El Estado como fábrica de leyes
Prof. Henrique Meier. Director del Área de Estudios Jurídicos y Políticos. Decanato de Estudios de Postragrado. UNIMET.[1]
“Aumento de leyes, aumento de crímenes,
Aumento de prohibiciones, aumento de miseria”
Lao-Tse
Uno de los más graves y persistentes vicios históricos del “Estado” venezolano en el ámbito jurídico-político, con prescindencia de la arbitraria clasificación de sus supuestas “etapas republicanas” desde 1830 a nuestros días, y de la naturaleza del régimen político, autoritario (135 años) o democrático (40 años, de manera ininterrumpida; 47 si se consideran “democráticos” al gobierno de Medina Angarita y al trienio adeco), es la crónica carencia de políticas legislativas y normativas en general.
En ese sentido, como se ignora, y por ende, no se comprende, la auténtica función del Derecho en los procesos sociales, vale decir, la articulación de lo jurídico en la trama de la vida política, institucional, económica y cultural de la sociedad nacional, se sancionan leyes, decretos-leyes, reglamentos, resoluciones normativas, leyes estaduales, ordenanzas municipales, sin prever los posibles efectos del “nuevo Derecho” sobre cada una de las esferas de la compleja vida social. En una palabra: no se analiza el posible impacto de las normas para el propio “Estado”, los ciudadanos, las organizaciones públicas no estatales (universidades nacionales, sindicatos, partidos políticos, asociaciones de vecinos, gremios profesionales) y las privadas (empresas, fundaciones, sociedades civiles, ong´s, etc.)
Sobre este tema expresa Esteban Krotz:
“El fenómeno jurídico no puede ser entendido de modo aislado- con respecto a los procesos sociales de los que forma parte. Querer conocer las características del derecho, sus orígenes y transformaciones, sus límites y potencialidades, sus condiciones y su autonomía relativa, sus implicaciones éticas y su legitimidad, su función como elemento de control y como impulso de cambio, exige ubicarlo en la trama social más comprensiva, este conocimiento, a su vez, puede servir de base para la elaboración de propuestas políticas tendentes a adecuar el derecho mejor a las aspiraciones de la población en su conjunto”.[2]
En lugar de esa idea holística e integral de lo jurídico, a la que alude el autor antes mencionado, impera una suerte de concepción superficial (formalista, simplista, reduccionista y voluntarista), y hasta cierto punto “ingenua” del Derecho, reveladora, por otra parte, de una actitud cínica ante las leyes, tal es la paradoja del populismo en el campo del Derecho o la demagogia legal: “Las leyes y las constituciones se escriben para ser incumplidas”[3].
El “populismo jurídico” postula la función del Derecho como agente de cambio social, político, e institucional “per se”. Ese es el “mito” del poder revolucionario de la ley, conjuntamente con el del discurso mesiánico del caudillo-Presidente: la sustitución de las obras y hechos, (de lo tangible), por la magia, el hechizo de la palabra; de la realidad por la ilusión; de la verdad por la mentira; de la información veraz por la propaganda; de la gestión efectiva por la promesa, siempre la promesa; de la satisfacción razonable de las necesidades colectivas, por la permanente “administración de la esperanza”; del miserable presente por un “promisor futuro” que nunca llega, como la pesadilla del sediento al que se le aleja constantemente la fuente de agua, por más que en su ilusión onírica pareciere que está cerca.
El populismo jurídico se expresa particularmente en ese “constitucionalismo de pacotilla”, o la supuesta virtud de la Constitución como deshacedora de entuertos del pasado y partera de nuevos tiempos de “felicidad colectiva”. La Constitución como instrumento de “refundación” de la República, el Estado y la sociedad (Preámbulo de la Constitución de 1999). ¿Cuántas? en nuestra accidentada historia republicana: ¿Veintitrés? ¿Veinticinco? Nada más lejano de la realidad, la terca realidad, que esa errática idea del poder transformador de la ley, capaz, por sí misma, de modificar las conductas sociales (“On ne change pas une societé par decret”. Michel Crozier). Esa modalidad de populismo está vinculada con el tema de la “cultura como variable independiente”, en este caso la “Cultura Jurídica”, que poco o nada es objeto de reflexión en las escuelas de Derecho de nuestras universidades, como tampoco por la doctrina de los autores y los operadores del “sistema judicial” (en particular, los jueces). La “Cultura Jurídica” entendida como conjunto o sistema de creencias, signos, símbolos, prácticas sociales, acerca del valor de lo jurídico y su función en los procesos de regulación, control y mediación de la vida social (El Derecho como función social).
