Coronavirus y desigualdad digital

Coronavirus y desigualdad digital

La rápida transmisión del coronavirus (SARS-CoV-2), causante de la enfermedad respiratoria Covid-19, ha provocado la implantación de medidas como el aislamiento, la cuarentena y el distanciamiento social con el fin de mitigar la curva de propagación.

En términos sencillos, el distanciamiento social se ha traducido con un eslogan que, como el mismo virus, ha circulado velozmente por las redes sociales con la etiqueta #QuédateEnCasa. ¿Podríamos dudar de la utilidad de esta recomendación? Por supuesto que no. No debemos dudar de los beneficios de su acatamiento.

Según datos aportados por científicos, hay tres porcentajes clave: 80, 15 y 5: el 80% de los que contraerán el virus no tendrán mayores consecuencias; un 15% puede desarrollar una enfermedad que requerirá tratamiento, y solo un 5% derivará en un caso grave que necesitará cuidados intensivos (San Pedro, 2020).

Amainando la propagación mediante el distanciamiento social, lo que se busca es que no colapsen los servicios de salud, como ha sucedido en países como Italia y España, que aplicaron esta medida muy tardíamente.

A partir de este llamado a quedarse en casa, se han producido otros, como aquellos que instan al teletrabajo, la teleeducación, y al disfrute de la infocultura. Sin embargo, estas iniciativas han expuesto con suma crudeza las limitaciones de la virtualidad, pero especialmente un hecho que muchos investigadores hemos venido señalando desde los inicios del proceso de digitalización: la existencia de una grave brecha digital.

Como concepto, la brecha digital tiene varias expresiones y derivaciones, como la educativa y la sociocultural, pero todas convergen, al inicio, en una diferencia infraestructural de acceso asociada con factores de tipo socioeconómico. No puede haber uso y apropiación de las tecnologías de información y comunicación (TIC) para el desarrollo sin que haya acceso para todos con equidad. En Panamá, el sexto país más desigual del mundo, la digitalización muestra con aspereza esa disparidad.

Los números aportan clara evidencia. Según datos de la ASEP (2019), en Panamá hay 4,2 millones de habitantes y 5,5 millones de teléfonos celulares; es decir, una penetración celular móvil del 132,5%. De éstos, solo el 16,6% son de contrato o pospago. La cobertura celular es del 96% de la población, pero el porcentaje del territorio cubierto es de solo un 38%. En cuanto a las líneas fijas, sólo existen cerca de 700 mil, de las cuales unas 500 mil son residenciales. Las cifras del Plan Nacional Estratégico de Ciencia, Tecnología e Innovación (SENACYT, 2019) indican que sólo un 11% de la población cuenta con suscripciones de banda ancha fija. En otras palabras, los panameños conectados podrían describirse como citadinos que usan el móvil bajo la modalidad de prepago.

A pesar del potencial que tiene Panamá para convertirse en el hub digital de las Américas (CAF, 2019), estas cifras revelan carencias que urge superar si queremos que la transformación digital impacte positivamente en el bienestar de la mayoría de los panameños y panameñas.

¿Es posible que en estas condiciones de desigualdad digital la mayoría de la población pueda teletrabajar, teleeducarse o teleinformarse con propiedad? La respuesta obvia es no, como lo han expresado dirigentes del gremio magisterial (González, 2020), al señalar que la mayoría de los educadores se ven imposibilitados de impartir clases a distancia usando Internet.

Esto no quiere decir que no sean positivas las iniciativas como el llamado al teletrabajo, la asistente virtual Rosa (desarrollada por la Autoridad de Innovación Gubernamental para canalizar consultas sobre el Covid-19) o el acuerdo entre esta dependencia y las operadoras para aumentar el ancho de banda. Al contrario, lo que estas medidas revelan es la importancia de ampliar y mejorar la conectividad.

Si algún aprendizaje nos debe dejar esta crisis, es que los esfuerzos en conectividad —que incluyen una ley que procure el establecimiento del servicio universal a Internet— son urgentes. El acceso que demandan los teleservicios de calidad requiere mayores y mejores inversiones en infraestructura, que incluyan la implementación de planes integrales con componentes para atender asuntos territoriales, lingüísticos y de género, por mencionar solo algunos.

Es vital promover la digitalización, pero debe hacerse sin perder de vista la equidad. Si no, se podría estar contribuyendo con el ensanchamiento de la desigualdad, un problema que arropa muchos ámbitos, como ha quedado evidenciado en la Encuesta de Ciudadanía y Derechos del CIEPS (2019).

Hay que ampliar el acceso y hacerlo tomando en cuenta las desigualdades sociales. Solo así la conectividad podrá convertirse en palanca para el desarrollo, que se quiere justo y equitativo. Entender que en un mundo informatizado la disminución de la brecha digital contribuye con el acortamiento de la brecha social, pasa, entre otras cosas, por comprender que los asuntos relacionados con las TIC no son solo técnicos, sino sociales y culturales. Esperamos que al menos eso quede claro con esta crisis.


Publicado originalmente el 18/03/2020

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