¡No me interrogues!
"Preguntando se va a Roma", dice el refrán, pero si te pasas, puedes acabar en ninguna parte y encima ganándote un puesto de honor en la lista de personas "non gratas". Por preguntones, o mejor dicho, por avasalladores. Está claro que las buenas preguntas son la clave para obtener buenas respuestas, pero no siempre somos conscientes de que entrañan un riesgo insalvable: que el interlocutor sienta amenazada o vulnerada su autonomía.
Como mamíferos territoriales que somos, nos sienta fatal que invadan nuestro espacio personal sin nuestro consentimiento - la desagradable sensación del aliento en el cogote - y de la misma manera, también llevamos mal, pero que muy mal, que pretendan entrometerse en nuestro territorio "mental" mediante preguntas capciosas o formuladas a destiempo. Les tenemos pánico. El típico y contundente ¡y a ti que narices te importa! es el indicador verbal clave que nos advierte de que estamos cruzando una peligrosa frontera sin permiso ni pasaporte. La cara dice el resto.
Preguntar es, indiscutiblemente, una herramienta de primer orden para los profesionales (directivos, coachs, comerciales...) que necesitan obtener información para tomar las decisiones correctas, pero preguntar supone siempre, en mayor o menor medida, una demostración de poder ("aquí las preguntas las hago yo!") y una injerencia en el terreno intencional del otro por lo que requieren de un tacto exquisito para que el "preguntado" no vea peligrar su intimidad, su estatus, ni su libertad de acción.
Y eso no siempre es fácil, porque las preguntas se mueven en ese terreno pantanoso, en el filo de la navaja entre el interés respetuoso y la intromisión indiscreta, y basta con un imperceptible cambio de tono para que acaben siendo percibidas como un interrogatorio policial en toda regla. Y entonces, se haga el silencio.
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