¡SÓLO PUEDE GANAR UNA!
Cuando el tiempo del ganador de una competición se mide en horas, minutos y segundos, las décimas y las centésimas parecen casi superfluas… y las milésimas se pueden considerar directamente innecesarias. En cambio, estas últimas empiezan hasta a quedarse cortas en pruebas de automovilismo, dónde la igualdad en los tiempos por vuelta ya ha llevado en más de una ocasión a registrar tiempos exactos hasta en las milésimas para varios competidores diferentes. De hecho, en algunas carreras de las ‘formula Indy’ norteamericana, disputadas en circuitos ovales de altísima velocidad, se ha llegado ya a hacer uso de las diezmilésimas para evitar esos empates poco menos que imposibles.
Incluso en el atletismo, cuando las velocidades son menores al no haber la ayuda de ninguna máquina de por medio para alcanzarlas, las milésimas empiezan a parecer necesarias en las pruebas de distancia más corta, en las que hace tiempo que las centésimas son imprescindibles. Y, muchas veces, ni estas sirven para saber quien ha cruzado por delante la línea de meta. Se recurre entonces el exhaustivo estudio de la ‘photo-finish’ para dilucidar el resultado a través de esa extraña imagen que congela el instante mismo en que cada atleta cruza el invisible haz de la célula fotoeléctrica, moderna y mucho más precisa expresión de la vieja cinta de llegada que debía romper con su cuerpo el vencedor.
Pero en carreras más largas, en esas en que la distancia, y el tiempo para recorrerla, son suficientemente grandes como para que las fuerzas de unos y otros hagan inhabitual llegadas tan apretadas, pervive esa vieja cinta, convertida ahora en ancha banda que es, a la vez, homenaje al pasado y excelente soporte publicitario cuando el triunfador la alcanza y queda inmortalizada en la foto más deseada, la de entrar en meta brazos en alto y en primera posición.
Alcanzar el primero esa banda de colores es el objetivo de todo maratoniano, de todo corredor de un trail más o menos largo y de todo participante en infinidad de pruebas atléticas en carretera y urbanas. Y, también, de los competidores de triatlón, una disciplina que, salvo en sus especialidades más al sprint, no suele necesitar de las décimas y las centésimas para separar el primero del segundo y en la que, por tanto, el ganador suele tener tiempo de alcanzar la meta con tiempo hasta de agarrar esa ancha banda de vencedor y posar con ella para la posteridad. Pero, sin embargo, a veces ocurre todo lo contrario, aunque no deja de ser poco usual. Qué ello suceda en una carrera de dos horas de duración y en el escenario más mediático posible, el de unos Juegos Olímpicos, puede resultar, por tanto, de lo más improbable y más propio de la ficción que de la realidad. Pero, cómo alguna vez dijo el maestro Hitchkock, ‘la ficción ha de parecer verosímil… ¡la realidad no tiene porque serlo!’
Porque inverosímil parece, en efecto, lo que ocurrió en la prueba de triatlón femenina de los Juegos Olímpicos celebrados en Londres en el 2012. Una competición cuyo desenlace se convirtió en uno de los más repetidos, comentados y analizados de las dos semanas en que el deporte mundial se dio cita en la capital británica, y puso a la especialidad que combina natación, ciclismo y carrera a pié, en las portadas de periódicos y minutos iniciales de informativos que, de otro modo, difícilmente le hubiesen dedicado un breve espacio. Aunque, las cosas como son, el triatlón olímpico de Londres 2012 ya tenía, de por sí, un entorno de lo más mediático y llamativo, con el claro objetivo de amplificar el esperado éxito británico en una especialidad que, en categoría masculina, tenía en los fabulosos hermanos Brownley a los principales favoritos, y en la femenina contaba con una baza de primer nivel en la bicampeona mundial Helen Jenkins.[Leer artículo completo]