Y así, una sociedad puede percibir al Derecho como la expresión de los profundos anhelos, valores, intereses, necesidades y expectativas del orden jurídico deseable (El sentimiento constitucional, según Lucas Verdú) compartido por los ciudadanos, familias, comunidades y organizaciones sociales disímiles que conforman la sociedad civil, el Derecho como resultado de la confrontación de los diferentes y expectativas de justicia y los acuerdos sociales básicos (el Derecho pactado) en un proceso normativo dialéctico y participativo, para transformar en normas por vía legislativa y jurisprudencial esa voluntad social plural, lo que exige de los legisladores y jueces una conexión permanente con esa fuente material y dinámica del ordenamiento jurídico : la sociedad.
O por el contrario, el Derecho puede percibirse como la pura expresión de la voluntad política del poder estatal, del hombre providencial, el partido de gobierno, los grupos de presión vinculados con dicho poder. El Derecho como instrumento al servicio de los dueños del poder, fabricado como si se tratase de una obra artificiosa en instancias cerradas donde no se escucha la voz del colectivo. El concepto del Derecho estatal, escrito y oficial como la única fuente válida del ordenamiento jurídico, el rechazo a las manifestaciones jurídicas no oficiales, a las prácticas y costumbres reveladoras del sentido de justicia natural y la equidad en las relaciones humanas.
Esa concepción “voluntarista” explica el discurso cargado de “optimismo reformista o revolucionario” del gobernante y del legislador (hoy unida ambas funciones en el absolutismo presidencialista), cada vez que se sanciona una nueva ley, pues su sola promulgación, publicación y entrada en vigencia formal, de acuerdo con esa distorsionada “cultura jurídica”, provocará, cual efecto milagroso o mágico, la solución de los males heredados del gobierno o los gobiernos anteriores. Y así, por ejemplo, la “Ley de Costos y Precios Justos” logrará controlar la especulación, reducir la inflación, aumentar la oferta y diversidad de los bienes y servicios; en fin, proteger a los consumidores de las perversas maniobras de inescrupulosos empresarios motivados por la codicia inherente al “capitalismo salvaje”. La “Ley de Defensa de las Personas en el Acceso a los Bienes y Servicios” ya ha cumplido, y con creces, su objetivo: basta acercarse a uno de los mercados socialistas “bicentenarios” para constatar esa realidad. La Ley de Arrendamientos Urbanos garantizará la equidad en la relación arrendador-arrendatario, y promoverá la oferta de inmuebles en ese mercado, y la constante reforma de la legislación en materia de viviendas ya ha logrado su loable cometido de incentivar la construcción de cientos de miles de soluciones habitacionales, y no se quede atrás la Ley de Tierras y Desarrollo Agrario y sus varias reformas que, además de haber llevado la justicia social al campo, ha también incentivado la producción agropecuaria, al igual que la Ley de Pesca y Acuicultura la oferta de productos del mar que abarrotan los mercados y a precios justos.
Ah, y los positivos efectos de las reformas del Código Orgánico Procesal penal y del Código Penal están a la vista: la sustancial disminución de los delitos y la sensible mejoría en el sistema de la administración de la justicia penal, en especial las garantías de los derechos humanos de los procesados detenidos “preventivamente” y de los reclusos del sistema penitenciario. Y no se oculten los magníficos resultados de la nueva Ley Orgánica de Educación, pues sería una injusticia negar los positivos efectos de dicha ley en la sustantiva mejora en la formación, competencias y nivel intelectual de nuestro estudiantado.
