Guaidó nos revela

Guaidó nos revela

El pasado 23 de enero fue un día histórico. La juramentación de Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela no sólo ha abierto una etapa nueva en la lucha por la democracia en aquel país, sino que tiene una magnitud mucho mayor. A los demócratas del mundo entero, Guaidó nos ha rebelado: ha reavivado en nosotros el sentimiento de que siempre tiene sentido luchar por la libertad contra la opresión Y también nos ha revelado: ha puesto de manifiesto ciertas carencias de la política en España y en Europa, sobre las que es necesario reflexionar.

A nivel europeo, el audaz movimiento de la oposición venezolana ha puesto, una vez más, de relieve, la necesidad perentoria de una verdadera unión política en Europa. Mientras una gran parte de la comunidad internacional reaccionó con gran rapidez, apoyando al líder opositor y exigiendo la dimisión de Nicolás Maduro, la Unión Europea respondió tarde, demasiado tarde, teniendo en cuenta la emergencia. Quizás la opción del ultimátum no ande demasiado errada: imprime presión sobre el régimen chavista, dándole opción a una salida honorable, y es una respuesta original, propiamente europea, ya que ningún otro país ha optado por ella. Sin embargo, fue lamentablemente tardía, y dejó demasiado tiempo al chavismo para maniobrar contra Guaidó, que podría haber sido ya encarcelado, o asesinado. En el estado actual de transición en Venezuela, cuatro o cinco días pueden cambiarlo todo. Si Europa hubiera tenido un único centro de mando soberano, podría haber respondido el mismo 23 de enero, aún con el mismo ultimátum, y haber puesto sobre Maduro de forma contundente la presión asfixiante de la mayor potencia económica y militar del mundo. Si la Unión fuera un actor con entidad política y militar a escala mundial, el peso de su ultimátum habría sido aún mayor que el del indisimuladamente previsto reconocimiento estadounidense a la presidencia de Guaidó.

Por otra parte, la actual situación venezolana pone de relieve la contradictoria posición estratégica de la izquierda española (representada parlamentariamente por IU y Podemos), cuando se trata de política internacional. Las contradicciones son múltiples: por un lado, apoyó la anexión de Crimea por parte de la Rusia de Vladímir Putin, y la guerra en el este de Ucrania, que el Kremlin inspira descaradamente; por otro lado, en el caso venezolano echa en cara a la oposición el apoyo indisimulado de Donald Trump, acusando a EEUU de imperialismo, y de moverse por intereses económicos. Cuesta imaginar otra definición de la política exterior rusa y china que no sea “imperialista”, así como cuesta pensar qué intereses más allá de los económicos pueden empujar a ambas potencias a apoyar a Maduro. Por último, esta izquierda califica el movimiento de Guaidó como un golpe de Estado de las derechas, obviando dos datos: primero, que en la oposición democrática se incluyen varios partidos de izquierdas (entre ellos, el propio Voluntad Popular, integrado en la Internacional Socialista); segundo, que varios gobiernos de izquierdas, como los de Portugal, Albania o Costa Rica, han apoyado al líder opositor, sin olvidar a los gobiernos liberales de Canadá, Australia o Dinamarca, que se alejan años luz de la nueva derecha populista de Trump y Bolsonaro. Parece, por tanto, que la izquierda española se limita a seguir los patrones históricos de la época soviética, apoyando por instinto lo que apoya Moscú. Otras izquierdas mundiales ya han salido de esa lógica, y quizás sea el momento para la nuestra de darse cuenta de que el mundo ha cambiado. En un artículo publicado en 2017, el periodista inglés John Carlin aludía a la rigidez de la izquierda francesa, reacia a apoyar a Macron en la segunda vuelta de las presidenciales. En ese artículo, Carlin nos regala un párrafo que describe exactamente la situación actual: “al mantenerse tan obstinadamente aferrado a su posición, Mélenchon no solo hace daño a su país sino que se hace daño a sí mismo. Limita sus posibilidades futuras de conquistar los votos del centro político necesarios para ganar elecciones y gobernar. Algo parecido ocurre con su camarada español Pablo Iglesias. Por su fidelidad a sus antiguos correligionarios chavistas, por su incapacidad de unirse al coro de voces que denuncian el atropello salvaje a la democracia y a la economía nacional de Venezuela, no solo no les hace ningún favor a los habitantes de aquel país, no se hace ningún favor ni a sí mismo ni a su partido, Podemos.” El gran criterio de posicionamiento estratégico de la izquierda radical española no son los hechos que se condenan, sino las personas que aparezcan en la foto en la que uno va a aparecer. Con la contradicción de que, en nombre del socialismo, Iglesias va a aparecer en la misma foto que Vladímir Putin, que es tan de izquierdas como Felipe II.

Hay un tercer punto que debe ser mencionado, y es la utilización por parte de los líderes del centro-derecha de la crisis venezolana para apoyar sus propias posiciones políticas. El apoyo de Casado y Rivera a la oposición venezolana, con ser acertado, es exagerado y partidista. En los actos en los que estos líderes han apoyado a Guaidó, no han aparecido líderes de otros partidos, lo que hace ver un hecho transparente: lo más importante para ellos no es la democracia en Venezuela, sino que la opinión pública tenga claro que su partido apoya esa democracia. No se trata de la causa, sino de los votos que a través de ella puedan ganarse.

En fin, que la crisis venezolana se ha convertido en un problema de política interior. Los déficits estratégicos de la UE han quedado al descubierto, como siempre. Y los déficits de coherencia de una izquierda cainita y rígida, y de una derecha oportunista, también. Con su órdago al chavismo, Juan Guaidó nos ha impulsado a buscar una sociedad mejor: nos ha rebelado contra todos aquellos que abjuran de la libertad de las personas, y (indirectamente) nos ha revelado las carencias de nuestra propia clase política. Nos ha recordado que la democracia no nace, se hace. Él ha quemado las naves y se ha jugado la vida para hacerla. La pregunta se hace sola: ¿y nosotros?


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