Quizá nos toque correr
Ya estamos todos. Para gracia o desgracia, ya estamos todos. Éramos de los pocos países de Europa sin tener el catálogo básico completo, y ahora ya lo tenemos. Vox ha entrado pisando fuerte en su primer parlamento, de forma inesperada, y la reacción de España ha sido la esperada, cuando ocurre lo inesperado: histeria. La verdad sea dicha, Vox es un producto acabado y bastante fiel de lo que en otros países se llama extrema derecha, o derecha populista, o far right. El nombre que se le ponga, en el fondo, es lo de menos: se refiere a la misma realidad, unos partidos que surgen en todo el mundo como reacción a lo mismo, y que ponen el acento sobre los mismos problemas, utilizando las mismas técnicas y pidiendo las mismas cosas. Un breve catálogo pasaría por mencionar a la AfD, Liga Norte, Front National, Fidesz, UKIP o a FVVP. Pero la pregunta clave, en el fondo, no es cómo llamarlos, sino otras: quiénes son, de dónde vienen, y qué vamos a hacer con ellos.
Quiénes son. Lo primero vaya por delante, sin miedo a la tontería: Vox es un partido nacionalista, neoliberal y autoritario en fondo y forma. Nacionalista, porque propone políticas inconstitucionales que discriminan por razón de la nacionalidad –como obligar a los inmigrantes legales a pagar copago sanitario, por citar una de las más suaves-, y encarnan una defensa a ultranza de la identidad nacional, que pasa por ilegalizar partidos que se oponen a ella, estigmatizándolos como los causantes de todos los males de España. En el campo económico abogan sin reparos por una bajada general de los impuestos. Y en cuanto al autoritarismo, lo llevan en el fondo, con su apuesta por un endurecimiento mayor aún de las penas del Código Penal, y en las formas, con una retórica de enfrentamiento, de política de bloques, de rechazo al diálogo, del vosotros contra nosotros, típica de los partidos de fútbol del cole. Aún así, también debe decirse sin miedo: no son todo lo radicales que podrían ser. No coquetean con el antisemitismo (como el FPÖ austriaco), ni apoyan la violencia, ni tienen por ahora declaraciones polémicas a las que están acostumbradas más al norte en Europa, al estilo de Geert Wilders (“no odio a los musulmanes, odio el Islam”), Matteo Salvini (“desgraciadamente, a los gitanos italianos te los tienes que quedar”) o Alexander Gauland (“vamos a cazarlos”).
De dónde vienen. El surgimiento de Vox se explica a la perfección por la teoría apoyada por Pippa Norris (Harvard University) sobre el surgimiento y auge mundial de los partidos de derecha populista, y también por las tesis del psicólogo canadiense de la Universidad de Tornto Jordan B. Peterson, actualmente de gira por España. La tesis de Norris (cultural backlash) es que estos partidos son una reacción contra los valores del feminismo y el movimiento LGTBI (progressive values). Esta reacción es la esperable de la presión ejercida contra el disidente por parte de unos movimientos sociales que han cambiado en quince años lo que está bien y lo que está mal socialmente hablando. Las transformaciones sociales han sido demasiado rápidas e intensas como para que no hubiera reacciones políticas en su contra. Por su parte, Peterson, polémico y popular adalid mundial de una corriente de pensamiento alternativa que se enfrenta a la lectura de la sociedad que realizan el feminismo y el movimiento LGTBI, declaró recientemente en una entrevista a El Mundo que “feminizar a los hombres a la fuerza los acerca al fascismo”. Ciertamente profético. Ambas posturas –sociológica y psicológica- coinciden en que es la fuerza con que los valores progresistas se han impuesto, a veces de forma desconsiderada contra los hombres, considerados como los enemigos, la que ha propiciado una reacción política de rotundo rechazo. Y es cierto. El factor sexo influye y mucho en el voto a estos partidos. Según Metroscopia, un 72% de los votantes de Vox en las elecciones andaluzas son hombres. Los votantes de la AfD alemana también son en su mayoría de sexo masculino.
Por último, y más importante: cómo debería el sistema reaccionar ante Vox. Y las posibilidades son dos: integración o cordón sanitario. La primera es por la que ha optado Sebastian Kurz en Austria, y los partidos de centro-derecha en países como Finlandia y Suiza. La segunda es la seguida por Merkel, Rutte (Holanda) y por los partidos tradicionales franceses e italianos. En el primer caso, se han formado gobiernos de coalición, y los partidos de derecha populista se han integrado en el sistema. En el segundo caso, los partidos tradicionales se han hundido sin excepción: es el caso de los italianos, alemanes y franceses. Queda por ver qué modelo seguirá España, pero, viendo la perspectiva internacional, parece claro que debería seguir el primero. Y esto por dos razones.
En primer lugar, porque aislar a Vox, como propone el PSOE, o comenzar una contrarrevolución contra su avance, que es a lo que alienta Podemos, no sería proteger a nuestro sistema de partidos, ni a nuestra democracia. Al contrario, sería poner las condiciones para que el partido de Abascal subiera como la espuma de una Cruzcampo mal tirada. Y es que la polarización es el alma de los partidos que se sitúan en los extremos: Vox se ha nutrido, y se nutrirá como ningún otro partido en España, de las alertas, los miedos y los ataques que se lancen contra él. Y es el diálogo, el esfuerzo de los políticos de una ideología por comprender las razones del otro, el antídoto contra el populismo de izquierdas y de derechas.
En segundo lugar, porque, en democracia, lo razonable es escuchar lo que el contrario tenga que decir, sea lo que sea. No es sano anclarse en la propia concepción del mundo, ni tampoco juzgar al otro antes de haber oído quién es y de qué palo va. En este caso sólo no es sano, sino que además, por parte de la izquierda, sería injusto. Porque, al surgir Podemos, la derecha reaccionó con histeria, y fue sectaria, achacándole vicios y radicalismos que no eran ciertos. Finalmente, resultó que no iban a quemar iglesias, ni a declarar comunas en cada ayuntamiento que gobernaran. Que no era para tanto, vaya. Y ahora, al surgir Vox, la izquierda actúa como en su día la derecha con Podemos. El esfuerzo por comprender las razones del otro, por entender por qué la gente vota lo que vota (algo a lo que apelaba con mucha razón Iñigo Errejón hace unos días), es esencial a la democracia. Excluir y aislar al diferente, descalificarlo y descartarlo como compañero de viaje, es desvirtuar la democracia.
Es miope y es sectario excluir a Vox del sistema y lanzar contra él a las hordas feministas y megafoneras. Lo cierto es que los políticos españoles siempre han sido unos miopes y unos sectarios. Así que, a los que creemos en el diálogo, como canta Izal, “quizá nos toque correr”. Sí, huir. Pero no sólo de Vox, en respuesta a una alerta antifascista, sino de Vox, de Podemos, del PSOE, del PP, de Ciudadanos. De todo el mundo. Sí. Habría que huir de ellos. Dimitir de unos políticos encerrados y dominados por lógicas partidistas cerradas, pendientes únicamente de cómo reaccionará la opinión pública ante tal o cual comentario o ante tal o cual postura. Y empezar de una vez a hablar los ciudadanos que pensamos distinto entre nosotros, intentando comprendernos. Quizás entonces cambie algo.