Y qué decir de la novísima Ley Orgánica del Trabajo y sus esperados efectos sobre la situación laboral: el aumento significativo de los puestos de trabajo, el fomento de la productividad laboral, y por tanto de los ingresos de los trabajadores, el fortalecimiento del Derecho Colectivo del Trabajo (la contratación colectiva), de la autonomía sindical, la efectiva garantía de la seguridad social integral, etc. La satisfacción del deber cumplido es inocultable. Cuarenta y nueve, cincuenta, doscientas leyes y decretos-leyes en una semana, un mes, un semestre ¡Así se construye la sociedad socialista!, vale decir, el “mar de la felicidad”. Una ingenua dama dirigente de una ONG se quejaba hace un tiempo ante un medio de comunicación social, porque esa excelente Asamblea Nacional, orgullo de los venezolanos, no había sancionado suficientes leyes en un periodo legislativo, es decir, no había cumplido satisfactoriamente con sus obligaciones constitucionales.
Lo cierto es que, prescindiendo de la ironía, única defensa posible ante esta desquiciante realidad, en el actual contexto ideológico del socialismo del siglo XXI la ley es utilizada para disfrazar y ocultar las causas de los persistentes fracasos gubernamentales y de la crónica ineficiencia de la administración pública. Y lo más insólito de ese mito legal, es que la supuesta “legislación socialista” contribuye de manera decisiva a promover ese fracaso. Y aunque en las diferentes exposiciones de motivos se aluda al “bienestar del pueblo”, a la solidaridad, la justicia social, los derechos humanos, el contenido de las mismas lleva en sí, de manera indefectible, al “malestar colectivo”, a la destrucción de los bienes públicos y privados (las bases materiales de la vida social, creadas a lo largo de más de 60 años de continuidad institucional), a la violación de los derechos humanos, a la injusticia social. Pero, quizás sea ese el auténtico objetivo: sumir al país en un estado de miseria y pobreza generalizada como lo ha hecho exitosamente el régimen castro-comunista en Cuba desde hace 53 años.
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El Derecho fabricado por el Estado por la voluntad circunstancial de un “iluminado”, y reformado cuantas veces ese querer arbitrario decida: “Quod principi placuit legis habet vigorem”, lo que gusta al príncipe tiene vigor de ley. El Derecho instrumento del poder impuesto a la sociedad con la pretensión de cambiarla, el mito, antes señalado, del poder revolucionario de la ley. Cultura ésta que ignora la compleja articulación de lo jurídico con los factores que dinamizan la conducta social: La economía, la historia, las tradiciones, las costumbres, la ética, y que en consecuencia, desestima el impacto de las leyes en la sociedad, los costos de su aplicación, los adversos efectos sobre situaciones jurídicas legítimas previamente adquiridas. Las consecuencias de esa “cultura jurídica” es el “espejismo jurídico” apreciables en hechos públicos y notorios: la “inflación normativa” o la proliferación de leyes innecesarias (por cierto, aún no se ha dictado la ley de la “felicidad social” para garantizar esa indubitable conquista histórica de los venezolanos: somos uno de los países más “felices” de la tierra); la demagogia jurídica o la ley como regalo, dádiva del gobernante de turno al pueblo (una ley o una enmienda constitucional para garantizar las “misiones”, y porque no incorporar en la Constitución el derecho al vaso de leche escolar, a los subsidios del transporte público para los estudiantes, etc.); en fin, la creciente inseguridad jurídica: leyes cuyas normas se contradicen, dudas acerca cual es la ley vigente en determinadas materias, normas de difícil o imposible cumplimiento, normas oscuras, ambiguas, mal redactadas (el nuevo lenguaje del socialismo del siglo XXI), etc.
