La Puerta
Apartándome un poco de la habitual línea de estos posts, creo que estos días de frontera, de inicio de ciclo y de propósito de cambio puede resultar adecuado relatarles un cuento infantil.
Érase una vez en Mahabuddhimani un niño que supo de la infinita belleza de la niña princesa. Comenzó entonces a preguntarse cómo él, el pobre hijo de un herrero, podría algún día llegar a conquistar tan noble y lejano corazón. Resolvió entonces que habría de trabajar y trabajar hasta acumular tanta riqueza como para cubrir de oro el objeto de su anhelo.
Pensaba así demostrarle su amor de forma que ella no pudiera negarle su favor; convencido estaba de que así ella se rendiría a su gracia.
Durante veinte años medró en negocios e industrias y, fruto del trabajo y del empeño en hacer suyo su sueño, acumuló una inmensa fortuna.
Así llegó el día que decidió presentarse en palacio. Liquidó todos sus bienes y compró cien elefantes que enjaezó de oro. Tiraban los animales de fastuosas carretas recubiertas también de panes de oro y turquesas. Con generosas soldadas formó un ejército de mil hombres a los que vistió con los mejores uniformes, con alfanjes y lanzas de plata y tocados de pluma de pavo real.
Las fanfarrias de oro marcaban el paso de la comitiva marchando sobre pétalos de rosa camino del palacio de la princesa y en la grupa del mayor elefante el joven sollozaba de emoción al encuentro de su sueño.
Sin embargo, al llegar al palacio no encontraron un gran arco que los recibiera, ni altas torres, sino tan sólo una puerta estrecha con un humilde guardián.
- Sahib, la puerta es demasiado estrecha para los elefantes, los carros y las lanzas ¿qué debemos hacer?
Estaban todos detenidos delante de la puerta cuando un anciano con una vasija de cobre se acercó al guardia y saludándole entró al palacio.
- Decidme, guardián, ¿quién es éste al que procuras tan fácil acceso a la princesa?
- Es el aguador que le trae a mi dueña las más puras aguas del Himalaya.
Quedó pensativo con la respuesta cuando a las pocas horas un niño se acercó y franqueó la puerta de palacio.
- Decidme, guardián, ¿quién es éste al que procuras tan fácil acceso a la princesa?
- Este niño le trae a mi princesa el más exquisito té del Sikkim.
Quedaron todos de nuevo en silencio hasta que un tiempo después, a una voz, el guardia le abrió la puerta a un hombre que venía de lejos con un pequeño cofre.
- Decidme, guardián, ¿quién es éste al que procuras tan fácil acceso a la princesa?
- Este hombre ha viajado desde Benarés para traerle a la princesa los jazmines más fragantes del jardín secreto del templo de Brahma.
Y así, durante veinte días y veinte noches, la comitiva aguardó acampada junto a la puerta. Día a día contemplaron como de distintos rincones gente sencilla traía a la princesa agua, miel, jazmín, té, loto, plumas, fruta, leche, clavo, canela…
El joven soñador no decía palabra pero su rostro envejecía día a día: por aquella puerta sólo podía pasar un hombre y ¿quién era él sin elefante, carros de oro y guardianes? ¿No era acaso sólo el hijo de un herrero que decidió perseguir una quimera?
Su corazón se llenó de dolor y desesperanza. Llamó a su capitán y pidió un lienzo blanco y un cáliz de tinta y durante una noche se encerró en su tienda. Al día siguiente, ordenó al capitán liberar a todos los animales y repartir el oro entre sus soldados. Uno a uno los fue despidiendo a todos con su bendición. Vestido con el lienzo y descalzo, le entregó sus ricos ropajes de dorados brocados al guardián y le solicitó ver a la princesa.
- Pasad, pues ahora sé cuánto tenéis que ofrecerle.
Al llegar frente a la princesa, la encontró increíblemente bella, ya hecha mujer, sobre una modesta silla de teca. Se acercó y desnudándose del lienzo lo plegó con delicadeza y se lo entregó en ofrenda. Temblándole la voz y sin atreverse a mirarla le dijo:
- Sabed que durante veinte años atesoré riqueza pero sólo durante veinte días acumulé sabiduría.
Hizo una reverencia y volvió hacia la estrecha puerta intentando no darle la espalda a la princesa. Salió y, desnudo, se perdió para siempre por la calles de Mahabuddhimani.
La princesa aprendió a llorar leyendo lo que en el lienzo había escrito.
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