos rechazan la cesión de soberanía a la Unión, y apuestan por convertirla en una “alianza de pueblos libres” (Verbund freier Völker) como reza el programa del FPÖ austriaco; una comunidad de Estados soberanos que cooperan entre sí, pero sin ceder soberanía. Es decir, recuperar para los Estados-nación muchas de las competencias cedidas a la Unión. En palabras de Matteo Salvini, “los desafíos han cambiado. Los estados deciden menos y ahora toca recuperar soberanía.”
Sin embargo, el movimiento euroescéptico olvida, precisamente, que la magnitud de los problemas existentes es tal que no pueden solucionarse por los Estados-nación tradicionales de manera individual. El éxodo global, el empobrecimiento de las clases medias, el cambio climático y el terrorismo son problemas mundiales, y sólo un espacio inmenso de soberanía -como lo sería la Unión Europea, de completarse la integración- está en condiciones de resolverlo de manera solvente. La globalización no es reversible, y, caso de que lo fuera, luchar contra ella desde las fronteras de los pequeños países europeos no es más que una utopía manipulada por los líderes políticos con fines electoralistas.
La disyuntiva, por tanto, es entre nacionalismo y europeísmo. O un retorno a las antiguas fronteras y una defensa a ultranza de los intereses propios de cada nación, o una cesión de soberanía para defender intereses comunes. O encerrarse en lo propio, o construir algo más grande.
Sin duda alguna, la Unión Europea no es perfecta. Sólo un europeísmo crítico y dialogante puede ser verdaderamente fructífero. Los euroescépticos deben ser escuchados, y, sobre todo, debe serlo la ciudadanía. Quizás eso sea precisamente lo que diferencie a una corriente de la otra: la capacidad de escuchar al otro y de no buscar la confrontación. Como afirma Guy Verholfstadt, “si la UE quiere hacer frente a las vertientes nacionalistas que están socavando su raison d’être misma, tendrá que escuchar las inquietudes de la gente y ofrecer una visión radical nueva para una gobernanza eficaz.”
En conclusión, la Unión Europea se encamina a su hora más decisiva, y seremos nosotros, los ciudadanos de a pie, quienes tengamos la última palabra. De nosotros dependerá que el nacionalismo creciente a nivel mundial sea o no rechazado. El orador griego Demóstenes ha pasado a la historia como el que intentó unir a las polis griegas para detener el avance conquistador de Macedonia. Sus esfuerzos chocaron constantemente contra el egocentrismo de las polis, y finalmente el mundo griego antiguo sucumbió, por no ser capaz de unirse contra una amenaza común: pusieron sus intereses individuales por delante de los comunes, y exactamente esa fue la perdición de todos sus intereses. Y es que el nacionalismo ha sido siempre el modus operandi de los Estados. Sólo en el siglo XX, gracias a proyectos multilaterales como el de la Unión, se ha cambiado este patrón, y se ha construido un amplio espacio de seguridad jurídica, de paz y de respeto relativo de los derechos de la persona. Nunca antes en la historia de la humanidad se había logrado. Quizás no esté de más recordarlo.