Al no existir políticas legislativas y normativas sensatas, razonables, realistas, poco o nada importa que la nueva ley se integre armoniosamente en el sistema jurídico, comenzando por su “compatibilidad constitucional”. No es de extrañar, entonces, que esa sea una de las causas del considerable aumento de “leyes inconstitucionales”, además de la vocación totalitaria del actual régimen de poder, cuyo discurso y ejecutorias son contrarios a los valores, principios y derechos fundamentales garantizados en la Constitución Nacional. Ante esa “vorágine legislativa” el clásico principio “La ignorancia de la ley no excusa su cumplimiento” queda en el mausoleo abstracto del platonismo jurídico. Habría que convertirse en un lector permanente de la Gaceta Oficial para estar al tanto de la última novedad legislativa o reglamentaria. En ocasiones se sancionan leyes y luego pasan meses para su publicación en la mencionada Gaceta, como es el caso de la reforma de la Ley Penal del Ambiente (aprobada en diciembre del 2011 y publicada en mayo de este año), cuya motivación (su razón de ser) fundamental es incorporar el perverso principio de la “responsabilidad penal objetiva” en materia de delitos ambientales, violando garantías establecidas en la Constitución Nacional, en los tratados internacionales sobre derechos humanos, y un principio-valor de la “cultura jurídica universal” de las naciones civilizadas (la obligación de “probar” la acción u omisión dolosa o culposa del presunto infractor de la norma en que consiste el delito, o principio de responsabilidad subjetiva). O el caso de la Ley Orgánica para la Planificación y Gestión de la Ordenación del Territorio sancionada en febrero del 2006 con una “vacatio Legis” de 6 meses, es decir, que entraría en vigencia en agosto de ese año. Pues bien, llegado el mes de agosto la Asamblea Nacional sesionó para extender el plazo de tal “vacatio” por otros 6 meses, y el 27 de febrero de 2007, fecha en la que finalmente se convertiría en ley vigente de este país en “vías de subdesarrollo”, fue derogada por dicha Asamblea por supuestas instrucciones del jefe supremo de la “revolución”, pues esa ley no preveía la “nueva geometría territorial del poder”. Sin embargo, ese “aborto legislativo” es aplicado por el Ministerio del Poder Popular para el Ambiente y los Recursos Naturales, y no la Ley Orgánica Para la Ordenación del Territorio (1983), formalmente vigente, alegando que esta última es una ley de la IV República.
En las sociedades democráticas actuales caracterizadas por el pluralismo de los intereses políticos, económicos y sociales de las diferentes clases sociales, grupos, organizaciones de la sociedad civil, ya no es posible concebir a la ley como la expresión de la voluntad general, la expresión “pacífica” de una sociedad política coherente; sino que es la manifestación del acceso al Estado de numerosas y heterogéneas fuerzas sociales que reclaman protección mediante el Derecho que se ve sometido, en esas circunstancias, a continuas nuevas reglas e intervenciones jurídicas que extienden la presencia de la ley a sectores anteriormente abandonados. En estas nuevas circunstancias del Estado democrático y social de Derecho, la elaboración de la ley pasa por un proceso de “negociación” o consenso entre los diferentes sectores políticos y sociales,-dentro y fuera,- del órgano parlamentario. Las leyes “pactadas” tienden a ser contradictorias, oscuras, caóticas, dada la primacía del acuerdo político sobre la calidad técnica de las mismas. Esto plantea retos significativos a la política jurídica.
¿Cuáles son los objetivos que se proponen alcanzar con la sanción de la nueva ley, o del instrumento jurídico de que se trate? En un Estado democrático de Derecho esos fines normativos deben reflejar los principios y valores materiales superiores plasmados en la Constitución política, desde el momento en que ésta es “la norma suprema y el fundamento del ordenamiento jurídico” y “Todas las personas y los órganos que ejercen el Poder Público están sujetos” a la misma, esto es, al universo de sus preceptos y enunciados principistas (Artículo 7 C N) . Otras interrogantes forman parte de la política legislativa, como por ejemplo, aquella relacionada con el impacto social, económico, político y cultural de la nueva ley ¿Cómo el nuevo instrumento legal puede afectar las conductas sociales?, ¿Cuáles podrían ser las “resistencias” individuales y grupales al cumplimiento de la nueva ley?
En este tópico se requiere del auxilio de la Sociología Jurídica. La realización de estudios relativos a las posibles respuestas sociales frente al desafío normativo, las prácticas, usos y costumbres que podrían verse afectadas por la reforma legislativa. Recuérdese, en ese sentido, la reforma del Código Civil de 1982, que equiparó los derechos del hombre y la mujer en el seno de la comunidad conyugal, enfrentando una tradición cultural “machista”, de “superioridad” masculina.Aunque en el plano estrictamente formal la nueva ley es exigible a partir de la fecha de su promulgación y publicación o de la que ella indique en los casos de “vacatio legis”, en la realidad la ley “derogada” continúa socialmente vigente en las prácticas, usos y costumbres generados por su reiterada aplicación en el tiempo, así como en las creencias y valores que dicha normativa pudo haber creado en la conciencia colectiva de la sociedad (la cultura jurídica). Tal es el caso del Código Orgánico Procesal Penal (1998) antes de sus sucesivas reformas, que estableció el sistema acusatorio derogando el sistema inquisitivo previsto en el derogado Código de Enjuiciamiento Criminal. Este último estuvo vigente durante cien años, tiempo en el cual se generaron prácticas judiciales, policiales y penitenciarias contrarias a los principios esenciales del régimen acusatorio: presunción de inocencia, derecho de acceso al expediente desde el inicio mismo de las investigaciones o eliminación del “secreto sumarial”, derecho a juicio en libertad (la libertad la regla, la privación preventiva, la excepción), etc. Pues bien, el sistema inquisitivo, aunque fue formalmente derogado, en parte se ha mantenido vigente en las mencionadas prácticas sociales. Los operadores de la administración de la justicia penal: jueces penales, auxiliares de los tribunales, fiscales de Ministerio Público, policías, funcionarios penitenciarios, abogados penalistas en ejercicio, comenzaron a resistir la aplicación del referido Código desde el día siguiente a su entrada en vigencia formal.
