Las alianzas corporativas al desnudo
Las relaciones humanas, incluso las que funcionan “bien”, son como esas mesas viejas de madera: aguantan el peso, pero al mínimo movimiento tambalean. En el mundo de las empresas, donde todo se dice con una sonrisa y los correos terminan con un “saludo cordial”, las alianzas nacen y se evaporan más rápido de lo que dura un café en una reunión de lunes.
Y no está mal. No es bueno ni malo. Es lo que es. Porque al final del día, la biología manda. Es como decía Darwin, pero aplicado a la oficina: la supervivencia del que mejor se adapta. O mejor dicho, del que logra pagar la tarjeta a fin de mes sin desarmar el castillo de naipes de su vida. Proteger tu metro cuadrado —ese espacio que llamamos familia, casa, bienestar— es lo único que realmente importa.
Pero, claro, cuando soplan los vientos de cambio, cuando llega una crisis o alguien pronuncia la temida palabra “cambios”, las caretas vuelan. Y lo que aparece debajo no siempre es bonito: rostros de miedo, de cinismo, de "sálvese quien pueda".
La gran mentira del “nosotros”
En tiempos de calma, el mundo corporativo nos vende la idea de un “nosotros”. Ese lugar utópico donde todos, supuestamente, tiramos para el mismo lado. Te dicen que las jerarquías no importan, que somos un equipo. Incluso el jefe, de vez en cuando, te invita una pizza en la oficina para reforzar la idea.
Pero cuando llega el terremoto, esa narrativa se rompe como un vidrio mal cortado. Y ahí entendés: el “nosotros” era una fachada. Lo que había detrás eran intereses cruzados, equilibrios precarios y un montón de sonrisas nerviosas en reuniones que ahora parecen de otro siglo.
Sobrevivir, primero
Cuando el horizonte se nubla, lo que manda es el instinto. Nadie se levanta un martes diciendo: “Voy a ser un egoísta hoy”. No, el miedo lo hace por vos. Es como cuando vas a tomar un avión y anuncian que el vuelo se canceló. Nadie piensa en la fila de atrás, todos corren al mostrador. Porque en momentos de caos, lo primero es salvarte.
Y ojo, no es que la gente sea mala. Es que así funciona todo. El sistema, las empresas, las relaciones, están armadas para que se mantengan mientras el barco no se hunda. Cuando hay agua en la bodega, cada uno agarra su salvavidas y reza.
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La paradoja de lo frágil pero necesario
Y acá está lo irónico: aunque estas alianzas sean tan endebles, sin ellas nada funciona. Son como las patitas de una mesa de camping: frágiles, pero imprescindibles. La clave no está en que sean fuertes, sino en que puedan ajustarse. Que puedan girar un poco cuando cambian las circunstancias, como esos equipos que siempre parecen tener alguien que dice: “Bueno, busquemos una solución”.
Las crisis, en ese sentido, son un buen detector de humo. Te muestran quién está ahí porque cree en lo que hacen juntos y quién está ahí porque, bueno, es lo que había. Y aunque duele, es un alivio saberlo.
Cuando el río se calma
Después del caos, después de las reuniones interminables y los correos con “¡Urgente!” en el asunto, lo que queda no son los títulos ni los números de las planillas. Queda cómo actuamos cuando el miedo estaba sentado al lado. ¿Jugamos solo para nosotros o intentamos —aunque sea un poquito— sostener a los otros?
No se trata de esperar alianzas perfectas, porque no existen. Se trata de construir algo más sincero. Algo que sepa que, en algún momento, el miedo va a aparecer, pero igual intente no dejar a nadie atrás.
Lo humano por encima de todo
Y quizás ahí esté la clave: entender que, por más que lo disfracemos con gráficas y presentaciones de PowerPoint, todo esto sigue siendo humano. Somos personas buscando sentido, tratando de encontrar una razón para seguir viniendo a la oficina cada día.
Las crisis no destruyen lo que somos. Simplemente nos muestran. Y cuando eso pasa, quizás también tengamos la oportunidad de elegir algo mejor. Algo más honesto. Más humano.