Se trata del “horizonte de vigencia real del Derecho derogado”, obstáculo para la aplicación del nuevo Derecho cuando este establece principios y normas contrarios al antiguo Derecho. De allí pues la necesidad política de tomar en consideración ese postulado sociológico, ya que, de lo contrario, puede caerse en una percepción ingenua de la ley como instrumento capaz de cambiar “per se” las conductas sociales. ¿Cuál es el impacto económico de la iniciativa normativa?, es decir, los costos tanto para el Estado como para la sociedad derivados de nuevas obligaciones estatales, por ejemplo, la creación de organizaciones públicas, o el establecimiento de nuevas contribuciones fiscales para los particulares y empresas. En este neurálgico aspecto impera la más absoluta irresponsabilidad política, pues poco importa a los titulares de los órganos del poder público estatal, en particular a los parlamentarios y a los agentes y funcionarios de la rama ejecutiva o gubernamental, los efectos concretos en términos financieros y presupuestarios de la puesta en aplicación del nuevo instrumento jurídico. En suma, la política legislativa es mucho más que un arte instrumental, exige el empleo de “las reglas de la técnica jurídica” en la fase de elaboración del proyecto de instrumento normativo, pero también del auxilio de la Sociología Jurídica, de la Filosofía Jurídica (en particular, la Constitucional), de la Teoría General del Derecho, del Derecho comparado y de algunas disciplinas jurídicas especiales, según sea el contenido del proyecto
Por cierto, en materia de reglas básicas de “técnica legislativa” cada vez se extiende más el irregular enunciado empleado al final de los textos legales “Quedan derogadas todas las disposiciones contrarias a la presente ley”, decretándose, así, la extinción “in genere” de un sector del ordenamiento jurídico-positivo, sin saber, a ciencia cierta, qué normas se están derogando. En el reino de la “inseguridad jurídica radical” se reforman leyes recién promulgadas, sin razón valedera alguna, como es le caso, por ejemplo de la Ley de Residuos y Desechos Sólidos de 2004, sustituida por una Ley de Gestión de la Basura en el 2011, cuyas normas, en este proceso indetenible de “mediocrización” de la vida política, económica, social, institucional, cultural y jurídica, son de inferior calidad tanto en los aspectos formales como de fondo respecto de la ley derogada. No le dieron tiempo a la ley anterior para su progresiva implementación.
Y obviamente se derogan leyes con el absurdo argumento de haber sido sancionadas en la IV República (aunque se ajusten a las normas y al espíritu, propósito y razón de la Constitución de 1999), es decir, en la etapa excepcional en nuestra historia de una república civil organizada como Estado democrático de Derecho. Asimismo, la práctica de la “reimpresión” de textos legales por supuestos “errores materiales”, típica manifestación de la “astucia criolla” para incorporar normas que “se nos pasó por alto” para satisfacer algún capricho del comandante-Presidente. O leyes que crean nuevos organismos públicos- las superintendencias de todo tipo como moda organizativa del “socialismo del siglo XXI”- sin prever los correspondientes recursos financieros para su organización y funcionamiento. Normas que crean nuevas obligaciones estatales dirigidas a satisfacer necesidades de la población más urgida de la asistencia estatal en materia de servicios sociales, y su contrapartida, la legítimas expectativas o esperanzas jurídicas de recibir las prestaciones materiales que concretan esa faceta del Estado-Benefactor (viviendas gratuitas), y que no pasan del discurso formal del poder a causa de la apropiación (peculado) y el despilfarro de las finanzas públicas, la crónica incapacidad gerencial (“la selección implacable de los perores”), y el desinterés en esos planes y programas de poca monta: construcción de viviendas, hospitales, escuelas, acueductos, vías de comunicación, prestación de servicios públicos en forma eficiente, continua y regular (electricidad, agua potable, salud pública, seguridad ciudadana, etc.,), cuando se está en un trascendental proceso de salvación del país, del planeta y de la especie humana (objetivo del Plan de gobierno de Hugo Chávez para el período 2013-2019).
Al régimen de poder poco o nada le preocupa si el nuevo instrumento legal es aplicable a la realidad social, si en verdad traduce el auténtico sentir de al población, de las tradiciones, costumbres, anhelos, esperanzas, creencias, de los profundos valores, de lo más positivo y auténtico de la cultura nacional (el rechazo colectivo a la “ley sapo” o la pretensión de convertir al venezolano en espía y delator de su vecino al estilo de la Cuba castrista). Tampoco prevé las resistencias que suscitará en los ciudadanos y la sociedad civil organizada la multiplicación de obligaciones tributarias y trámites burocráticos que inciden en el pesado e insoportable “costo de la legalidad” (uno de los factores del aumento de la “corrupción administrativa, la Ley de Simplificación de Trámites Administrativos como expresión del cinismo gubernamental); la constante ampliación de las potestades estatales de control y represión económico-social; el uso arbitrario de la expropiación o la confiscación de bienes de propiedad privada (el robo estatal: el uso de los medios de la violencia “legítima”, no para reprimir los delitos y la delincuencia, sino para doblegar a ciudadanos indefensos privándolos por la fuerza de sus legítimos bienes).
En tales circunstancias, el ordenamiento jurídico, lejos de garantizar la seguridad jurídico al servicio de la justicia: que cada quién sepa a qué atenerse mientras ejerza sus derechos dentro de los límites impuestos por los derechos de otros y el orden público y social, y cumpla sus deberes,- postulado sin cuyo cumplimiento-, las garantías de la vida, la libertad, la justicia, la solidaridad, el bien común, el pluralismo político, social y cultural, el respeto a la dignidad de la persona humana y la preeminencia de sus derechos fundamentales, son bienes precarios o inexistentes, produce los efectos contrarios: un creciente estado de desasosiego y malestar colectivo, incertidumbre, desesperanza, ira, violencia, frustración.
El Derecho, reducido a normas escritas, formales y estatales, opera como un “elemento externo” a la sociedad: la voluntad arbitraria, caprichosa y despótica del “dueño” del poder del otrora Estado, expresada en una forma o categoría jurídica (ley, reglamento, decreto), se impone por la fuerza con fundamento en una pretendida “legitimidad democrática de origen” (la consulta electoral), absolutamente divorciada desde hace 13 años de la “legitimidad axiológica o de desempeño”. Total, al actual “dueño del poder” nada cuesta crear, modificar o derogar “leyes”, ya que esa “función” consiste en la “obra pública” más fácil de producir, basta su mera voluntad o la aquiescencia de la mayoría “parlamentaria” por él controlada (sumisa a sus designios), papel y la imprenta donde se edita la Gaceta Oficial.
[1] Escrito en 2009, creo que sigue teniendo vigencia. Renuncié a la dirección del área de estudios políticos y jurídicos en diciembre de 2016, así como a la coordinación de la especialización en derecho corporativo, fundada y organizada por el suscrito en el 2000. En el 2003 como director encargado de le escuela de derecho recién creada, me correspondió el diseño del plan de estudios de la misma. En el lapso de 16 años en esa Universidad publiqué 11 libros, aparte de unos cuantos artículos en revistas especializadas. Me vi forzado a abandonar el país en mayo de 2017 ante la posibilidad de mi detención por parte del régimen chavista.
[2] Krotz, Esteban (2002). Antropología Jurídica. Perspectivas Socioculturales en el Estudio del Derecho. Anthropos. Universidad Metropolitana Autónoma. México, p. 28
[3] Carlos Malamud, (2010). Populismos Latinoamericanos. Los Tópicos de ayer, hoy y de siempre. Ediciones Nobel, SA. España, p.109